La celebración de la eucaristía ha retrocedido al excesivo ritualismo antiguo ¿ES CENA O ESCENA?

Todos podemos presidir la celebración de la eucaristía

Me ha llamado la atención el titular de la reflexión homilética de Tomás Muro (RD. 07-02-2022): “Ser cristiano se parece más a ser pobre que a celebrar ritos”. Si bien suscribo todo el artículo, me quedo para mi reflexión con este párrafo de su comentario: “Nosotros hemos centrado todo el cristianismo en la práctica religiosa casi estrictamente sacramental. Eso puede que tenga algún interés, pero no es ni lo único, ni lo más importante, porque ser cristiano se parece más a ser pobre que a ir a misa, se parece más a ser servicial que sacral, a trabajar por los demás que a refugiarse en un castillo de espiritualidad del Templo.”

Desde que el concilio Vaticano II perdió durante los últimos pontificados su reconocimiento en lo relativo a la reforma de la liturgia, la celebración de la eucaristía ha retrocedido al excesivo ritualismo antiguo, ataviado con ropajes, expresiones y ademanes,  que más bien se asemeja a una representación teatral que a un religioso recuerdo de la Cena del Señor. De expresar “servicio” ha pasado a “ser vicio”. De “cena”, a “escena”. El cura “dice” la misa, los fieles feligreses vamos a “oír” misa. Con el papa Francisco la Iglesia,  embarcada en el “camino sinodal”, se está adentrando en una etapa de revisiones y renovaciones que logren actualizar la oxidada estructura eclesiástica. ¿Habrá llegado el tiempo de renovar también la momificada celebración de la eucaristía, donde el sacerdote actúa y los fieles asisten como meros espectadores de una representación teatral, amén de los “amenes” rituales? Francisco ha afirmado: "El Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la Revelación y dándole un nuevo rostro". ¿Veremos el nuevo rostro de la evangélica “Cena del Señor” en las celebraciones?

El primer aspecto obligado a revisar sería quién debe presidir la celebración. (¡Qué pregunta más ignorante!, dirá alguno). Sí, ya sé que la respuesta oficial es: el “sacerdote”. Sin embargo, la pregunta tiene más de sutil que de ignorante. Resulta que, según doctrina, “todos los bautizados, por el bautismo, participamos de la misión sacerdotal de Cristo”. Los sagaces entendidos añadirán que se habla de la persona “consagrada sacerdote” (ordenada in sacris). Pero aquí chocamos de nuevo con la doctrina: “vosotros sois una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación `consagrada`… (1 Ped. 2,9) O sea, que todos somos sacerdotes consagrados. Luego todos podemos presidir la celebración de la eucaristía. La Iglesia no es sólo la jerarquía, sino todo el Pueblo de Dios.

El sujeto de la celebración es la comunidad. Al principio, la presidencia variaba de una comunidad a otra. “Compartían el pan en sus casas, comiendo con alegría y sencillez” (Hch. 2,46) Y quien presidía la reunión era un anciano (presbítero) o el anfitrión,  hombre o mujer. Es de destacar que en aquellos tiempos no existían los sacerdotes “cristianos”. Todos los ministros  y ministras (diaconisas) de los deferentes servicios de la comunidad eran laicos y habitualmente casados.

Pienso que debemos reivindicar una comunidad de celebrantes en la que desaparezcan las diferencias entre hombres y mujeres y se dé la participación de toda la asamblea, con o sin ordenado in sacris, como se hace ya  en pequeñas comunidades.

Otro aspecto a revisar es el ritual. En la Iglesia primitiva no existía un protocolo preestablecido. Hubo varias modalidades de celebración. Quienes defienden la estructura encorsetada del ritual aducen que actualmente se cometen abusos y arbitrariedades (como si el exceso de ritos no constituyera abuso). La inobservancia de la Cena del Señor, según Pablo, no está en la alteración de ritos, pues cada comunidad tenía sus propias tradiciones, sino en  el no compartir los alimentos con los hermanos más necesitados, es decir, negarse a compartir el pan, signo de la Cena del Señor. El ritualismo encarna una forma sutil de idolatría, ya que consiste en dar exagerada importancia a las formas, a los gestos, anulando así el verdadero significado de los signos. No confundamos liturgia con ritualismo.

En su última cena, Jesús realizó unos gestos, repetidos tantas veces en otras comidas, según los relatos, y pronunció unas palabras. Lo importante es el sentido que él quiso dar a esos gestos y palabras. Como sacramento, la eucaristía consiste en la conexión de un “signo” con la “realidad significada”. En la celebración eucarística, repetimos el signo (gestos y palabras) para descubrir la realidad significada y provocar una experiencia. No se trata de ceremonias,  ritos y gestos  como solemne protocolo rígido e inalterable, sino de la expresión de las vivencias de la comunidad a través de esas actitudes.

Un tercer aspecto revisable es la controvertida ornamentación, la indumentaria y los consecuentes aderezos. A lo largo de la historia los jerarcas han ambicionado buscar diferenciarse del pueblo a través del atuendo. Las vestiduras eclesiales aparecieron en la época de los emperadores, los funcionarios de la Iglesia acomodaron sus vestimentas al estilo de los nobles: ostentosos anillos y pectorales de piedras y metales preciosos, elegantes fajines, hasta llegar al ridículo de algún cardenal arrastrando magna capa... (“Una buena capa todo lo tapa”). La ostentación ha sido y sigue siendo reflejo evidente de privilegio y poder.

El vestido no es sagrado, aunque sí se ha sacralizado. Recordemos el Éxodo: “Harás vestiduras sagradas para tu hermano Aarón, que le den gloria y esplendor” (Ex. 28,2). Se trata de prendas específicas, propias de los jerarcas religiosos, que crean una barrera entre los sacerdotes y el resto del pueblo. Así nació la “casta sacerdotal”. Y aquí radica el afán de exhibición de tal indumentaria: bicornios mitrales, lujosos báculos, vistosas cruces pectorales, casullas multicolores. Ostentación y segregación, separación entre clero y fieles.

¿Qué aportan al recuerdo de la Cena del Señor los “ornamentos”? Lo define la propia palabra: adorno, suntuosidad, ornato. Jesús se pronunció contra el vestido como ostentación sacral: “¡No hagáis como ellos hacen!... pues agrandan sus distintivos religiosos (filacterias) y alargan los adornos (flecos) de sus mantos” (Mt.23,5). “Vosotros no os preocupéis del vestido... Mirad los lirios del campo...” (Mt. 6,25-32). Jesús y sus discípulos vistieron, sin duda, como los hombres y mujeres de su tiempo, sin distinguirse de ellos por la ropa.

Nos encontramos en un momento histórico del pontificado de Francisco. El “camino sinodal” que intenta recorrer la Iglesia sólo se producirá si experimentamos la "conversión sinodal" hacia la renovación, con mayor participación y comunión, sin exclusión ni límites,  de todos los miembros del “Cuerpo de Cristo”, consiguiendo juntos nuevas estructuras eclesiales. Hace cincuenta años (1971) en el contexto de un sínodo de la Iglesia alemana, el gran teólogo Karl Rahner pedía: “Mientras no se dé un verdadero “cambio estructural de la Iglesia”, se tratará de parches que no van a cambiar realmente nada.”

“En el Evangelio lo importante es vestir al desnudo, no vestirse de importante”.

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