Para dialogar sobre religión y laicidad en una democracia

En orden a la relación entre moral civil y moral religiosa en una sociedad democrática y laica, no debería identificarse, sin más ni más, por parte de la Iglesia Católica, lo que sigue:
- Razón religiosa con razón humana. Es decir, dos caminos de conocimiento que trabajan en coherencia y convergencia, pero con distinta competencia y naturaleza.

- Moral religiosa con moral natural. Es decir, dos morales sin posible contradicción, pero no necesariamente con idéntica concreción normativa. Menos aún, si pensamos en una moral civil, o moral común compartida por las sociedades democráticas, siempre en crecimiento y corrigiéndose, pero inevitablemente con la colaboración y decisión de todos.

- Peso sociológico del catolicismo con derechos justos de la religión. Es decir, el peso social del catolicismo español no puede ser la razón última de sus derechos. Importa primero si son justos o no en una democracia. Ésta es la cuestión.

- Derecho internacional con legitimidad moral para la Iglesia. Es decir, los “concordatos”, que son derecho internacional, no crean los derechos de las Iglesias, sino que, en su caso, los reconocen. Si junto a los derechos reconocen privilegios, hay que discernir, y evitar éstos.

Pero a la mesa del diálogo social democrático, también el Estado tiene que llevar sus pretensiones, pero sin confundir:

-Neutralidad religiosa con indiferencia hacia las religiones. Es decir, las religiones son un hecho cultural y social valioso. Así lo dice la Constitución Española, y está bien dicho. La relación del Estado con ellas no es de indiferencia o rechazo, sino de colaboración democrática, respetuosa de la autonomía e independencia de ambas instancias, y cuidando siempre los derechos de todos los ciudadanos y grupos, sin privilegios, ni exclusiones.

- Gobierno de un país con Estado de todos los ciudadanos. Es decir, lo que piensa un partido gobernante, y el Gobierno de turno, en cuanto a las religiones, no es igual a lo que un pacto de Estado debería concretar. Ese pacto recibirá, sin duda, la orientación peculiar del grupo o grupos gobernantes, izquierdas o derechas; pero sus sustancia debe ser la del Estado de todos los ciudadanos; si el Estado de Derecho, constitucionalmente expresado, ha hecho unas opciones sobre formación religiosa y moral en la escuela, (Art. 27, 3), hay que instrumentar esto de un modo coherente con la ley, con la autonomía de la política y con los derechos de todos los ciudadanos. Ésta es la voluntad política que hay que mostrar y obedecer, sea el gobierno de izquierdas o de derechas. La otra opción es denunciar y rectificar los Acuerdos y la Constitución, según las mayorías cualificadas del 2007, si se piensa que son otras que las del 79. Esto es legítimo en una democracia.

- Sociedad civil con asociaciones laicas. Es decir, la sociedad civil a la que el Estado sirve y representa políticamente, son todas las personas y colectivos, laicos o religiosos, que en la sociedad se dan. Cumplidas las leyes civiles que se exigen para fundar colectivos sociales y reconocida así su personalidad jurídica civil, todos y todas son sociedad civil para el Estado; y las Iglesias, también. Que los Estados entiendan a las iglesias como parte de la sociedad civil democrática me parece determinante en la cuestión. Lo mismo reclamo de las Iglesias.

- Moral civil con leyes democráticas. Es decir, la moral civil como moral común de las sociedades democráticas, se alimenta de todas las opciones morales de la sociedad, religiosas o no, se somete al marco de los derechos humanos y crece libre en el debate cultural democrático. Las leyes se nutren de esa moral y exigen aquello que es imprescindible para el orden social de cara al bien común. Pero las leyes democráticas no exigen todo lo moral, ni de las morales religiosas, ni de la propia moral civil. La moral civil es más amplia que la ley, puede y debe cuestionarla, y, al cabo, democráticamente, forzar su revisión y su sustitución. Esta posibilidad y valor de la moral civil, y de su sujeto universal, religioso o no, es otro factor determinante en el problema.

- Razón laica con verdad humana. Es decir, la razón laica, filosófica, no religiosa o teológica, es una vía perfectamente legítima de acceso a la verdad moral. Es específica, pero no pretender ser la única para el ser humano, ni tiene garantizada la conquista de la verdad moral, en todos sus planos y de una vez para siempre. La razón laica, “racional y científica”, puede equivocarse, y siempre da, en el mejor de los casos, y hablando de ética, una verdad moral histórica y condicionada. A la razón teológica le pasa lo mismo. No compiten en el mismo terreno, ni tienen la misma naturaleza. Se aseguran un diálogo interdisciplinar pues se someten a los mismos criterios en la argumentación moral. La teología aporta su especificidad al presentar todo lo moral en el horizonte de la fe, ofreciéndolo como sabiduría propia a la cultura humana, pero, a sabiendas, de la diferencia de planos, pretensión y competencia cuando habla en nombre de la fe y en nombre de la razón humana.

- Razón religiosa con desecho cultural. Es decir, se equivocan quienes piensan que la razón teológica, con la fe como fundamento, y con el respeto irrenunciable a la razón, no tiene nada que aportar sobre la verdad del ser humano y la vida. Este cientismo, sobre todo cuando aparece en el campo de las ciencias humanas, está totalmente cuestionado y es insostenible en sí mismo. Por otro lado, la teología moral no sabe trabajar sin la fe y la razón en diálogo coherente y convergente sobre la experiencia existencial del ser humano. No hay moral religiosa que pueda ser contraria a una moral humana verdaderamente tal. Puede haber diferencias y ser serias, pero hay que analizar a qué causas se deben; desde luego, no a que la fe y la razón se contradigan. Las contradicciones en estos terrenos obedecen siempre a las ideologías morales, laicas o religiosas, no a las exigencias humanas de la razón y de la fe.

-En consecuencia y a propósito del agrio e intenso debate sobre la formación moral y religiosa en la escuela, pienso que apelar a la defensa de la libertad del ser humano, y de la sociedad civil, como ultima razón moral de la Iglesia en sus posiciones ante la enseñanza y otras cuestiones de la vida pública, no resuelve bien el debate democrático. Es una argumentación seria y legítima, pero en sociedades democráticas y complejas en tantos sentidos, la regulación jurídica de los derechos en conflicto tiene que ser menos maximalista, por ejemplo, que la pactada en los Acuerdos Iglesia-Estado del 79, o que las reflejadas en declaraciones de algunas Asociaciones de Padres sobre sus derechos en la Escuela. Este maximalismo es claro, a su vez, en bastantes de los profesores y políticos que exigen una escuela y sociedad estrictamente laicas o, a mi juicio, más bien laicistas, es decir, obediente a una cosmovisión legítima pero particular. Pienso que deberían concretarse fórmulas jurídicas que equilibren mejor las interpretaciones que sobre derechos y libertades fundamentales concurren en nuestras sociedades. Ni las visiones laicistas de la vida, ni las religiosas, pueden pretender el monopolio cosmovisional y moral de sus sociedades, ni tampoco el monopolio en la defensa de la libertad del ser humano y de la libertad de la sociedad civil frente al Estado. Todo esto requiere mayor flexibilidad democrática, porque nadie tiene derechos al margen de los derechos de los demás, ni cabe pensar en mis derechos sin considerar los de los otros, ni la sociedad civil puede ser representada por una sola de sus corrientes sociales, por mayoritaria que sea, ni el Estado Democrático, al cabo nuestro Estado representativo, ha de ser tildado tan alegremente como “adoctrinador”, “manipulador” o “simple correa de transmisión de una ideología”. Todo esto requiere un planteamiento más democrático, dialógico y pactado, es decir, laico de verdad, y no el maximalismo que reflejan las posiciones sociales más radicalizadas; posiciones que, a mi juicio, representan en buena medida empeños premodernos en la vida política, sea en su forma religiosa, sea en su forma laicista. En una sociedad democrática, todos somos laicos, y después, lo somos de manera religiosa o agnóstica, o atea, o como sea, pero ciudadanos laicos dispuestos a pactar realizaciones históricas y equilibradas de la forma de entender y realizar los mismos derechos y libertades fundamentales. Porque son, eso, los mismos derechos y libertades fundamentales, sobre los que nadie puede delegar a otros su mayoría de edad. (Cfr., Marc CARRILLO, La religión devalúa la Constitución, en El País, 8 de Marzo de 2007, 17: “El mandato constitucional de cooperación con la Iglesia católica no puede ser entendido con abstracción de otros derechos fundamentales de estos profesores en tanto que ciudadanos... con la interpretación del TC de los Acuerdos con el Vaticano de 1979, la condición aconfesional del Estado deviene una pura falacia y la Constitución como norma suprema queda devaluada). Lo mismo pienso yo en cuanto a lo que significa la aconfesionalidad del Estado, y de ahí, el valor creciente de una moral civil cuyo impulso nos corresponde a todos.

Espero que estas aclaraciones ayuden a alguno y se entienda que son los presupuestos que, a mi juicio, harían un poco más inteligente y noble el diálogo sobre las leyes de una sociedad democrática y la moral compartida que habría de inspirarlas. Al menos, pienso yo, nos permitirían cuestionar los prejuicios que nos impiden el primer principio del discernimiento moral: “ser honestos con la realidad”. Es decir, conocerla críticamente, argumentar siempre desde ese conocimiento en el debate social, y analizar si nuestro punto de vista es el de los grupos sociales más desprotegidos o si, por contra, nos mueven intereses muy particulares o alguna ideología, religiosa o no, nada razonable.
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