Se olvida de Jesús y construye a Cristo. ¿O fue antes Cristo que Jesús?

Pablo de Tarso no leyó nunca ningún Evangelio.

Para cuando hubiera podido hacerlo su cabeza ya había rebotado tres veces en el suelo –Tre Fontane-- y su cuerpo estaba criando malvas. Sí es seguro que conocía el contenido de ciertas tradiciones, “dicta”, sentencias atribuidas a Jesús, que circulaban entre los primeros cristianos.

Tampoco conoció a Jesús. Con todo el bagaje de revelación que llevaba en su sesera –se construyó un Jesús a su medida—primero concibió al personaje y luego parió el mito. O quizá fue al revés. Y cuanto más predicaba, más elementos iba añadiendo a la fábula. Toda la impedimenta conceptual que aportan sus Cartas, toda, es producto de su mente fabuladora.

Imbuido del celo divino, fanático de su idea mesiánica, se dio a conocer a multitud de personas, contó la misma fábula a miles de individuos predispuestos a salvarse, recorrió una decena de países o regiones, aturdió con su monserga redentora a filósofos ya quemados por sus propias doctrinas...

En Asia Menor plantó su herejía judaica donde los presocráticos habían cultivado el amor al saber; en Atenas intentó convencer a los seguidores de Platón y Epicuro; en Corinto formó una comunidad entre los escépticos de Diógenes; en la Campania italiana se hizo oír por los epicúreos; en Roma se puso a la altura de los estoicos.

Incluso plantó su pie en Malta, donde fue tan bien tratado, y Sicilia, la isla donde podría haber prosperado la vena científica de Empédocles y demás. Su contaminación doctrinal llegó a ciudades como Éfeso, Cirene, cuna del hedonismo de Aristipo, Alejandría, donde contrastaría doctrinas con los seguidores de Filón que murió hacia el año 50 y no es posible que lo conociera.

Pero, tras leer Cartas y Hechos, ¿qué se deduce de lo que Pablo de Tarso sabía de Jesús? Nada de nada. O al menos nada de eso le interesaba. Con seguridad trabó conversación con aquellos que sí habían conocido a Jesús, pero el poderoso filtro de “su” revelación encasilló lo que le decían en las estructuras mentales propias.

Su fiel compañero Lucas, que venía recogiendo datos para su Evangelio, comentaría con él los que iba recibiendo. Pero ya es sintomático que nada de esto aparezca en sus Cartas. ¿Por qué? Porque el personaje real, Jesús, no le interesaba en absoluto o no tenía idea alguna sobre lo que luego apareció en los Evangelios.

• nada sobre el “hecho” de que Jesús hubiera nacido de manera virginal;
• no cita en ningún momento a María;
• nada dice en sus cartas de la familia de Jesús;
• a pesar de ser contemporáneo de Jesús, de vivir dentro del mismo ámbito geográfico no refiere nada de los hechos portentosos que “con seguridad” deberían haber llegado a sus oídos;
• habla genéricamente de milagros de Jesús, pero parece desconocer todo;
• nada dice de su pasión, a pesar de lo meticulosos que son en los Evangelios;
• desde luego no asoció la muerte de Jesús al juicio ante Pilatos (había que “salvar” a las autoridades romanas).

La impresión general es que “su” Jesús fue un ser atemporal y extraterritorial.


Los investigadores que han estudiado cuál es el mensaje de las Cartas, quién escribe, el cuándo y el porqué de las mismas, fijándose en parámetros como estilo, temas tratados, estructura interna, destinatarios, conceptos, etc. han llegado a conclusiones con un alto índice de fiabilidad: que los escritos más antiguos de los primeros cristianos son cartas de San Pablo (I Tesalonicenses, hacia el años 52) y que otras Cartas no son obra directa suya sino escritos del comienzo de la quinta década del primer siglo, tiempo suficiente incluso hoy día que disponemos de registros más fiables, para olvidar, relativizar o tergiversar hechos y relatos.

Estudiosos protestantes y católicos están de acuerdo en que no todas las epístolas que se encuentran en la Biblia como obras de Pablo, son realmente suyas. Algunas fueron escritas por otras personas, quienes las atribuyeron a Pablo, posteriormente a su muerte. Aun así, sin ser suyas por muchos elementos divergentes, la esencia doctrinal es la misma o deducen doctrina de cartas anteriores. Podríamos decir que son “de la escuela de Pablo”, que para el caso sirve. Los textos aceptados genuinamente como obras de Pablo son Gálatas, I Tesalonicenses, II y II Corintios, Romanos, Filemón, y Filipenses. Respecto al resto, hay opiniones para todos los gustos.

Las cartas paulinas fueron escritas antes que los evangelios, y ninguno de éstos es anterior a por lo menos la séptima década.

Hay dos interrogantes asociados a este hecho relacionado con los relatos sobre Jesús:

1º) Pablo de Tarso reniega de los datos reales, no le parecen relevantes para fijar doctrina teológica. Y ésta le viene “por revelación”. Quien crea en revelaciones, así será, pero el resto, es decir, la gente normal, deducirá “invenciones, recopilaciones, asignaciones, fantasías, quimeras, ilusiones y entelequias” salidas de su caletre. Su revelación no es más que una intuición ampliada posteriormente.

2º) Dichos datos reales que aparecen en los evangelios, llevan consigo la duda de si fueron añadidos después (¿inventados?) a los “guiones” de que disponían las comunidades cristianas.

En la consideración anterior, la deducción sería contraria a lo que hemos venido diciendo en los artículos primeros de esta serie (que del personaje real Jesús nace Cristo) ya que lo que primero se predica es a Cristo. Es decir, que el propósito fue dotar de realidad histórica a un engendro paulino. Así pues, ¿qué se inventó primero, la figura mitológica de Cristo o el pretendido profeta Jesús? Lo lógico es pensar que Jesús fue justificado posteriormente con hechos inventados. De ahí que muchos duden de la existencia real de Jesús, dado que de él no hay registros ajenos al propio interés.

Al revisar otros escritos cristianos anteriores a los cuatro evangelios, ahora considerados como apócrifos (que no pertenecen a la Biblia), muchos de ellos omiten las mismas cosas que Pablo omite, lo que nos lleva a pensar que la mayor parte de los hechos biográficos asociados a Jesús fueron inventados posteriormente.

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