La nueva familia XXIII Domingo del T.O - C

Ni la carne ni la sangre

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

 Evangelio

“Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26).

Comentario

Las palabras del Evangelio parecen inhumanas, al exigir un desprendimiento tan radical de lo que es un deber de piedad. Aún recordamos las que Jesús dijo refiriéndose a la ruptura familiar, cuando afirmó que había venido a traer división.

Hoy en muchos lugares se celebra la Natividad de Nuestra Señora, y la Providencia de la Palabra hace referencia, de nuevo, a las relaciones familiares, al proponerse el seguimiento de Jesús como prioritario entre todas ellas.

El prólogo del Cuarto Evangelio expresa a modo de apotegma: “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. Jesús ha venido a establecer unas nuevas relaciones. Y siempre que percibimos, en el primer impacto, una exigencia, debiéramos interpretar un mayor don.

Dice el Señor en cierta ocasión: “Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna (Mc 10, 29-30).

San Benito señala en su Regla: “No anteponer nada al amor de Cristo”. Jesucristo no se presenta como competencia de nuestras relaciones, sino como revelación del amor más grande. Nada ni nadie más puede  saciar la sed de amor que tiene nuestro corazón. San Agustín lo confiesa después de haber probado lo que dan de sí las relaciones afectivas humanas: “Inquieto está mi corazón hasta que descanse en Dios”.

El mismo Jesús es quien nos regala la posibilidad de llamar a Dios “Padre”, y nos entrega a María, su madre, como madre nuestra. No nos deja  huérfanos, ni nos exige vivir en una soledad insoportable.

Quien descubre las relaciones del Evangelio, se sabe amado de Dios, amigo de Jesús, hijo de María, y hermano de todos sus semejantes.

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