"Propongo una `iconoclasia pesébrica´, al menos temporaria y sólo imaginaria" Michael Moore: "Urge pasteurizar la Navidad para decodificar lo perennemente actual que tiene su mensaje"

Que estas fiestas navideñas nos ayuden a  repensar la carne del Dios en quien creemos
Que estas fiestas navideñas nos ayuden a repensar la carne del Dios en quien creemos

"También a lo largo de este 2021 el COVID 19 -y otros “virus” no menos letales- han sembrado muerte a lo largo y a lo ancho del planeta tierra"

"¿Qué le dice a mi presente, el nacimiento de ese judío hace más de veinte siglos?"

"Su natividad, más allá de ángeles, estrellas, magos, pastores y animalitos, es un hecho históricamente aceptable"

"El no saber el día ni el lugar exacto en que vino al mundo ese Hombre, ya sugiere a mi fe todo un modo de revelarse la divinidad; más en concreto, cómo lo divino destella en lo humano: discreta y anónimamente"

Hace exactamente un año, en este mismo blog, compartía unas reflexiones que invitaban a intentar re-nacer desde las cenizas que estaba dejando la pandemia (https://www.religiondigital.org/creer_pensando-_el_blog_de_michael_moore/Michael-Moore-Navidad-fragilidad-pandemia_7_2298140169.html). Hoy, creo, podría re-publicarlas con idéntico contenido y tono. Porque también a lo largo de este 2021 el COVID 19 -y otros “virus” no menos letales- han sembrado muerte a lo largo y a lo ancho del planeta tierra. Cambian las variantes (del virus) pero no las variables: siguen más vulnerables los que me menos pueden defenderse antes y después de la amenaza.

Pero es Navidad. Y soy creyente y, además, pensante. Por ambas razones -distinguibles aunque no separables- se me enrostra, nuevamente, la pregunta ¿qué voy a celebrar? Gran parte del mundo occidental, llegados estos días, se prepara para “festejar la Navidad”. No sé cuántos reflexionan lo que eso significa, en concreto, en sus vidas (y en sus muertes). Personalmente, creo que es una pregunta-todos-los-años-urgente… al menos, si creemos que la fe tiene algo que ver con la vida y no que es, ni en primer ni en último lugar, la adhesión a un cúmulo de verdades más o menos digeribles. ¿Qué le dice, pues, a mi presente, el nacimiento de ese judío hace más de veinte siglos?

En el texto referido del año anterior, me hacía eco de las (recurrentes) palabras divinas: “alégrense” / “no tengan miedo”, que suenan como estribillo del himno de esperanza que supone, tradicionalmente, la Navidad. Sigo creyendo verdadero y bueno ese mensaje. Pero el hecho es que a mí, como quizá también a muchos de ustedes, este año me fue atacada esa entraña de esperanza que, como reservorio indispensable, todos tenemos para caminar nuestros propios caminos, seamos creyentes, buscadores o inquisidores de la vida. Desesperanzas y desilusiones que nacieron, en primer lugar, desde el espejo de mi propia vida con sus contradicciones y, luego, de otras tantas infligidas por personas e instituciones a las cuales pertenezco. Entonces, ante esa herida cansada, me re-pregunto ¿qué significa para mí, hic et nunc, esta Navidad?

Desde hace tiempo, en mi propio itinerario, queda fuera de discusión el necesario proceso de des-armar el pesebre para poder descubrir el hondo y subversivo significado de esta fiesta. Des-armarlo para quitarle el polvo de la rutina que hace que tantos símbolos, mitos y ritos ya no signifiquen nada. Des-armarlo para, luego, entonces, re-armarlo. Porque el imperativo de des-mitologización de los evangelios (de un modo particular los relatos del nacimiento) y de nuestros imaginarios no debe cesar. Creo que urge pasteurizar la Navidad para decodificar lo perennemente actual que tiene su mensaje. Si nos animamos, como primer resultado obtendremos un dato históricamente fehaciente (¿el único de esas narraciones?), que puede ser aceptado por creyentes, ateos y agnósticos: el hecho que hace algo más de dos mil años -en fecha y lugar imposible de determinar con precisión- una mujer llamada María parió con dolor y gozo un niño al que, con su padre José, llamaron Jesús… conocido luego como “el de Nazaret”… y confesado mucho más tarde, por algunos, como el mesías esperado. Para ser más exactos: quienes se dedican a la crítica histórica, afirman que el dato que se puede corroborar con mayor precisión científica es que un profeta llamado Jesús, oriundo de Galilea, fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato. Y claro que, para poder haber muerto -asesinado-, antes tuve que haber nacido. Su natividad, más allá de ángeles, estrellas, magos, pastores y animalitos, es un hecho históricamente aceptable.

Dicho lo cual, propongo una “iconoclasia pesébrica”, al menos temporaria y sólo imaginaria, para poder hurgar, re-pensar y re-sentir que significa -en la profunda acepción del término- esa celebración. ¿A qué apunta, pues, la Navidad?

Ni el exacto 24 a medianoche, ni Belén ni sucesos extraordinarios interpelan en algo hoy a mi fe. Creo –y puedo también “saberlo”- que en las ignotas tierras palestinas nació, vivió y murió (y resucitó) un Hombre que hoy da sentido a mi vida. Y el no saber el día ni el lugar exacto -con el perdón de mis hermanos franciscanos custodios de la Basílica de la Natividad- en que vino al mundo ese Hombre, ya sugiere a mi fe todo un modo de revelarse la divinidad; más en concreto, cómo lo divino destella en lo humano: discreta y anónimamente. Destella, paradójicamente, pero sin brillo. Así es el Dios en quien yo voy creyendo.

Respeto tanto cuanto lamento las homilías edulcorantes, los gestos litúrgicos navideños y muchos de los villancicos tradicionales (también la religiosidad popular tiene que ser purificada ¡no sólo la dogmática!) que nos distraen del centro de la cuestión y -creo- que no ayudan a respondernos a la pregunta central que guía estas líneas: ¿qué estamos celebrando? Sospecho que puede resultar un tanto arrogante cualquier afirmación generalizadora de lo que ayuda y lo que no ayuda: me limito, mejor, a señalar que a mí, en este momento de mi vida e historia como buscador (sé también que no estoy solo en mi inquietud) ni siquiera la más clásica respuesta “celebramos que Dios se hizo hombre” calma mi fe pensante. No se trata de aceptar o no esa “verdad dogmática”. Se trata de decodificarla existencialmente hacia mi itinerario creyente: ¿en qué lo ilumina e interpela? Y, a esta altura, me produce escalofríos teologales la respuesta-coartada: “es un misterio”. Esa frase pseudo-teológica resuena hoy a los oídos de mi inteligencia como la excusa nacida de la pereza intelectual de muchos predicadores eclesiásticos. Tan nociva para una fe adulta es una espiritualidad sin teología como una teología sin espiritualidad; carne sin huesos y huesos sin carne, usando metáforas balthasarianas. Tan irrelevante e insostenible es una fe no razonable -que no racional- como una racionalidad absolutista y cerrada en sí misma.

Y entonces ¿qué?

Me limito a compartir una sólo idea, tan única como central, que se re-propone a mi fe en esta (y toda) Navidad. Junto a la certeza, como decíamos, que nació -ni hace poco ni hace tanto, considerando la historia de nuestro planeta- un niño a quien llamaron Jesús, habremos de añadir, concretando: que luego fue un hombre que vivió y murió merodeando los costados de la historia. Que se jugó la vida por mostrar un Dios cuya esencia es el abrazo y la compañía silenciosa. Que ese Dios no habita en las alturas sino en las honduras y las heridas. Que no hace ningún tipo de acepción de personas. Que nos enseñó que sólo podemos llamarnos hijos si nos descubrimos hermanos. Que su coherencia de vida lo llevó a la muerte pero también que la muerte no pudo vencerlo definitivamente. Y que, desde entonces, millones de hombres y mujeres nos hemos visto seducidos por su persona, su estilo y su propuesta de sentido… Por todo esto -y más, claro está- al menos hoy y para mí, decir que celebrar la Navidad es recordar y festejar “el cumpleaños del Niño-Dios”, me resulta una frase banal. Conmemorar la Navidad, me remite, en cambio, a toda una historia que, lógicamente, tuvo un inicio -en sitio y en un momento no precisable con exactitud- y que marcó un modo y un camino de revelación divina que nunca cambió de dirección. Porque después de des-armar el pesebre y desempolvarlo de la tierna ingenuidad con que neutralizamos su mensaje, al re-armarlo concienzudamente, Belén, la gruta, los pastores, los magos, las puertas cerradas y los poderes homicidas vuelven a hablarnos, significan algo, señalan la dirección, el cómo y el para qué lo Divino tocó lo Humano de un modo único en la historia de ese judío marginal que nació y murió en las afueras de la ciudad, de la historia y de la institución oficial.

Maria la del barrio

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