Triángulo amoroso: Éros, Philía y Agápe/ 7


El infierno endulza las alegrías de los creyentes bienaventurados (L. Feuerbach)
La Iglesia ha pretendido siempre aniquilar a sus enemigos (F. Nietzsche)
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Después de Feuerbach, tal vez sea F. Nietzsche el crítico más radical de la moral cristiana. Desde la hermenéutica de la sospecha, trata de desenmascarar los valores que se ocultan tras las virtudes cristianas y más en concreto tras la caridad o amor cristiano.

La moral judeo-cristiana viene calificada como una “moral de esclavos”, antinatural, antivital, propia de individuos inferiores a los que califica de “animales de rebaño”, siendo el camello cargado de pesados fardos el animal que mejor simboliza esta actitud.

Fue el pueblo judío, afirma Nietzsche, el que realizó una inversión axiológica (Umwertung) de la moral aristocrática, dominante en el mundo grecorromano. Esta “rebelión de los esclavos”, que hereda el cristianismo, conduce a sostener que “los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los inferiores son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes, son asimismo los únicos piadosos, los únicos a quien bendice Dios” (Cfr. Genealogía de la moral, Tratado primero).

A los buenos les espera la bienaventuranza eterna, mientras que a los malvados y ateos, les espera la maldición de la condenación, de acuerdo con la dialéctica de buenos (fieles) y malos (infieles), que atraviesa los textos bíblicos del Antiguo y Nuevo Testamento.

El triunfo de la moral de esclavos en occidente (la judeo-cristiana), predicada por el sacerdote, tiene su origen genealógico en el resentimiento y el espíritu de venganza, dos formas de nihilismo reactivo: negación de la vida como valor supremo, hostilidad contra el mundo, que se manifiesta en la creación de un “trasmundo”, de un más allá opuesto al más acá, que sirve de consuelo ilusorio a los sufrimientos terrestres, y en la invención de Dios, antítesis de la vida: la vida termina donde empieza el Reino de Dios.

El resentimiento se dirige contra los enemigos de la fe cristiana: los buenos y los justos esperan la embriaguez de la venganza del juicio final. Bajo la apariencia del amor cristiano, descubre Nietzsche el odio que acompaña a la eterna bienaventuranza. Como ejemplo de esa actitud cita la autoridad de Tomás de Aquino: “Beati in regno coelesti”, dice con la mansedumbre de un cordero, “videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis magis complaceat” (los bienaventurados en el reino celeste verán las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les complazca más).

Y en un tono aun más fuerte, cita al padre de la iglesia Tertuliano, quien desaconsejaba a los cristianos la crueldad de los espectáculos públicos (cfr. De spectaculis) y prefería contemplar, de forma sádica, el espectáculo de los paganos que arderían en el fuego del infierno:

La fe nos ofrece… algo mucho más fuerte… en lugar de los atletas nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien, tenemos la sangre de Cristo… Pero quedan todavía otros espectáculos, aquel último y perpetuo día del juicio, día no esperado por las naciones, día del cual se mofan, cuando esta tan grande decrepitud del mundo y tantas generaciones del mismo ardan en un fuego común (uno igne haurientur). ¡Qué espectáculos tan extensos los de entonces¡ ¡Cuánto admiraré¡ (Quid admirer¡) ¡De cuánto me reiré¡ (Quid rideam¡) ¡Allí sí que gozaré¡ (Ubi gaudeam¡) ¡Allí disfrutaré! (Ubi exultem¡), contemplando cómo tantos y tan grandes reyes, de quienes se decía que habían sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el mismo Júpiter… viendo también a los gobernadores que persiguieron el nombre del Señor, derritiéndose en unas llamas más violentas que las que ellos lanzaron inhumanamente contra los cristianos. Viendo además cómo aquellos sabios filósofos se llenan de rubor ante sus discípulos, que con ellos se queman (sapientes illos philosophos coram discípulis suis una conflagrantibus erubescentes).


Se imagina luego a los poetas temblando ante el tribunal de Cristo y a los atletas paganos en medio del fuego.

Y a continuación, dirige su odio a los judíos, causantes de la pasión y muerte de Jesús:

Éste es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta (la condición de hijo ilegítimo es atribuída por los judíos a Jesús en el cuarto evangelio y aparece en el Talmud). La visión de tales espectáculos ya se disfrutan de forma anticipada por medio de la fe (jam habemus quodammodo per fidem). Y termina diciendo: creo que son más agradables que el circo y el doble teatro y todos los estadios.


Pero Nietzsche no menciona solo a estos dos teólogos como ejemplo del resentimiento y odio cristiano a sus enemigos. Como prueba del odio de los judío-cristianos contra Roma menciona el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. De aquí que Nietzsche califique el cristianismo como “metafísica del verdugo”, que disfruta viendo sufrir a su enemigo.

En su crítica del ideal ascético, predicado por el sacerdote, explica la formación del sentimiento de culpa, la “mala conciencia” o conciencia de pecado. Todo surge del problema del mal, del sufrimiento, del lado trágico de la vida.

Las ovejas del rebaño sufren y no le encuentran sentido al mal. Entonces, el pastor del rebaño, el sacerdote, busca una explicación, pues “las razones alivian”: interpreta el sufrimiento como efecto de una culpa, como un castigo por los propios pecados. Las ovejas interiorizan así el sentimiento de culpa, que produce remordimiento y malestar, pues el gusano de la conciencia “muerde” una y otra vez.

Los impulsos agresivos pueden dirigirse hacia dentro en forma de “mala conciencia o hacia fuera en forma de “resentimiento”. En el primer caso, “yo soy el culpable”. En el segundo, “los culpables son los otros”. Pero la conciencia de ser pecador es un invento del pastor para dominar a las ovejas. El sacerdote actúa como un médico, ofreciendo a las ovejas un fármaco envenenado: el sufrimiento no es en vano, sino mérito para la otra vida y promesa de salvación.

Con esta pseudoexplicación, “la gente no se quejaba ya contra el dolor, sino que lo anhelaba: ¡Más dolor¡ ¡Más dolor¡ De aquí deriva el valor escatológico del espíritu de sacrificio, la mortificación, el castigo del cuerpo, la penitencia en el desierto y la “doma de las pasiones”. Nietzsche, como Feuerbach, desmitifica, pues, el amor cristiano y pone de manifiesto la primacía del sufrimiento aceptado con gozo, con el fin utilitario de ganar la propia salvación, lo que podemos denominar “utilitarismo escatológico”.
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