Testamento historiológico para los españoles en la "Historia de España", (edic. 1920) de Francisco Rodríguez Adrados . 1/2

El historiador cuyo relato se reduce a narrar loshechos del pasado historiográficamente no escientífico, sólo lo es el historiador que losnarra historiológicamente cual lo haceFrancisco Rodríguez Adrados.

historiológico, ca

1. adj. Perteneciente o relativo a la historiología.

historiología

De historia y -logía.

1. f. Teoría de la historia, y en especial la que estudia la estructura, 

leyes o condiciones de la realidad histórica.

.

Francisco Rodríguez Adrados muestra a los
españoles qué políticos son leales a la lógica
del continuo progreso constructivo de España y quiénes
no lo son buscando su destrucción.

8. Algo sobre mí mismo

Para que se comprenda mejor todo esto, no puedo dejar de decir algo sobre mí mismo. Lo primero, que he vivido siempre en el doble plano del estudio de los griegos y de la contemplación de la vida española y la vida del mundo. Nunca he entrado en la acción política, que me ha pasado muchas veces rozando muy cerca, la he contemplado por decirlo así desde la primera fila del patio de butacas. Siempre interesado y crítico a la vez, pero rechazando la tentación de intervenir que en tantas ocasiones me ha estado tan a mano.

Soy un testigo que contemplaba a los griegos y miraba el mundo en torno y establecía conexiones. Leía sobre unos y otros y publicaba sobre los griegos libros y artículos en las revistas científicas, y sobre nuestro mundo, artículos en los periódicos, algunos de los cuales cito en este libro.

Otros muchos no llegué a publicarlos, pero por casa están (salvo unos que me robaron del coche en Sevilla; ad quizá les hayan enseñado algo a los chorizos). Nada más.

Yo pertenezco a esa generación que no hizo la guerra nuestra, tampoco la europea. Una suerte. Pero es una generación *abandonada. Para los de Franco no éramos nada, y si no nos apuntábamos a ellos, como yo no hice, continuábamos siendo nada: más bien nos miraban con sospecha. Nos admitieron de mala gana en los escalafones del Estado, en todos los lugares estaban siempre los suyos por delante. Para los del exilio, éramos parte de la España franquista, algo puramente negativo. O algo ni existente. Aun así, trabajamos duramente para soldar la fractura de las dos Españas, para destruir en los hechos esa historia y ese mito, para que el país siguiera viviendo y prosperando. Después de todo, hemos sido el testigo, «el tercero que está». También hace falta. Y tuvimos que convivir malamente con toda clase de fanatismos y «verdades» que ocupaban por turno el poder. Ni siquiera podíamos aislarnos en la torre de marfil de la ciencia o la cultura; también aquí, en las universidades e institutos dedicados a la ciencia, se nos colaban los vientos de fuera, los de arriba y los de abajo, en forma de personas que supuestamente nos dirigían independientemente de cualquier otra consideración, hacían difícil nuestro trabajo.

Las heridas que todo esto causó no se han curado todavía. Pero no es verdad eso de que en aquel tiempo «había que estar» en tal o cual grupo o partido. Si uno no aspiraba al poder, podía vivir más o menos cómoda o incómodamente, pero podía al menos trabajar y pensar.

Yo viví en Salamanca en un ambiente liberal, mis padres procedían de la Escuela Superior del Magisterio, con eso está dicho todo. Sus amigos eran las más de las veces, dentro del Magisterio, socialistas, radical-socialistas o de la Liga de los Derechos del Hombre; ellos eran simplemente liberales, no estaban en ningún partido.

Nos tocó vivir la guerra desde Salamanca y eso comportó para mis padres, como para tantos, mucha angustia. Muchos de sus amigos sufrieron persecución o acabaron malamente, mi padre mismo estuvo en riesgo.

Tampoco nos gustaba lo que ocurría en el otro lado. Nos limitábamos a vivir y trabajar, como tantos españoles, esperando que aquello acabara, que acabaran tanto odio, tantas presiones, tantos eslóganes estúpidos. Nos había tocado convivir, antes, con la dictadura de Primo de Rivera, con Unamuno (que era amigo; recuerdo su visita a nuestro chalet en Candelario el verano de 1935), con los republicanos liberales y socialistas. Luego, con los franquistas de la guerra y después de la guerra, de varios pelajes y matices. Después, a mí, con los del Opus, con los estudiantes y profesores jóvenes progresistas y aun comunistas de los sesenta y setenta (muchos de ellos se «derechizaron» luego, pasaron de estar a mi izquierda a estar a mi derecha; es hasta divertido), y más tarde con los jóvenes de las nuevas generaciones. Y con los ex franquistas y ex comunistas y ex progres y exiliados. Con todos. Y sin estar en ningún grupo ni partido. Se aprende mucho, así, sobre la democracia y sus contrarios. Y sobre la naturaleza humana.

Pero vuelvo al principio. Por mi casa pasaban, entraban a charlar con mi padre mientras estábamos comiendo, los azañistas, los socialistas, los radical-socialistas, todos amigos. Algunos acabaron muy mal, prefiero no contarlo, mi padre mismo se libró por los pelos, ya lo he dicho. Vino toda aquella locura.

Pero ya de fecha anterior me acuerdo de la alegría de mi portera cuando llegó la República: ahora íbamos a vivir bien todos una vez suprimido el sueldo del Rey. Me acuerdo de la Revolución de Asturias y los «14 millones robados» que decían los carteles de la CEDA. La consideré un error. Y me acuerdo de las elecciones de 1936 y del ambiente horrible incluso en una pequeña ciudad de derechas: los chicos a cantazos con los curas, los obreros festejando el Primero de Mayo y cantando que iban a jugar al billar (¿quién les habría hablado de ese juego?) con la cabeza de Gil Robles.

Después vino la guerra y los crímenes en ambos bandos. Fusilaron a un primo mío en Paracuellos, y nosotros, en el otro lado, no estábamos muy seguros. Padecimos los mitos de la propaganda, que convertían en fascistas o en comunistas algo mucho más complejo: verdades a medias. Y la prepotencia de curas, falangistas, militares. Y en el otro lado, la de los partidos y las milicias de la izquierda.

Nunca quise entrar en la lucha política, me dediqué a los griegos. En ellos aprendí mucho de la política, y en la política aprendí de los griegos. Lo miraba todo con ojo crítico, objetivo (si esto es posible), un tanto melancólico. Creía, y sigo creyendo, que por debajo de esas superestructuras está la vida y el trabajo del pueblo. Me reafirmé en ello cuando, luego, empecé a visitar los países comunistas. Es más importante el pueblo que las superestructuras (en China alguien me dijo que es lo mismo que pensaba Mao).

Pero siempre estuve, como dije, a dos pasos del conflicto. Cuando tocaban las sirenas en Salamanca y bajábamos al refugio de Anaya, allí estaba el general Millán Astray en paños menores. En ese atuendo, quedaba un tanto desmitologizado. Quizá de ahí viniera mi manera distante de ver las cosas.

A Franco le oíamos en sus no muy elocuentes discursos cuando la toma de Santander y de Bilbao (no creo que queden muchos testigos). Pero cuando la aviación republicana, con no muy buena puntería, lanzaba sus bombas contra él, alguna caía en mi casa, que estaba a doscientos metros.

Y en Madrid, cuando en la Universitaria comenzó la revolución estudiantil, igual. Un día mi coche sufrió un abollón al pasar entre los estudiantes y los guardias: no logré averiguar si fue una piedra de los primeros o la herradura de un caballo de los segundos. Mis estudiantes hacían aquella minirrevolución y todos la mirábamos con simpatía, hacía falta una renovación; aunque siempre lamenté que la lucha contra Franco se hiciera en la universidad, sufrió mucho de ello, se infiltró una demagogia que no ha pasado todavía. No quise entrar en aquello, apoyé desde fuera lo que pude, pero no me incorporé a las manifestaciones, aunque me lo pidieron: siempre me han disgustado los movimientos de masas.

Ciertamente, firmé escritos, hice declaraciones, interpuse mis buenos oficios, hasta tuve a alguien refugiado en mi casa. Y cuando se reunieron por primera vez los catedráticos detenidos en la manifestación de febrero de 1965, fue en mi casa. Todos eran amigos. Agradecí mucho a uno de ellos, Montero Díaz, una carta en que me decía que iban a tratar de implicarme (así fue) y me pedía que no me metiera en aquello. Preferí mi carrera científica; también es respetable, como era respetable lo suyo.

Desde entonces, no quiero entrar en detalles, he seguido cultivando mi jardín, o sea, el griego. Se me ofrecían posibilidades y las rechacé, como las había rechazado antes. Pero quizá la inquietud política fue la que hizo que ya en el temprano 1966 publicara yo mi Ilustración y política en la Grecia clásica. Trabajaba, simplemente. Trataba de fundar una escuela de helenistas y de defender los estudios clásicos, que sufrían las sucesivas «reformas» impulsadas por los pedagogos de turno (de derechas e izquierdas, los mismos en el fondo: ajenos a la tradición de nuestra cultura). Y pensaba.

Ni siquiera he sido decano o secretario de Facultad, ni menos rector o vicerrector. No tantos universitarios pueden decir lo mismo. No dudo de que sean necesarios, igual que los políticos, pero otros han de quedar para otras cosas.

Después de mi libro, siguieron las cambiantes circunstancias de la política española, que culminaron en la muerte de Franco en 1975 y la instauración de la democracia. Todos la acogimos con alegría, podíamos finalmente respirar.

Pero la democracia tenía, cómo no, problemas. Yo, a partir de un momento no sólo pensaba, también escribía sobre este nuevo tema: los artículos en los periódicos a que he hecho referencia. Y leía historia y teoría política. Y viajaba con motivo de congresos, conferencias y viajes arqueológicos.

He recorrido Europa, incluida la del Este, y partes considerables de Asia, África y América, reflexionando siempre sobre el espectáculo político que se ofrecía a mis ojos. Algo he escrito sobre esto,3 mucho más ha quedado dentro de mí.

¿Y qué decir de aquel otro episodio, el del famoso 23 de febrero de 1981? Yo estaba en mi despacho de Duque de Medinaceli redactando con una colaboradora un artículo del Diccionario Griego-Español cuando entró la Guardia Civil y nos puso en la calle: los sublevados habían ocupado las casas vecinas a las Cortes. Tuvimos que atravesar a pie un Madrid desierto. Al menos no nos obligaron a agacharnos tras una silla. Y luego, cuando iba a coger mi coche en el garaje, me encontraba con los guardias con metralleta, que protegían a Fraga, vecino mío; y cuando llegaba al aparcamiento de la Carrera de San Jerónimo, otra vez lo mismo, aparcaban allí los diputados. Por eso digo que nunca he estado lejos de los puntos peligrosos. Pero, en fin, lo importante es que, por primera vez desde la época de Cánovas, se había asentado la democracia en España, en virtud de un acuerdo no disímil del de las épocas de Solón y Clístenes en Atenas. Por eso la figura de Don Juan Carlos es todo un símbolo.

Pero la democracia no es sin problemas. Los años que han venido después nos han dejado a muchos un sabor agridulce: no quiero entrar a fondo en ellos; aunque algo diré, esto requeriría más espacio y desplazaría el foco de este libro.

Ha habido mucho de frustrante en los últimos años socialistas, con varias demagogias (la educativa entre ellas, he remitido para este tema a otro libro) y corrupciones. Y en los problemas de los nacionalismos, por no hablar del de la ETA; y en la situación posterior, con un gobierno del PP con mínimo margen de maniobra y otro que dicen socialista.

Pero quizá sea más esencial, en perspectiva, lo ganado: el acuerdo democrático, que se mantiene y favorece el progreso del país, pese a todo. Es, al menos, el punto en que quiero centrar este libro. Quizá todo esto haga comprender por qué lo he escrito. Es el último momento, hasta ahora, de una larga reflexión.

Cuando vivía en la Complutense entre incidentes en cadena que luego se explotaban, trataba de verlos sub specie aeternitatis: poniéndolos en foco, mirando a los lados, hacia atrás y hacia delante. De comprender el cuadro en su conjunto. Es natural que los políticos procedan de otro modo, pero yo no soy político. El político está al servicio de la acción, a partir de ideas simples; el intelectual, al servicio de ideas complejas que no llevan a la acción. Puede ayudar, si acaso. Pero creo que el papel del testigo, del «tercero que está», es también importante, aunque una perspectiva intelectual como la mía sea cada vez menos considerada.

Siempre he sido individualista, siempre he desconfiado de los movimientos colectivos y sus «verdades», siempre he dejado pasar las oportunidades políticas que se me ofrecían. Soy independiente, y esto favorece un juicio equilibrado y justo.

Muy distinta es la intelectualidad politizada, que busca «transformar el mundo», como pedía Marx: aunque pierde poder cada día y esto sí que es una ganancia positiva. No es ella la que creó la democracia, sólo creó revoluciones que fueron, en definitiva, un obstáculo para la misma. ¡Y todavía sigue, después de todo lo pasado, dándonos lecciones de ética! 9.

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De Grecia a nosotros La historia de Grecia comenzó con alianzas de tribus gobernadas por sus reyes y que tenían sus asambleas de guerreros y sus organizaciones gentilicias de las que todo emanaba. Todo esto, que es indoeuropeo, está prácticamente vivo, todavía, en Homero; y de ello quedaron trazas importantes en Grecia durante mucho tiempo.

Luego vinieron las monarquías, claramente desarrolladas ya en época micénica, todavía existentes luego, íntegras o en restos, aquí y allá.

Y siguieron, desde Hesíodo y el mismo siglo VIII, los regímenes aristocráticos, en que había una estricta jerarquización de clases de sangre y económicas, que eran las mismas.

La lucha interna dentro de las aristocracias dio origen en algunos lugares de Grecia, en Atenas y Siracusa sobre todo, a las democracias, en que había una igualdad al menos de principio en el control del poder, y una igualdad mayor o menor en su ejercicio y en la economía, bien que a veces sobrevivían las aristocracias y que regímenes tiránicos intentaban, durante corto tiempo, cortar la irremisible evolución.

Esta marcha hacia la democracia la favorecían sin querer los tiranos, al elevar económicamente al pueblo y asimilarlo culturalmente al conjunto de la ciudad. Las democracias de ahí surgidas se ensayaron ya en el siglo VI, alcanzaron su esplendor en el V en Siracusa y Atenas sobre todo, y continuaron en el IV. Y a partir de aquí se volvió a los comienzos, con las monarquías helenísticas: fue como una serpiente que se muerde la cola.

Luego, en Roma, el proceso se repitió aproximadamente, mediante una evolución propia que no dejó de estar influenciada, a veces, por los precedentes griegos (democracia de Atenas, reinos helenísticos). Hubo en Roma el régimen tribal inicial que adivinamos, la monarquía y la república fundada por Bruto y que acabó por tomar el aspecto de un régimen oligárquico. Después vino el principado, un régimen monárquico con ciertos velos republicanos; y el imperio. Otra vez el círculo, la serpiente que se muerde la cola.

No se aleja demasiado el panorama que encontramos en nuestro Occidente, con las monarquías de los bárbaros, de los reyes cristianos y de la época del antiguo régimen y, luego –o, a veces, al lado–, las repúblicas italianas o hanseáticas y los regímenes liberales inspirados por el sistema parlamentario inglés y americano, nacido de revoluciones cortadas en una primera fase; y por las derivaciones de la Revolución francesa.

Menos mal que el cierre del anillo se nos ha evitado: aunque muchos lo han conocido con los fascismos y los regímenes socialistas del Este.

Aquí, como antes en Francia, una revolución incontrolada, ideologizada y sistemática, pasó a una segunda fase, la de la tiranía, que a su vez provocó reacciones y rechazos. Historia complicada que al final acabó, felizmente, en democracia. Pero sólo tras largos sufrimientos. Con todas las diferencias que haya entre estas tres series históricas, y hay muchas, parece como si hubiera una cierta realidad en el esquema del «ciclo de las constituciones» esbozado por Platón: la aristocracia o régimen perfecto (fundado en el conocimiento del Bien por los gobernantes, no en la sangre ni el dinero), la timarquía, la oligarquía, la democracia y la tiranía. No es muy diferente el pensamiento de Polibio.

En todo caso, los antiguos creyeron en la existencia de un catálogo de regímenes posibles, cada uno con sus ventajas e inconvenientes: Aristóteles es el mejor exponente de esta doctrina. Hubo unas veces intentos de romper la inevitabilidad de ese catálogo cerrado, que ofrecía en cada régimen ventajas, pero nunca ventajas absolutas, también inconvenientes: es el ensayo de una democracia estable. Otras veces se propugnaron regímenes ideales, como el de Platón y el de diversos utopistas: en definitiva, regímenes fundados en verdades absolutas, por fortuna nunca puestos en práctica en la Antigüedad (pero sí, desgraciadamente, en nuestro mundo). Otras veces aún, se buscó el ideal en un pasado ilusorio, así en la democracia de Solón soñada por Isócrates o en la felicidad sin límites de los pueblos primitivos, en las utopías. O se propugnó una constitución mixta que reuniera las ventajas de las otras (así por Polibio y Catón) o se intentaron soluciones pragmáticas, de tinte ya racional, ya económico (así por Tucídides y Aristóteles). Pero más frecuente fue, todavía, la desilusión. La de los que se unían al tirano para acabar con la anarquía o defender sus tierras o ascender en recursos económicos: y luego, desilusionados, se unían todos contra él y fundaban la democracia. La de los que se desengañaban de la democracia cuando terminaba en querellas infinitas y en la imposibilidad de conciliación. Y conspiraban contra ella o, los más, se desinteresaban simplemente y dejaban de asistir a la Asamblea y se refugiaban en filosofías apolíticas como el epicureísmo, el cinismo y el escepticismo; y, sobre todo, ya bajo el régimen de la democracia, ya bajo el de las monarquías helenísticas, vivían su vida lo mejor que podían, en una esfera privada alejada en todo lo posible de la pública.

¿Cómo no reconocer estos modelos griegos en tantos momentos de la Roma del imperio (y aun de la república, ya) y luego en la Florencia renacentista y en nuestro mundo, en nuestros mismos días? Los griegos fueron una especie de laboratorio del futuro. Porque se trata de un modelo griego (griego en cuanto humano, simplemente), por más que existan diferencias notables entre los tres ciclos históricos que he expuesto, el tercero escindido a su vez en diversos submodelos.

Efectivamente, antes de los griegos conocemos las monarquías de Mesopotamia y Egipto, paralelas a ellas están las de la India y China, por no hablar de otros lugares. Tienen momentos de esplendor y decadencia y a veces sucumbieron traumáticamente: unos pueblos sucedieron a otros en el poder, llevando consigo sus monarquías, cuando no el poder de sus tribus en fases históricas primitivas o marginales. Pero esa transición gradual del poder de uno al de los pocos, de los pocos al pueblo y del pueblo al monarca otra vez, es una innovación griega. Una innovación repetida luego varias veces con más o menos fidelidad.

La historia es diferente desde los griegos, he dicho alguna vez que desde ellos es helenocéntrica. Y hay que notar que la democracia es un fenómeno más que político: incluso los griegos que no fueron demócratas le procuraron el caldo de cultivo con el individualismo y la libertad de pensamiento. El invento de la democracia procede de esa base, la misma que creó la ciencia y la tragedia, esos otros grandes inventos de los griegos. Como el invento de la democracia moderna viene del humanismo, ese intento de resucitar a griegos y romanos. De la revolución griega renacida y expandida de tiempo en tiempo, vivimos: con su individualismo, su relativismo, su apertura a todas las aventuras del pensamiento, su crisis permanente, su tragedia. Ha ido doblegando las antiguas «verdades» absolutas, que se doblegan de mejor o peor grado a la democracia y a los regímenes teocráticos, a la Iglesia católica, a las «verdades» marxistas, comunistas y fascistas.

l mundo ha sido siempre un lugar peligroso y la democracia es un intento de disminuir la conflictividad hasta límites aceptables y de hacer menos dramático el cambio de poder: no otra cosa. Aunque sea a costa de negar el carácter absoluto de esas «verdades» y de exponerse, con ello, a su renacimiento y su violencia. Y a riesgo de generar, a partir de la idea igualitaria, nuevas «verdades» opresivas, nuevas tiranías; y de mantener un estado de crisis permanente que no siempre satisface y que entraña riesgos. Pese a todo ello, la experiencia nos dice que, desde los griegos, la democracia vuelve siempre a salir a flote. Los griegos justificaron el nacimiento del Estado en el hecho de que ningún hombre es autárquico, hace falta una asociación para ayudarse y multiplicar los recursos, defenderse. Así Platón y Aristóteles, ya antes Protágoras. El hombre es un animal político, ya se sabe. Pero, entonces, es un tanto paradójico todo esto: ¿por qué tanto problema? Por supuesto, los griegos (o muchos de entre los griegos) abominaban de la monarquía y la tiranía y celebraban su caída, celebraban también la caída de las oligarquías y escribieron elogios imborrables de la democracia; pueden leerse en Eurípides y en el discurso fúnebre de Pericles, en Tucídides, entre otros lugares. Ni faltaron los que celebraron la monarquía de los Ptolomeos, que trajo seguridad y riqueza, así Teócrito, o el principado de Augusto, así Virgilio y Horacio.

¿Por qué, entonces, esa continua necesidad de cambio, esa desilusión respecto a aquello que se esperaba, esos finales traumáticos, esas soluciones ideales e ilusorias o esa desilusión? ¿Es que lo humano es que cada triunfo sea incompleto y traiga dificultades?

Esquilo dice que la excelente salud encuentra como límite la enfermedad, vecina y situada al otro lado del muro. No es, por supuesto, el tema de este libro el abordar esta grave cuestión.

Sin duda tiene razón Platón cuando piensa (República 546 a-d) que sólo es un régimen perfecto el que es difícil que esté sometido a decadencia. Pero aun éste decae, dice. Todo lo nacido se corrompe: y puede suceder que los gobernantes, por ignorar el número geométrico que preside las generaciones, arreglen matrimonios que produzcan hijos menos perfectos que sus padres y creen problemas políticos.

Lo que nos interesa aquí, sin embargo, es estudiar el nuevo tipo de historia introducido en el mundo por los griegos: estudiarlo en Grecia, apuntar a hechos paralelos o divergentes en los mundos sucesivos.4

Los griegos somos nosotros, dijo Zubiri (yo a veces apostillo que no todos y que tampoco todos los griegos eran griegos). Ver sus nuevos desarrollos en el campo de lo humano: es un nuevo eón el que advino con ellos. Pero tanto o más que los hechos nos interesan las ideas de los hombres sobre ellos. Con los griegos o con los romanos entran conceptos hoy operantes, como los de Estado, libertad, individuo, ley, democracia. Y entra, también, una problemática compleja y a veces dolorosa: decadencias y creaciones, rupturas, desengaños, nuevos intentos de instituir un orden social y estatal que sea humano. Y reflexión sobre todo el proceso, sobre los múltiples procesos. Y sobre el hombre, del que nacen y para el que nacen. Este nuevo panorama, una vez descubierto, no se olvidó nunca; y eso que la democracia ateniense y la República romana terminaron en monarquías o en el imperio. Y que luego vino el cristianismo, en el que se impuso una concepción teocéntrica y no popular del poder. No importó. Los ecos del pensamiento y la política de Atenas y de Roma no se extinguieron nunca; los mismos cristianos, luego los humanistas, los retuvieron y aun los ampliaron: fructificaron en nuevas democracias (y nueva ciencia y literatura y arte) allí donde se dieron circunstancias favorables, semejantes a las que impulsaron el arranque de las democracias antiguas.

Éste es un tema que arrebata a todo el que estudie la historia humana queriendo comprenderla; simplemente, a todo el que eche una mirada en torno suyo; por supuesto, a todo el que se ocupe de los griegos y no aleje la vista, al propio tiempo, de las edades sucesivas y de nuestro mismo mundo.

Nuestro mismo mundo que hemos vivido, gozado y sufrido y que ha introducido una difusión sin precedentes de la democracia, una ampliación ingente de la misma y, también, de sus potencialidades y problemas. Que ha hecho combatir a la democracia, que cree en algunas cosas sólidas y en lo demás es relativista, con esencialismos varios desde la Revolución francesa. Ha tenido que luchar con la Iglesia y luego con los comunismos y fascismos, que arrastraban a tantos, lo que a mí siempre me dejaba perplejo. Recuerdo a aquellos estudiantes que llamaban «los chinos» que le decían a un decano que ellos buscaban la perfección del hombre. Y a gente joven de mi círculo, que esperaba demasiado de los idealismos. El mismo Tierno, hombre inteligente, decía que el socialismo era una verdad demostrada por la ciencia.

En fi n, son bellos el idealismo y la ingenuidad, pero son peligrosos. Es un poco misterioso cómo tanta gente inteligente y capaz pudo extraviarse de ese modo.

En fin, los detentadores de la verdad (la supuesta verdad) han tenido que entrar gradualmente, quieras que no y más o menos sinceramente, por el aro de la democracia. Pero es sano que se mantengan diferencias, que no se llegue a una uniformidad aplastante: éste es ahora el peligro, a escala mundial.

Tenían comunistas y fascistas enorme poder y, sin embargo, fueron vencidos al final por la idea democrática. Creo que la naturaleza humana, que los griegos descubrieron, estaba contra ellos. Es esta historia dramática, optimista en el análisis final, aunque llena de perplejidades e incógnitas, la que se estudia en la segunda parte de este libro, tras mostrar ya su faz en la primera. Explícita o implícitamente, siempre está presente en él la imagen de ésta, la dedicada a los griegos. Como también al revés.

Por supuesto, la objetividad no es fácil, es en realidad imposible. Como digo, la historia ha pasado siempre junto a mí rozándome, pero sin absorberme nunca en su vorágine. Aunque nadie pueda presumir de una virginidad absoluta ni de una imparcialidad absoluta.

Por supuesto, siempre he tratado de comprender y compartir, aunque no puedo negar un cierto escepticismo crítico.5 Sé que muchas cosas, muchas ideas, sobre todo de la parte segunda, serán criticadas. Pero yo cumplo con mi papel de testigo, directo o indirecto, de los hechos narrados y estudiados en la una y en la otra. Cada cual tiene el suyo.

Quizá sea, para el lector español, lo más discutible y problemático, siendo el libro todo discutible y problemático, lo que digo de España. No hago sino intentar ensartarlo en la idea general de la obra para hacerlo así comprensible.

No podía, honradamente, dejarlo fuera. Porque nuestra última historia, desde el final de los años veinte, es apasionante desde el punto de vista de la historia de la democracia. La veo como dos revoluciones en dos fases, seguidas de una contrarrevolución terminada en guerra y dictadura; y como una dictadura de la cual se llegó, pacíficamente, a una conciliación democrática. No hay muchos ejemplos parejos en el mundo. No podía faltar en este libro, aunque fuera en rasgos esquemáticos. Y menos siendo yo testigo de todo esto. Por más que sea, sin duda, la parte más discutible del libro, la que provocará más discrepancias.

Doy con más detalle este testimonio mío al final del libro, en la parte III. Pero también los que, como yo, hemos vivido observando apasionadamente la lucha política en torno nuestro, pero sin implicarnos en la acción, sí muchas veces en las ideas, tenemos derecho a exponer nuestro punto de vista, quizá más objetivo que el de los protagonistas de esa lucha y el de los nostálgicos de la misma. Y a exponerlo dentro de un panorama amplio, que rebasa en el tiempo y el espacio esos hechos concretos. Fuera de todo contexto empobrecedor y partidista.

Cierto que es difícil convencer a los que ya tienen una historia. Pero quizá sí se pueda hacerlo con los que son jóvenes y todavía no la tienen. En todo caso, a todos me dirijo. Intento ampliar el panorama de todos, quizá sea ésta la vía mejor para llegar a un entendimiento.

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