Ha llegado el día de dejar que Dios escape de su encierro

No es tiempo de reforzar la Curia, ni de colocarse a la defensiva, ni de aplicar "medidas correctoras" para apuntalar la institución. Es hora de dejar que el Espíritu penetre en el corazón de los electores, e inunde la Capilla Sixtina y, por extensión, toda la Iglesia, de aire fresco, de esa primavera que anunció Juan XXIII y que, parafraseando a Mario Benedetti ha de llegar, aunque sea con una esquina rota.
Pues habrá esquinas rotas en cualquier lugar del mundo donde perviva la desesperanza, la injusticia, el desamor y el odio que lleva a la muerte. Y toca arreglar esas esquinas,, porque el edificio se cae sin ellas, porque son ellas, aun desvencijadas, aun orinadas por perros, aun desconchadas, las que lo sostienen.
Ojalá el Espíritu inhale a los cardenales el soplo necesario para entender que la verdadera elección no se limita a los muros de la Sixtina, ni a la inconmensurable basílica de San Pedro. Hay una Iglesia, un Evangelio que espera tras los muros vaticanos. Ha llegado el día de dejar que Dios se escape de su encierro.
Hay un Jesucristo, un Papa, un monje, una religiosa, un mártir, un beato, un padre de la Iglesia en cada niño que muere de sed en África, en cada mujer maltratada, en cada enfermo de SIDA, en todos y cada uno de los amores rotos y quebrados de la Tierra.
Todo esto, y aún más, se decide a partir de mañana. No es importante quién sea el hombre, que también, sino si es capaz de recoger con sus manos el Evangelio caído por la ignominia de quienes nos decimos intérpretes de la Palabra de Dios y la hacemos carne, y nos hacemos carne, y piel, y lágrimas, con todas y cada una de las manos rotas, de los hermanos desesperados, de aquellos que ya no pueden más.
El Papa es el último símbolo de una civilización en decadencia. Por nuestra propia dejadez, por nuestra propia interpretación de los planes de Dios para nuestra vida, y para la de los que no tienen voz. Un mundo globalizado que ha olvidado que el prójimo, el que está a nuestro lado (aquí mismo, o a miles de kilómetros), es el auténtico (me atrevería a decir que el único) reflejo del amor de Dios. La Iglesia, el conjunto de hombres y mujeres que aspiramos a hacer realidad el mensaje de Cristo en nuestras vidas y en el mundo en el que vivimos, tiene la responsabilidad de construir ese Reino, aquí y ahora.
Sólo valdrá la pena la elección del Papa si éste se compromete, desde el mismo momento en que salga al balcón central de la basílica de San Pedro, ante la multitud congregada en la plaza, y en torno a la radio, la televisión o la web, a trabajar sin descanso por hacer realidad las Bienaventuranzas de Cristo. Y a hacerlo de la mano de todos y cada uno de los hombres y mujeres de buena voluntad, pues el anuncio de la Salvación vino a los sencillos.
Sólo valdrá la pena la elección papal si el elegido, de la mano de los cardenales, pero también de todos y cada uno de los miembros de la gran familia humana, nos ponemos a trabajar en clave de servicio, poniendo siempre la mirada en el otro. Si no es así, veremos un magnífico espectáculo de pirotecnia. Uno más.
Porque el Papa no es infalible, ni eterno, ni inmortal, ni todopoderoso. Porque es sólo un hombre con un terrible peso a sus espaldas que no puede llevar sólo. Lo ha demostrado el anciano que hoy contempla los días que le restan por vivir desde un balcón de Castel Gandolfo.
El propio Jesucristo se encargó de rodearse de los suyos, que no eran los mejores, que eran los que tenían que ser, hombres y mujeres de su tiempo, judíos y gentiles, pecadores y santos, con dudas, miedos y esperanzas. La Iglesia que Cristo nos dejó, el mundo que Dios nos dio, sólo tiene sentido si empezamos a construirlo entre todos. El Papa contigo, conmigo, con él y ella.
"Quien quiera ser el primero entre vosotros, que sea el servidor", dijo Jesús, y no se quedó en palabras. No se quedó en el humo blanco de una chimenea, en un Anuntio Vobis Gratia Inmensa, en un Habemus Papam. "Allá donde dos o más os reunáis en mi nombre (en el del Amor -curiosa palabra-, en el de la Vida, en el de la Esperanza, en el de la Fe), allí estaré Yo", dijo Jesús, el Cristo, el que murió en la cruz. El que se dejó la vida, el que apostó todo en una cruel partida de cartas en Jerusalén.
"Mirad cómo se aman". Que lo veamos, de nuevo, desde el balcón del mundo que desde este martes será San Pedro del Vaticano. Desde cada uno de esos pequeños hogares que se esconden en nuestro corazón. Desde los amores que nacen y se hacen cada día. Mirad cómo nos amamos. Y cómo el amor sirve para cambiar el mundo. Más allá del hombre -porque hoy por hoy sólo puede ser un hombre, uno de esos 115 que se encierran en la Capilla Sixtina- que salga por el balcón central de San Pedro. Y que podamos ver en sus ojos, y en los que al lado -en Roma, en Parla, en Guatemala, en Bangassou, en Indonesia, en Venezuela, en China...- nos acompañan, el rostro de Aquel que un día se hizo Hombre para que los hombres recordáramos que habíamos sido hechos a semejanza de Dios.
Y sin ánimo de resultar demasiado petulante, con temor y temblor, me atrevo a decir Amén.