La Navidad es más que el simbolismo piadoso burgués. Es esencialmente un escándalo teológico: el Dios trascendente traspasa su distancia de la humanidad. No se encarna para reforzar la asimetría entre lo divino y lo humano, sino para desactivarla desde dentro. "Una religión que necesita siervos no ha comprendido al Dios de Jesús".
En la Navidad Dios no se revela en la superioridad, sino en la vulnerabilidad compartida. “No se aferró a su igualdad con Dios, sino que se vació de sí mismo”. La kénosis no es una excepción momentánea; es la forma de ser de Dios. “Dios no es más divino cuanto más distante, sino cuanto más capaz de sufrir con el mundo” (Moltmann).
Jesús habla de amistad y subvierte la lógica de subordinación religiosa. No niega la trascendencia divina; la revela desde la igualdad ofrecida, no desde la dominación. La Navidad es la Gracia de una igualdad nueva que el “mundo” no conoce, fermento provocador de todas las desigualdades indignantes que permean las construcciones humanas.
La Navidad no es un paréntesis emocional. Es una revolución silenciosa que desarma todas las asimetrías: entre Dios y el ser humano, entre autoridad y servicio, entre lo sagrado y lo cotidiano. En el pesebre no hay tronos ni castas ni privilegios. Solo vulnerabilidad compartida.
La polarización contemporánea surge del colapso de relatos compartidos y el surgimiento de identidades cerradas que desprecian al diferente. La Navidad irrumpe como un desafío radical a estas lógicas: no es evasión religiosa, sino denuncia profética de todo poder que genere desigualdad y la exclusión. Frente a los muros ideológicos y culturales que polarizan, la Encarnación del Niño Dios propone un horizonte común fundado en la dignidad igual de todos.
En el pesebre, Dios desmantela las asimetrías humanas al asumir la fragilidad como lugar de revelación. La kenosis divina cuestiona todo poder que se justifica por la superioridad moral, social o religiosa. La Encarnación proclama que la verdadera grandeza es el servicio y que la comunión, no la competencia identitaria, es la respuesta cristiana a las polarizaciones que nacen de la desigualdad y el miedo al otro.
Como Pueblo de Dios, la Iglesia está llamada a ser puente y no muralla en un mundo dividido. Sin embargo, el clericalismo reproduce lógicas polarizantes al sacralizar su poder y bloquear la participación. La Navidad revela la incompatibilidad entre la Encarnación y toda estructura eclesial excluyente: donde no hay escucha ni hospitalidad, la comunión bautismal se erosiona y la fe se reduce a identidad defensiva.
La sinodalidad aparece así como práctica concreta de la Navidad en la Iglesia: caminar juntos, escuchar todas las voces y desmontar privilegios que contradicen el Evangelio. La Navidad es profecía de reconciliación porque desarma el odio organizado y abre un futuro de esperanza. Solo una Iglesia humilde, dialogante y compasiva puede ser levadura de unidad en sociedades fracturadas
Adviento es la Esperanza de un Mañana para quienes han sido sometidos a la noche de las opresiones, para las víctimas del mundo y de la Iglesia. Es una esperanza que no se limita a una promesa futura, sino que nos desafía a hacerla presente hoy, en cada gesto de solidaridad, en cada acción de justicia, en cada palabra de consuelo dirigida a los heridos.
La esperanza del Adviento se pone al lado de los sufrientes, desde la perspectiva de las víctimas como Jesús. Todo depende del lugar donde se vea, ésa es la objetividad cristiana que escandaliza a quienes están tan preocupados por el “relativismo” desde sus cómodas poltronas existenciales.
Adviento es más que poesía; tiene una dimensión social y política. Esperar al Mesías complica con la transformación del pecado corporativo de las estructuras injustas. La Iglesia debe ser levadura de liberación para que los excluidos sean acogidos en estructuras de Gracia. Es un llamado a la conversión subversiva, a construir el Reino de Dios desde los márgenes, no desde el supuesto centro de los que mandan.
El Adviento es tiempo de espera compasiva y profética. Confronta a los fabricantes de miedos —religiosos, políticos, económicos— y anuncia un mundo en el que la justicia toma forma de ternura. Mientras algunos buscan un Mesías que confirme sus agendas, Jesús desarma seguridades, sorprende con misericordia y se revela en un pesebre: símbolo de un amor que no domina, sino que se entrega.
La respuesta del Adviento al miedo es el Emmanuel: “Dios-con-nosotros”. El Salmo 23 lo expresa con claridad: “Aunque camine por valles de sombra y de muerte, no temeré, porque tú estás conmigo.” La esperanza no elimina el valle; acompaña en él. Jesús nace en un pesebre, símbolo de precariedad, para recordarnos que la irrupción de Dios en la historia ocurre donde el miedo amenaza la supervivencia.
Esta esperanza arriesgada es profundamente transformadora: “La esperanza cristiana no es evasión, sino anticipación de la realidad futura que ya comienza a transformar el presente” (Moltmann). La esperanza cuestiona el presente, denuncia las estructuras de opresión y propone horizontes alternativos junto a los descartados de todos los Belenes.
El Adviento es así tiempo de espera compasiva y profética. Confronta a los fabricantes de miedos —religiosos, políticos, económicos— y anuncia un mundo donde la justicia toma forma de ternura. Mientras algunos buscan un Mesías que confirme sus agendas, Jesús desarma seguridades, sorprende con misericordia y se revela en un pesebre: símbolo de un amor que no domina, sino que se entrega.
La respuesta del Adviento al miedo es el Emmanuel: “Dios-con-nosotros”. El Salmo 23 lo expresa con claridad: “Aunque camine por valles de sombra y de muerte, no temeré, porque tú estás conmigo.” La esperanza no elimina el valle; acompaña en él. Jesús nace en un pesebre, símbolo de precariedad, para recordarnos que la irrupción de Dios en la historia ocurre donde el miedo amenaza la supervivencia.
Esta esperanza arriesgada es profundamente transformadora: “La esperanza cristiana no es evasión, sino anticipación de la realidad futura que ya comienza a transformar el presente” (Moltmann, Teología de la esperanza, 1964). La esperanza cuestiona el presente, denuncia las estructuras de opresión y propone horizontes alternativos junto a los descartados de todos los Belenes.
La nostalgia fundamentalista es un peligro espiritual cuando intenta reconstruir una Iglesia preconciliar, autorreferencial y clericalista, cerrada en sus propios intereses. La obsesión por defender estructuras de poder clericales, en otros tiempos protegidas por dictaduras y ahora seducida por populismos integristas, más que el Evangelio. No solo es un anacronismo pastoral, sino una traición al Espíritu Santo
“Esperar al Señor es hacer sitio a las víctimas en la mesa de la vida” (J. Sobrino). En el Adviento, esperamos al Mesías que llega, comprometiéndonos con su causa liberadora. No es escapar de la realidad en grupitos de autosatisfacción emocional o ilusionarnos con liturgias pop de mercado, sino un llamado a construir su Reino de compasión y justicia.
“La espiritualidad de la esperanza no es una evasión de la historia, sino un compromiso en ella” (G.Gutierrez). El Adviento implica liberar la Tradición del cerrojo del clericalismo y escuchar el clamor de las víctimas... “la Iglesia no puede confundir estabilidad con fidelidad; que implica caminar con los que sufren”; no la preservación de estructuras estáticas...
Cristo Rey del Universo es un manifiesto escatológico radical que desafía las estructuras de poder mundanas basadas en la dominación, el capital y la soberbia. Su trono es la cruz y su corona son espinas, que subvierte todas las lógicas humanas de poder y prestigio. Su Reino derriba los sistemas de exclusión y rehabilita la dignidad de los descartados y sus samaritanos.
Es crítica de los “imperios” de dominación, como el económico, con su "cultura del descarte" donde la ganancia ultraja la dignidad humana, o el político e ideológico, que sacrifica la persona por abstracciones absolutistas. Incluso critica el peligro del "imperio religioso" en el que el prestigio académico teológico y la autoridad clerical usurpan el lugar del Dios Encarnado entre las víctimas.
El acto fundacional de este Reino es la cruz, un escándalo que desafía la lógica mundana. Cristo, el Rey crucificado, no viene a ser servido sino a servir, a solidarizarse con los oprimidos. La cruz se convierte en el acto político definitivo donde Dios, al identificarse con los condenados, derrota la injusticia, el pecado y la muerte, transformando toda opresión en redención.
La solemnidad de Cristo Rey culmina en un acto cósmico de alabanza que desmantela las representaciones falsas de la fe. No es glorificación triunfalista, sino plenitud desde las periferias. Este Reino se realiza en gestos concretos de justicia y compasión, llama a la conversión y la esperanza activa en un mundo más justo y clama hasta el final ¡Ven Señor Jesús!.
La tentación clericalista de idealizar a la Iglesia, como institución perfecta y celestial, oculta sus heridas en lugar de sanarlas. Esta distorsión la desvincula de los problemas reales. El caso de los abusos del obispo Zornoza es un reflejo más de la crisis de esa idealización.
Esta mentalidad no sabe qué hacer ante los escándalos. Su estructura teme más por la reputación que por la verdad. Prefiere el silencio, la transferencia de culpa o el encubrimiento. Es una vergüenza que las víctimas no sean escuchadas y recurran al Vaticano o a la prensa.
Es un platonismo que angeliza y deshumaniza al clero. Su eje estructural es el celibato obligatorio, signo teórico de pureza que suele conducir a realidades de frustración,de dobles vidas y abusos. La Iglesia idealizada termina luego protegiendo a los abusadores, minimizando a las víctimas y castigando a los sacerdotes casados que salen de esta "disciplina".
La Iglesia peregrina no tiene miedo de reconocer sus fallos, pedir perdón y reformarse porque “vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo” (card. Newman)
La Iglesia necesita no solo escuchar recitales, sino también dejarse evangelizar por la sed espiritual del mundo actual, por sus luchas sociales, por sus movimientos de justicia, por la voz de las víctimas invisibles de estructuras eclesiales y sociales. El Espíritu, decía Francisco, “llega antes que nosotros a las plazas”, para que no creamos que somos sus dueños.
estos fenómenos religiosos no son la tabla de salvación de la religión instituida, ni hay que abordarlos de modo proselitista ni como reivindicación de la religión "de antes”. Tampoco como el olvido de los abusos estructurales de la iglesia. Son oportunidad para que la Iglesia aprenda del mundo, escuche por donde caminan las esperanzas del hombre actual, renuncie a nostalgias de retrotopías sacralizadas.
El criterio final del discernimiento siempre ha de ser la compasión y la justicia, porque sin compromiso con los bienaventurados de Jesús, no hay cristianismo sino culto reciclado al becerro de oro.
La santidad de los sacerdotes casados es hoy una profecía silenciada dentro de la Iglesia, una voz que el clericalismo intenta ocultar pero que el Espíritu mantiene viva. En ellos brilla la doble sacramentalidad del Orden y del Matrimonio, signos de servicio y comunión para una Iglesia más humana y encarnada.
El celibato obligatorio —disciplina tardía y no dogma— es funcional al clericalismo, una estructura de pecado que confunde santidad con control. Hans Küng y Paul Collins denuncian que esta imposición separa al clero del pueblo y alimenta abusos, arrogancia y doble vida. El obispo Nann y el presbítero Puente Olivera confirman que el amor no destruye la vocación, sino que la transfigura en una nueva forma de fidelidad.
“Al condenar al sacerdote que se casa, la Iglesia no solo castiga a un hombre, sino que está devaluando simbólicamente el matrimonio y, sobre todo, a la mujer con la que se casa. Ella se convierte en la 'tentación', la 'culpable' de la 'pérdida' de un sacerdote. Es una visión profundamente misógina que refuerza la idea de que la mujer es un peligro para la santidad del varón consagrado" (I. Corpas)
No hay lugar para ellos en la Iglesia, pero la mayoría desea seguir sirviendo desde su nueva condición. Reconocer la santidad del sacerdote casado no será tolerancia, sino conversión eclesial: pasar de una Iglesia de casta a una Iglesia de comunión.
El Reino de Dios no es una emoción espiritual sino un orden nuevo de relaciones donde “los ciegos ven, los pobres son evangelizados y los oprimidos quedan libres” (Lc 4,18). En una época en la que muchos confunden la evangelización con terapia emocional tranquilizadora para que nada cambie, la denuncia de estructuras de pecado y la redención como Reino de Dios son una revolución de realismo cristiano.
León XIV habla de autorreferencialidad y recuerda que “la propuesta del Evangelio no es solo una relación individual e íntima con el Señor, sino el Reino de Dios” (n. 97). Esto impulsa una eclesiología de liberación, no de complicidad con los sistemas injustos.
A diferencia de las visiones teológicas que desconfiaban de los análisis estructurales —por considerarlos marxistas o colectivistas—, Dilexit Te demuestra que la fe no teme al lenguaje de la historia, porque la Encarnación es la mayor revolución estructural imaginable: Dios se hace carne de pobre, asume una condición social, entra en las dinámicas de poder y de marginación para redimirlas desde dentro.
Dilexi te reafirma admirablemente la opción preferencial por los pobres como núcleo del Evangelio. Recupera la memoria patrística y el legado de santos y congregaciones que encarnaron la caridad cristiana, situando la justicia social como dimensión esencial de la fe. Es, ante todo, una carta de amor evangélico al pobre.
Pero roza la idealización histórica: celebra con razón los gestos heroicos de caridad cristiana, pero apenas toca los capítulos oscuros que acompañan esa historia —abusos, clericalismo, connivencias con el poder— que reclaman conversión, cambios de estructuras y reparación... "cuando nos metemos con la interpretación de la historia, rara vez salimos ilesos..."
Falta mayor inclusión ecuménica. Dilexi te parece replegarse sobre sí misma, sin reconocer explícitamente que otras religiones, movimientos y organizaciones también sirven a los pobres...Jesús no quiso una Iglesia que tenga el monopolio de la bondad, sino una que coopere con todos los que aman (Mc 9,40).
Frente a la conquista, surgió una resistencia ética y teológica. Frailes profetas, misiones jesuíticas, la Escuela de Salamanca con Vitoria y Suárez, y pensadores como Dussel que hoy desenmascaran el mito de la “superioridad del hombre blanco y cristiano” muestran que en el cristianismo habrá semillas de justicia hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20).
Siempre me conmovieron aquellas palabras de honda raíz cristiana de una mandataria alemana que, refiriéndose al lamentable pasado nazi, dijo: "siempre seremos lo que hicimos". Asumir no es negar o cambiar de tema. Asumir es crecer. Reconocer los crímenes coloniales no borra los aportes culturales, sino que honra a las víctimas y nos humaniza. La identidad que teme a la verdad, en el fondo, ya está colonizada.
El Evangelio sobrevive a sus peores intérpretes porque su esencia no puede ser domesticada y genera esperanza para seguir viviendo, creyendo y construyendo un mundo y una Iglesia mejores.
La sinodalidad, en este horizonte, es mucho más que un lema: es una pedagogía del encuentro. Escuchar, discernir, caminar juntos. Una Iglesia sinodal es una Iglesia descolonizada de clericalismo y reconciliada con el compromiso con un Reino donde nadie se sienta extranjero, donde la economía sirva a la vida, y donde la historia deje de ser campo de batalla para volverse mesa compartida.
Los guardianes de la pureza cultural insisten en que hay que “defender las esencias de Europa”. Pero ¿qué es Europa sino un laboratorio de mezclas, a menudo violentas, pero innegablemente fecundas? ...“el único europeo puro sería un neandertal que nunca hubiera salido de su cueva”.
El cristiano burgués reza, pero no se deja interpelar por los crucificados de la historia. Busca experiencias místicas, pero sin confrontar las injusticias que generan migrantes y pobres. Su espiritualidad es de retiros emocionales y de fórmulas de bienestar interior acordes a su status quo. Un cristianismo sin carne, incapaz de reconocer a Cristo en el inmigrante que golpea la puerta de Europa.
La fe cristiana, si es fiel a su origen, no puede volverse fortaleza identitaria. La Eucaristía es banquete de hospitalidad para todos. Una Iglesia obsesionada con las esencias culturales o morales traiciona su esencia más profunda: ser comunidad itinerante, abierta, universal. Como dice Francisco en Fratelli Tutti: “Una Iglesia que solo se preocupa por sus esencias es una Iglesia que ha perdido su esencia”.
El horror de Gaza nos interpela con justa ira. Sin embargo, este grito de indignación no debe convertirse en un lugar cómodo desde el cual juzgar la historia con falsa superioridad moral. Jesús nos advirtió: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8:7). Gaza, en su tragedia infinita, es también un espejo que nos devuelve la imagen incómoda de nuestras propias complicidades históricas.
Nos escandalizamos con razón ante el genocidio, pero preferimos olvidar los que fundaron nuestro bienestar occidental: los colonialismos brutales que diezmaron pueblos, robaron recursos y sometieron culturas enteras, cuyas heridas aún supuran en las desigualdades globales de hoy.
Frente a esta lógica ancestral de violencia sacralizada, la vida y el mensaje de Jesús irrumpen como la revolución del Dios humanizador. Su programa no es la purificación por la fuerza, ni la indignación moralista, sino la sanación por la misericordia. Para cambiar el mundo hay que dejarse sanar por Él, para contagiar una fraternidad posible.
la humanidad nunca tuvo tanta capacidad técnica y económica para garantizar un techo digno a cada persona, y sin embargo millones ven cómo la vivienda se convierte en un bien inalcanzable
La vivienda es un derecho sagrado inseparable de la dignidad humana. Negarla es perpetuar estructuras de pecado que matan. La DSI, iluminada por la vida de Jesús y por los principios de destino universal de los bienes y subsidiariedad, ofrece un camino profético y realista.
Los populismos ultras culpan a los inmigrantes de la crisis de vivienda, pero esa idea es falsa y no tiene en cuenta los verdaderos datos económicos y sociológicos. Culpar al inmigrante es un mecanismo de distracción: convierte a los vulnerables en chivos expiatorios y encubre la responsabilidad de quienes concentran capital.
Estamos llamados a construir comunidades comprometidas con el Jesús desposeído. Si somos samaritanos con los sin techo, seremos herederos de la solución habitacional de Cristo: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14,2).
Al confrontar a Jesús con los instigadores al odio de su época, el Evangelio se convierte en espejo de nuestras propias sociedades, atraídas actualmente por nacionalismos excluyentes, populismos manipuladores, fundamentalismos ideológicos y clericalismos retrógrados.
la lógica del chivo expiatorio, mediante el cual una comunidad es incitada a proyectar su violencia sobre una víctima inocente para construir una falsa asociación, la del "unidos por el odio".
Jesús desenmascaró los mecanismos de odio de su tiempo y ofreció la alternativa transformante de la compasión. Su vida y su cruz son un juicio sobre todo sistema que sacrifica inocentes y una invitación a optar por las víctimas. Seguirlo es bajar de la cruz a los crucificados, desenmascarar a los provocadores de miedo y sembrar gestos de justicia, hospitalidad y reconciliación.
Democracia y sinodalidad son procesos sociales que expresan en planos distintos, la lógica del Reino, inclusiva de los diferentes. La democracia reconoce la dignidad y la voz en diálogo de cada persona, afirmando que nadie puede imponer su voluntad por riqueza o poder. La sinodalidad es “caminar juntos” desde las periferias hacia la plenitud del Reino de Dios.
El inmigrante nos devuelve la espiritualidad cristiana del éxodo, de la permanente conversión hacia la tierra prometida del Reino de Dios.
La revolución silenciosa de la migración es la oportunidad para que el cristianismo retome su músculo en la Historia. Al acoger al migrante, al defender su dignidad y al caminar con él, la Iglesia se redescubre a sí misma como una comunidad de peregrinos en constante éxodo, construyendo, con cada gesto de hospitalidad, un mundo más justo y fraterno.
el Éxodo es también una liberación de los pecados estructurales. La fe es un "acto de amor liberador" y un compromiso con los procesos históricos de liberación de los oprimidos. El Éxodo bíblico es, ante todo, la liberación de un sistema faraónico de explotación (Éxodo 1,11).
En el rostro del migrante, se refleja la fragilidad de nuestra condición humana y la urgencia de la justicia. Su llegada a nuestras "fortalezas" es una irrupción de la realidad que desestabiliza nuestras burbujas de confort. Su presencia incómoda es un espejo que nos devuelve la imagen de un mundo fracturado por la injusticia.
León XIV recalcula la percepción social del migrante...en vez de carga, invasión o riesgo para la seguridad; el migrante es un “mensajero de esperanza” y una “verdadera bendición divina”.
Jesús se identifica con los más vulnerables en el Juicio Final de Mateo 25 (“Fui forastero y me acogieron”) y vivió la condición de inmigrante. San Pablo exhorta a la comunidad a practicar la hospitalidad (Romanos 12,13), que en griego (φιλοξενία, philoxenia) significa “amor al extraño”.
El pensamiento papal confronta los discursos de supuesta pureza étnica o cultural excluyente, e incluso desmonta los argumentos económicos, pues todos los últimos estudios coinciden en que la migración está impulsando decisivamente el crecimiento económico y aplazando el apocalipsis demográfico.
el rostro del Otro nos interpela, nos cuestiona y nos impone una responsabilidad ética anterior a cualquier ley o interés. El migrante, en su vulnerabilidad y su alteridad, es el Otro por excelencia... cuestiona la autorreferencialidad narcisista de nuestras sociedades y nos convoca a la fraternidad...es sacramento de encuentro, un signo visible de una gracia invisible que nos llama a crecer en amor.
Es urgente una nueva encíclica que reafirme la dignidad de los migrantes, retomando la intuición de "Sublimis Deus"... Hoy, como en el siglo XVI, la Iglesia enfrenta el reto de proclamar proféticamente su humanidad plena, frente a quienes los reducen a amenazas o a mera fuerza laboral desechable, negando su derecho a la fe y a la vida.
Existe un clericalismo nostálgico de una cristiandad imperial, que ignora el Vaticano II, el diálogo y la libertad religiosa. Aunque algún obispo clame por muros identitarios e islamófobos, el Concilio recuerda que el plan de Dios incluye a todos los pueblos y religiones, derribando prejuicios y abriéndose al encuentro y la hospitalidad.
El sistema global instrumentaliza a los migrantes: brazos necesarios pero personas rechazadas. La Doctrina Social de la Iglesia, junto a voces proféticas desde Montesinos a Casaldáliga, recuerda que el migrante conserva derechos inalienables más allá de cualquier frontera.
El Pueblo de Dios necesita un magisterio potente, sin ambigüedades, que denuncie colonialismos, fronteras militarizadas y complicidades clericales. La opción por los pobres es reconocer al migrante como “tierra sagrada”, sacramento vivo de Cristo peregrino... No basta con discursos; es necesario descalzarse ante el rostro del forastero y construir una eclesialidad samaritana, profética y despojada de privilegios, abrazando la humanidad doliente.