La noche de San Juan 24.6 y 24.12. La noche de San Juan. Para tener ojos de Dios, Jesús aprendió a mirar como Juan

Mirar con ojos de Dios

Archivo:El Juicio Final, Catedral Vieja de Salamanca.jpg ...

Sólo seis meses separan el nacimiento de Juan (24.06: solsticio de verano en el hemisferio norte) y el de Jesús (24.12: solsticio de invierno). Seis meses, toda la historia.

  La noche de San Juan marca el centro del año, el día más largo,exaltación del sol y el fuego. La noche de Jesús marca el fin del año, el día más corto,pero empezando a crecer…  Éstas son, con el Nacimiento de María en el otoño (8.09), las únicas fiestas de nacimiento de la Iglesia.

Los dos nacimientos centrales, de Juan y Jesús, dividen y enmarcan el año del sol (los dos solsticios), los dos fuegos. Entre uno y otro seis meses que van del Antiguo al Nuevo Testamento, del verano antiguo s la promesa del nuevo nacimiento.

Hogueras de San Juan en el Bierzo 2019 - PonferradaHoy

       Desde ese fondo,  quiero evocar  esta noche el cambio de mirada de la historia, de Juan a Jesús, para empezar de nuevo con la vida que busca y crece,  deseando vida en este tiempo incierto de esperanza (2020). Jesús vino donde Juan, al río de la vida, a la corriente de los “excluidos”, los condenados a muerte, para aprender a mirar, con los ojos de ira creadora del profeta Juan,  en tiempos de gran “virus” de muerte, bajo la amenaza de la destrucción completa (hacha y fuego de virus, terremoto cósmico).

Jesús fue buscando la terapia de Juan

Había visto casi todos los problemas y dolores de los hombres como artesano pobre entre los pobres, pero no tenía una respuesta. Por eso, siendo ya maduro, a una edad en que muchos de su entorno habían cumplida las tareas básicas de la vida (se moría a los 40 años), vino donde Juan para aprender a mirar, haciéndose discípulo suyo y recibiendo su bautismo.

Ese Juan estaba ofreciendo una terapia de choque y esperanza dira, aguardando el juicio de Dios, el paso por el río, la entrada en la tierra. Pues bien, durante un tiempo,

Jesús aceptó la terapia de la ira del Bautista, la hizo suya, confesando así que este mundo no tiene sentido ni salida, en su forma actual. Fue, según eso, un violento de Dios, es decir, un partidario de su ira destructora, pues sólo destruyendo la maldad del mundo actual (con el hacha, con el fuego, con el terremoto) podrá llegar después la libertad para los pobres y los arrepentidos. No fue violento de acción (no preparó ninguna guerra), pero fue violento de pensamiento y deseo: quiso que llegara Dios con el hacha de la gran tala final y por eso vino a bautizarse con Juan, a otro lado del río.

La imagen puede contener: una persona, exterior e interior

Pero Dios le estaba esperando al otro lado del río, como dice expresamente Mc 1, 10‒11…

Sólo tras haber pasado por Juan aprendió Jesús a mirar con los ojos de Dios, viendo el cielo abierto, como dice expresamente el evangelio, y escuchando la voz de Dios que le decía: Tú eres mi Hijo, todos sois mis hijos… Ésta es la historia que va de Juan a Jesús. La historia que voy a contar en lo que sigue. Para aprender a mirar con ojos de Dios, Jesús tuvo que haber empezado mirando con los ojos del Bautista. Buen día de San Juan a todos. Siga quien quiera entrar en el tema.

 (Imágenes: (1) Catedral de Salamanca: Juicio de Jesús, con Juan y María a sus lados. Un juicio que se parece más al de Juan (hacha, fuego...) que al de Jesús... (2-5) Iconos clásicos: Jesús entre Juan y María, sus dos maestros,como jóvenes saltando el fuego de la noche de San Juan. (Siguientes). Juan y Jesús, diversas imágenes de Juan.

Atención! Bando con motivo de las Hogueras de San Juan. | zuIN

  1. Jesús vino donde Juan para mirar. Los ojos del Juan Bautista.

             Jesús era un trabajador eventual, en tiempos de crisis y destrucción de los tejidos sociales de su tierra, en Galilea, y eso le permitió entender a Juan Bautista, que anunciaba la destrucción de este orden político-social injusto, junto al río de la gran frontera, en el Jordán. Pudo pensar y pensó con Juan Bautista que esta situación no tenía ya remedio humano, de manera que sólo Dios podía responder, con su voz de juicio, en la línea de los profetas nuevos que estaban surgiendo en aquel tiempo y un poco después, como cuenta en sus libros Flavio Josefo. Por eso fue a encontrar a Juan Bautista, junto al río.

      No fue un encuentro casual, como el de Moisés con la Zarza, en la Montaña de Dios (Éxodo 3, 14), mientras guiaba a su rebaño, sino un encuentro buscado y bien medido. No fue un encuentro escolar, de tipo intelectual, para hacer una prueba, como el de Flavio Josefo adolescente cuando pasó por las diversas escuelas saduceas, fariseas, esenias y bautistas de su tiempo, en una especie de turismo seudo-religioso (Aut II, 10-12). No fue “a ver” lo que daban, sino a compartir el camino del Bautista, porque había visto y sabía lo que había en la sociedad del entorno, una sociedad que estaba muriendo.

      Fue siendo ya maduro, después de haber aprendido en la escuela del trabajo, entre los pobres, con la mayoría de oprimidos de su tiempo. Fue porque sabía que humanamente hablando no había ya remedio. La gran pandemia del pecado y de la muerte lo estaba destruyendo todo.

      Fue porque había visto el mal creciente de la sociedad (hambre, enfermedad, dolor, locura, opresión religiosa) y no había encontrado respuesta en las antiguas palabras de la Biblia. Seguir trabajando como había hecho durante más de quince años no resolvía nada; todo continuaría como estaba; por eso dejó el trabajo, no por considerarlo algo inferior (¡de ninguna forma!), sino porque pensó que sólo con aquel tipo de trabajo de artesano no se arreglarían las cosas.

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      No preparó una rebelión de artesanos marginados (como había intentado Espartaco, hace algún tiempo, con esclavos). Pero tenía algo especial y no se casó, ni se instaló en un tipo de vida regulada, porque el seguir realizando el mismo tiempo de vida de los oprimidos (expulsados, locos, hambrientos…), no resolvía nada, sino que perpetuaba los dolores. Trazó un camino diferente y empezó a recorrerlo con Juan Bautista, a quien buscó para ver y escuchar como él y con él los problemas de los hombres.

Por eso, un día, hacia el 28 d.C., siendo ya maduro, con más de treinta años (cf. Lc 2, 23; si nació en torno al 6 a.C. tendría ya unos treinta y cuatro), a la edad en que muchos hombres y mujeres de su tiempo empezaban a pensar que su vida estaba culminando, dejó el trabajo de artesano, para buscar a Juan Bautista y reinterpretar con él lo que había visto (enfermos, hambrientos, locos, pobres).

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      No sabemos si tuvo que abandonar a la familia (no es probable que siguiera viviendo con su madre a los treinta y cuatro años). Tampoco conocemos sus sentimientos interiores. Pero sabemos que un día, suponiendo que su mundo no tenía solución (no podía mantenerse más la rueda de las opresiones), dejó lo que hacía (no lo que tenía, pues quizá no tenía nada) y fue donde Juan Bautista, profeta del juicio de Dios y de la penitencia, junto al río.

No fue de “turismo religioso” para hacer una prueba (como dice en su biografía Flavio Josefo, el otro judío más conocido de aquel tiempo), ni para prepararse por un tiempo, para luego pasar a lo suyo, sino para quedarse con Juan para siempre, hasta el juicio. No vino para dar a los demás un ejemplo de humildad, sino porque estaba convencido de que el proyecto de Juan expresaba la voluntad de Dios para su vida.

Vino porque, en un momento dado, en la madurez de su vida laboral y religiosa, pensó que este mundo viejo debía terminar (a través de un gran juicio de Dios, simbolizado en el fuego, el huracán, el hacha cortadora), para que surgiera luego una vida diferente, tras el juicio. Vino porque pensaba que el Reino de Dios no se puede construir en este mundo, con unos pequeños cambios laborales, sociales y religiosos, sino sólo después, cuando todo lo anterior acabe (cuando Dios lo acabe). Por eso llegó a la ribera del río de Juan como penitente, para «morir» en el agua del Jordán (en el bautismo), con los pecadores de su pueblo (cf. Jn 21, 32).

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Vino porque había visto muchas cosas y porque no tenía una respuesta y la que daban los sacerdotes de Jerusalén y los políticos de Roma o Galilea (Antipas) no era suficiente o, mejor dicho, era mala. Había descubierto que este mundo concreto (de artesanos oprimidos y pecadores, de hambrientos y locos, con estos sacerdotes y jerarcas) resulta inviable, de manera que Dios debía destruirlo, para que después (también por otra acción de Dios) surgiera un mundo nuevo. Por eso vino a esperar, junto a Juan, en el desierto, al otro lado del Jordán, la gran ruptura de Dios (la más violenta y dura de las revoluciones), que causaría la destrucción de los poderes de injusticia y muerte que reinaban sobre el mundo, para pasar después el río y entrar en la Tierra Prometida.

 Vino a ver con los ojos de Juan, a escuchar con sus oídos, pidiendo el perdón de Dios, confesando sus pecados (los de su generación: cf. Mc 1, 4-5 par), para esperar así la misericordia de Dios y sobrevivir en el día del juicio que se acerca, compartiendo después la salvación con los expulsados de la sociedad antigua (perdonados por Dios en el bautismo). La gran «guillotina» del virus de Dios (hacha, huracán, fuego: cf. Mt 3, 10-12; Lc 3, 9) estaba ya cayendo sobre este mundo lleno de injusticia social y religiosa, como lo había anunciado una larga tradición de profetas y apocalípticos del juicio. Sólo tras ese gran terror de Dios, que destruiría a los perversos, llegaría la Era Nueva de los justos (arrepentidos, liberados), que cruzarían el Río Jordán y pasarían a la tierra prometida. Con esos quería volver Jesús, para iniciar la nueva vida en una tierra renovada.

 Ante ese gran Terror de Dios (ira que viene: Mt 3, 7; Lc 3, 7) pasaban a segundo plano las restantes realidades de la vida. Así lo vio Jesús y por eso dejó todo y se hizo discípulo de Juan, pensando que este mundo debía terminar y terminaría pronto por un juicio que viene desde fuera, como huracán, como fuego, como hacha, destruyendo de esa forma a los perversos. No se podía hacer nada: simplemente venir junto al río, confesar los pecados, bautizarse y esperar la gran llama del juicio. Éste fue el comienzo de los grandes cambios de Jesús, el principio de lo que será su visión mesiánica. Jesús conocía las opresiones y dolores, pero no tenía una respuesta propia de Dios, estaba buscando, y pensó que Juan le respondía. Por eso formó parte de la gente de Juan, de los que confiaban en ser liberados de la ira, para iniciar después (tras la gran tala de los árboles malos) la construcción del mundo nuevo. Jesús fue un voluntario de ese cambio, uno de aquellos que se apuntaron con Juan para crear un mundo nuevo y así esperó al otro lado del río. 

  1. Desde Juan, el gran cambio. Jesús empezó siendo Bautista.

Le llamo “Jesús Bautista”, como a Juan el primer Bautista, porque aprendió en su escuela y porque empezó bautizando. La tradición del evangelio es clara al afirmar que recibió el bautismo de Juan (cf. Mc 1, 9), a pesar de los problemas que ese dato podía causar a la iglesia, como muestran las excusas del Bautista en Mt 3, 14-15 y el hecho de que Lc 3, 21 y Jn 1, 29-34 eviten citar el bautismo de Jesús en cuanto tal. Decir que fue bautizado por Juan significa conceder que había dependido de él para realizar su función y tarea posterior, afirmando que había escuchado su palabra y mirado con sus ojos.    El evangelio de Marcos supone que inmediatamente después del bautismo, Jesús vio los cielos abiertos y escuchó una voz de Dios:

            Y en seguida, mientras subía del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu descendía sobre él como paloma. Y vino una voz desde el cielo: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia. En seguida, el Espíritu le impulsó al desierto (Mc 1, 10-12).

Parece evidente que en el fondo de ese relato hay un recuerdo histórico: Jesús había venido a ver con los ojos de Juan y a escuchar con sus oídos, pero sucede que ahora, de pronto, después de haber salido del agua (es decir, después de haber recorrido el camino de Juan), logró ver lo que pasa en el cielo de Dios (que se abre, bajando de allí la paloma del Espíritu) y vino a escuchar la voz del Padre que le decía “Eres mi Hijo”. Esto que cuenta Marcos debió suceder (creo que ese texto tiene un fondo de historia), pero quizá no entonces, de un modo inmediato, tras el bautismo, como si las cosas hubieran sucedido así, en unos pocos días o semanas. Jesús vio el cielo abierto, escuchó la voz de Diso que le llamaba Hijo, encargándole su tarea de vida,  y comenzó una misión nueva en Galilea, pero antes permaneció un tiempo cerca de Juan Bautista, queriendo “convertir” a la gente. Creo que la respuesta a la urgencia del tiempo era crear una escuela de conversión[1].

      En este contexto debemos recordar que tradición de la estancia de Jesús en el desierto, narrada de formas muy distintas por Mc 1, 12-13, Mt 4 y Lc 4, puede referirse, muy probablemente a un tiempo más largo, en el que Jesús estuvo en una zona de desierto después de ser bautizado, pero en un desierto cercano al de Juan Bautista, unto al río Jordán. Nada impide que Jesús pasara allí un tiempo, bautizando, como discípulo de Juan Bautista, iniciando un grupo independiente de bautista. El Cuarto evangelio (el de Juan evangelista) contiene varios textos muy significativos, en los que se recuerda y valora esta actuación de Jesús como bautista, es decir de Juan Bautista, quizá en competencia con, quizá precisando y expandiendo su visión. Este dato resulta muy significativo, pues nos permite penetrar de alguna forma en el despliegue de la vocación de Jesús, en la formación de su mirada. Aquí no podemos comentar uno a uno los pasajes que hablan del Jesús Bautista, pero aún tomados de un modo general ellos ofrecen una indicación de lo que ha sido su camino, el proceso de formación de la mirada de Jesús Bautista:

 a) Discípulos de Juan y de Jesús Bautista (Jn 1, 35-51). El cuarto evangelio afirma con toda precisión que algunos discípulos de Juan se hicieron discípulos de Jesús. Eso supone que Jesús empezó a ofrecer en aquel mismo entorno, junto al río, una variante del mensaje y camino de Bautista y que no se hallaba solo, sino que había otros dispuesto a seguirle. ¿Cuál era esa variante de Jesús, cuál es su novedad? Es evidente que tuvo que haber una novedad, un rasgo nuevo en su mirada, pues de lo contrario no habría empezado a “reclutar” discípulos en el mismo entorno del discipulado y de la de Juan Bautista. Jesús tenía que seguir pensando en un juicio de Dios, pero de un modo diferente al de Juan Bautista.

b) Una discusión sobre el bautismo. La disputa de los primos… Primos les llama el evangelio de Lucas. Como primos se buscaron, pero al fin, queriéndose mucho, se separaron, porque tenían formas distintas de entender el “virus” de historia humana. Así dice el evangelio de Juan:

 «Después de esto, Jesús fue con sus discípulos a la tierra de Judea; y pasaba allí un tiempo con ellos y bautizaba. Juan también estaba bautizando en Enón, junto a Salim, porque allí había mucha agua… Entonces surgió una discusión…sobre la purificación. Fueron a Juan y le dijeron: Rabí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú has dado testimonio, ¡he aquí él está bautizando, y todos van a él» (Jn 3, 22-26).

 El texto supone no sólo que Jesús tiene discípulos, sino que actúa con ellos, relativamente cerca del lugar en el que actúa Juan, pues los dos bautizan, rodeados de discípulos, de tal forma que surgen entre ellos diferencias o disputas. El texto supone, por otra, que Jesús bautiza desde el lado de Judea (mientras que Juan lo seguiría haciendo desde el otro lado), lo que indicaría que él pensaba que estaban entrando ya en la tierra prometida. El texto añade que las “disputas” entre unos y otros versaban sobre el sentido de la purificación (katharismos). Parece evidente que los de Juan y los de Jesús interpretan el bautismo (la conversión) de un modo distinto. Eso significa que Jesús empezó creado una escuela de conversión y de bautismo distinta (y en algún sentido opuesta) a la de Juan. Tuvieron miradas distintas. Juan fue buen maestro, enseñó a Jesús a disentir,  y por eso se separaron…

 a) Éxito y riesgo de “Jesús” Bautista. El cuarto evangelio vuelve a presentar otra vez a Jesús como bautista: «Los fariseos habían oído que Jesús bautizaba y hacía más discípulos que Juan» (Jn 4, 1). El evangelista quiere corregir ese dato, añadiendo que «el mismo Jesús no bautizaba, sino que lo hacían sus discípulos» (Jn 4, 2). Pero es evidente que se trata de una corrección interesada, desde la perspectiva posterior de la Iglesia, que quiere desligar la actividad de Jesús de la actividad de Juan Bautista. Todo nos permite suponer que, en un momento dado, Jesús bautizaba, insistiendo así en la necesidad de superar los pecados para entrar en la tierra prometida...Ambas enseñanzas eran buenas. No se dice que Juan y Jesús se enfrentaran, pero se enfrentaron sus discípulos, y ellos (empezando por Jesús) se separaron. Ancho espacio había para seguir “trabajando”  al servicio de la libertad de los hombres.

             Y con esto podemos pasar ya a la interpretación de esos datos, que no son fáciles de valorar, pero que nos sitúan en el centro de la gran “crisis” de Jesús, que ha debido pasar un tiempo al lado de Juan Bautista, hasta venir a independizarse de alguna forma de él.

 (a) Por un lado, en un momento dado, Jesús ha seguido bautizando, como Juan, lo que significa que ha visto a los hombres y mujeres como pecadores, necesitados de conversión, en un plano moral y religioso; el problema es el pecado, la respuesta la conversión.

(b) Jesús se ha sentido capaz de impartir el bautismo, creando un grupo de bautistas, no para competir con Juan Bautista, sino para ampliar el círculo de su acción; eso significa que él se ha sentido también llamado por Dios, lo mismo que Juan Bautista.

(c) Éste debe haber sido el tiempo de “tentación” de Jesús en el desierto, junto al río, el tiempo de su discernimiento (cf. Mt 4 y Lc 4), enfrentándose al poder de lo diabólico. Jesús tiene una experiencia distinta del Reino. Por eso se separa del Bautista, sin criticarle nunca, diciendo que sigue siendo el mejor de todos los nacidos de mujer… (Lc 7, 28 par).

(d) En este contexto recibe su sentido la experiencia que Mc 1, 10-11 ha colocado y narrado después del bautismo, cuando dice que Jesús “vio” de un modo distinto (el cielo está abierto, desciende el Espíritu) y “oyó” una palabra diferente (¡tú eres mi hijo!).

 Todo nos permite supone que está “experiencia postbautismal” (después que ha dejado el agua de la penitencia)  constituye el momento determinante de la gran marcha de Jesús, el comienzo de su mensaje de Reino. No podemos hablar por tanto de un paso o cambio desde el Bautista a Jesús, sino más bien de una continuidad y de un cambio entre el antiguo Jesús Bautista junto al río y el nuevo Jesús mensajero del Reino en Galilea, que aparece en el momento siguiente.

Tanto Mc 1 como los paralelos de Mateo y Lucas han recreado el recuerdo de este Jesús Bautista, mutilando con eso su trayectoria. Jesús no sólo creyó en Juan Bautista (miro con sus ojos y escuchó con sus oídos), sino que actuó como Juan Bautista. ¿Se equivocó? ¡De ninguna manera! No se equivocó, sino que respondió en aquel momento de la mejor manera. Para llegar a la mirada evangélica o galilea de Jesús hay que pasar por una mirada bautista..

Ojos de Reino. La mirada de Jesús en Galilea

 Después de esa experiencia que Mc 1, 9-11 ha situado en el contexto del bautismo, tras un tiempo de “desierto” (que el mismo Marcos interpreta como prueba y lucha contra el Diablo), comienza el tiempo de evangelio, es decir, el tiempo de la mirada de evangelio de Jesús en Galilea. Jesús no ve cosas distintas, ni escucha palabras diferentes, pero ve y escucha de otra forma, desde su propia experiencia de enviado de Dios. Él había conocido ya a los pobres y expulsados, enfermos y oprimidos de su entorno en Galilea y había buscado una respuesta en el mensaje de juicio del Bautista; más aún, él mismo había asumido ese camino, esperando la llegada del juicio de Dios. Pero, en un momento dado, por experiencia más alta de Dios (que podemos comparar a la de Moisés ante la zarza ardiendo) descubrió que Dios se comunicaba ya en amor con los hombres (el cielo se abría…), confiándole la tarea de anunciar y promulgar su Reino, es decir, dándole ojos de Reino:

                  Después que Juan fue entregado marchó Jesús a Galilea, proclamando el evangelio de Dios y diciendo: El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios ha llegado. Convertíos y creed en el evangelio (Mc 1, 14-15)

Por eso dejó el río de la penitencia y juicio y entró la tierra prometida, diciendo que Dios actúa ya como Rey, en la línea de la tradición davídica… pero no como rey político, ni como sacerdote sagrado, sino como mensajero y presencia de Dios entre los pobres y expulsados de la sociedad. Pero no buscó la ciudad del Dios de los sacerdotes (Jerusalén), sino que volvió a Galilea, como nazoreo del Reino, para iniciar allí su obra que consta de dos elementos.

(a) Anuncia con su vida y sus palabras la llegada del Reino, no por penitencia y bautismo, sino por amor de Dios, que acoge y transforma en amor a los hombres.

(b) Pide a los hombres y mujeres que crean en el evangelio (esa buena noticia), de manera que así puedan convertirse, es decir, transformarse. El principio de la vida es la fe, la confianza en el amor de Dios, la esperanza de futuro.

Ciertamente, Jesús había sido un discípulo de Juan, de manera que tuvo, sin duda, una conciencia de pecado (con el conjunto del pueblo, que venía a bautizarse, confesando los pecados). Pero ahora descubre algo mayor, por encima del pecado (en medio de la tensión de muerte que anuncia y proclama Juan Bautista). En el centro de la acción de Dios no está el pecado de los hombres, sino su amor divino. Dios ha perdonado las culpas de los hombres. Por eso, si Dios ha perdonado ya, Jesús abandona los procesos de purificación, los ritos penitenciales.

En un mundo como aquel, donde se extendía por doquier la obsesión por pecados, faltas e impurezas, en un mundo donde el templo de Jerusalén se concebía como máquina de expiaciones y purificaciones, al servicio de la remisión de los pecados, en un mundo donde el mismo Juan Bautista había destacado el riesgo del gran pecado, Jesús viene a presentarse como enviado de Dios, para anunciar la llegada de su Reino (es decir, del gran perdón), no para condenar pecados.

Los fundadores de religiones y los santos suelen descubrirse pecadores y piden a Dios que les perdone; se sienten manchados y suplican al Señor de la pureza que les limpie, inventando nuevas formas de expiación y/o reparación por los pecados. Esa dinámica de mancha y limpieza (que la Iglesia posterior ha retomado) había culminado en Juan Bautista. Pues bien, llegando hasta su final (siendo discípulo de Juan y bautista por su cuenta) Jesús ha superado esa dinámica, descubriendo que Dios no perdona a través de la penitencia de los pecadores, sino porque les ama.

Como discípulo de Juan, Jesús había estado con aquellos que aparecían como pecadores y expulsados de la vida social y sacral. Pues bien, después de haber recorrido ese camino de pecado y de haber escuchado hasta fin la palabra de Dios, que le ofrece su Espíritu y le Hijo querido, Jesús no ha creado una escuela penitencial, para conversión de pecadores (en la línea de ciertos ritos penitenciales posteriores), sino que ha ofrecido a todos una experiencia de gracia, para transformarles.

Éste es el rasgo más sorprendente y novedoso de su vida en Galilea, de ahora en adelante: Jesús no ha dado muestras de angustia o conciencia de pecado, ni ha querido que los hombres y mujeres se acongojen y mortifiquen por la culpa, sino que ha vivido y expandido una fuerte experiencia de gracia, descubriéndose capaz de transformar su vida, anunciando la llegada del Reino.

 Jesús no ha venido a decir a los hombres y mujeres que son pecadores para después perdonarles, sino que ha empezado a ofrecerles desde el principio la gracia del Reino, como gracia sanadora. De esa forma ha dado un giro radical en la visión y en la tarea profética de Juan Bautista. Pues bien, en contra de lo que los hombres y mujeres piensan de ordinario, esa gracia del Reino que Jesús ha proclama no es algo pasivo, ni meramente interior, sino que actúa como principio de transformación radical de la sociedad. Como buen judío, él ha buscado la restauración y plenitud de Israel, en la línea de las profecías, y lo ha hecho llamando a unos discípulos que desde ahora signo y germen de ese Reino que vendrá precisamente aquí, en Galilea.

 Jesús no ha sido un pensador erudito como Filón de Alejandría (para instaurar el Reino del Logos a través del pensamiento), ni un profeta político como Josefo Flavio (para hacerlo a través de pactos militares e imperiales), sino un hombre de pueblo, que conoce por experiencia el sufrimiento de los hombres (los pobres) y sabe que la historia de Israel (y del mundo) no puede mantenerse desde su dinámica actual, porque en esa línea se destruye. Él ha sido un profeta campesino, un Mesías nazoreo que anuncia y prepara la llegada inminente del Reino de Dios en Galilea.

Ciertamente, todo lo que él dijo estaba de algún modo anunciado (preparado) a lo largo de la historia de Israel, pero nadie había dicho las cosas que él decía, ni había hecho las cosas que él hacía, como sanador, exorcista y mensajero de Dios, entre los artesanos sin trabajo, los pobres sin comida, los enfermos, los locos y los expulsados de la sociedad a quienes curaba y animaba, ofreciéndoles el Reino de Dios.

Icono copto de Juan el Bautista . antes de XIX c.. anónimo 321 ...

Toda su acción se puede resumir en las palabras que, según la tradición, mandó decir a Juan: «Id y decidle lo que habéis oído y habéis visto: Los ciegos ven y los cojos andan y los leprosos quedan limpios y los sordos oyen y los muertos resucitan y los pobres son evangelizados y bienaventurado aquel que no se escandalice de mí» (Mt 11, 4-6 par). Éstas son sus obras (tomadas de Is 35, 5-6; 42, 18). Quiere que los hombres y mujeres vivan, que anden, que vean, que escuchen, que los hombre reciban la buena noticia.

Así aparece y actúa Jesús como Sanador, al servicio del Reino, con la certeza de que el Reino llega y Dios hará cambiar la forma de vida de los hombres, partiendo precisamente de los pobres. Jesús sabe que la humanidad tiende a dividir a fuertes y débiles, organizándose a partir de arriba, desde los más fuerte. Pues bien, él ha invertido esa situación, porque sabe que la palabra y acción decisiva la tienen los pobres (los enfermos, los rechazados, los mendigos…), sabiendo también que son ellos los que pueden cambiar a los ricos (a los sanos, prepotentes…).

De esa forma inicia su gran “revolución”, desde abajo, es decir, con los últimos y pobres, anunciando y preparado la llegada del Reino en Galilea. Ésta no es ya la revolución de un Dios que actúa desde arriba, como juez final, cambiando por la fuerza las suertes de los hombres.

Ésta es la revolución que nace de la mirada del evangelio: Jesús no viene a sacar a los pobres de Egipto (porque todo el mundo es Egipto), sino para ofrecerles allí, en la misma Galilea, el don del Reino, construyéndolo con ellos, para ellos. Ésta fue su certeza, éste el principio de su acción: ¡ésta llegando el Reino de Dios, lo estamos construyendo, desde abajo, los pobres y expulsados de la sociedad!

Los ciegos ven, los cojos anden... Navidad: Las obras de Cristo

Mirar hacia Jerusalén. El Reino de Dios en la ciudad sagrada

En un primer momento, Jesús pensaba que el Reino llegaría en Galilea, pronto, tras unos breves meses de siembra y cultivo. Así lo dispuso y preparó, iniciando una misión sistemática entre los artesanos y aldeanos de su tierra, partiendo de los pobres y enfermos, que “evangelizaban” (curaban) anunciaban el reino a los más ticos. A su juicio, todo estaba dispuesto y debía haberse cumplido… pero el Reino no llegó.

      Jesús vio que el Reino no llegaba como él lo había anunciado y preparado, curando a los enfermos, acogiendo a los expulsados y creando un movimiento de solidaridad israelita, desde abajo, con sus Doce discípulos. Por eso, en un momento dado, tuvo que cambiar de opinión. Él había empezado en Galilea, creyendo que allí culminaría todo, sin necesidad de subir a Jerusalén. Pero el Reino no llegaba en Galilea, las curaciones no causaban el impacto que él pensaba, las gentes tenían miedo. Quizá por eso pensó que debía mirar con más hondura, ir a la raíz, para culminar su camino en Jerusalén, culminando de esa forma su estrategia, sin cambiar su tipo de mirada.

       Por otra parte, parece que su actividad había suscitado ya el recelo del tetrarca Herodes Antipas, que había matado a Juan Bautista y que le hubiera matado igualmente a él, si hubiera llegado la ocasión, como le avisaron sus amigos fariseos: «Sal y vete de aquí, porque Herodes te quiere matar». Jesús escuchó ese aviso, pero contestó: «Id y decidle a esa zorra: Yo expulso aquí demonios y realizo curaciones, hoy y mañana, y al tercer día acabaré. Pero, es necesario que siga mi camino hoy, mañana y pasado mañana; porque un profeta debe morir en Jerusalén» (cf. Lc 12, 31-32).

            Herodes recela del profeta galileo y pretende detener su movimiento, pero Jesús responde al rey/zorra (caña inclinada al primer viento de poder: Mt 11, 7), diciendo que él, Jesús, no tiene que pedirle permiso para realizar su obra. A diferencia de Herodes, Jesús no es una zorra, ni una caña obsequiosa, sino un profeta de Dios, de manera que puede actuar donde él quiera y de un modo especial en Galilea. Pero añade, al menos veladamente, que no quiere arriesgarse de un modo total en Galilea, ni provocar a Herodes, porque quiere que su mensaje y camino culmine en Jerusalén, ciudad del Gran Rey (Mt 5, 35), al tercer día, que es día del Reino.

Ésta ha sido la decisión fundamental de Jesús, tras haber comenzado su anuncio de Reino en Galilea. No se ha cumplido su esperanza en Galilea, la gente de sus pueblos no se convertía. Pero su mensaje seguía siendo verdadero y por eso decidió anunciarlo en Jerusalén. No había ido a Galilea para fracasar (después de haber dejado a Juan Bautista), sino para anunciar e instaurar el Reino de Dios. Tampoco ahora sube a Jerusalén para fracasar, sino para cumplir la obra de Dios, culminando su anuncio del Reino. Quizá se podría decir que subió para forzar a Dios, para exigirle de algún modo una respuesta. En esa línea, podría añadirse que subió para forzar a los sacerdotes de la ciudad, poniéndoles ante el la decisión final del Reino. Lo que es seguro es que no subió para morir (para que le mataran), sino para culminar su camino de Reino.

Como buen judío, subió a Jerusalén, ciudad de David (del Mesías), en nombre de los pobres, con un grupo de galileos, para anunciar e instaurar el Reino, esperando la manifestación de Dios, aunque sabiendo el riesgo que implicaba su actitud (cf. Jn 11, 16). Estaba seguro de que Dios hablaría a través de lo que hicieran (o no hicieran) con él en Jerusalén, pues ésta era la última oportunidad para la ciudad de la promesas y del templo. Vino de un modo público, para que Jerusalén pudiera acoger su mensaje. No subió en forma privada, sino que lo hico como pionero y representante de aquellos que esperaban el Reino y así entró en la ciudad a los ojos de todos, montado sobre un asno regio, por el Monte de los Olivos (cf. Mc 11, 1 ss), como rey que toma posesión de su ciudad y que instaura el Reino.

 No quiso pactar (es decir, aliarse y repartir el poder) con los sacerdotes pues no admitía su poder (ni los sacerdotes habrían aceptado el suyo), sino que vino a implantar, ante el mimo templo, el Reino de Dios, como alianza universal, desde los pobres, esperando la intervención. Él había realizado su tarea. Dios tenía que responder ahora, como había respondido a la llamada de Moisés en el Mar Rojo (Ex 14-15). Evidentemente, Jesús ampoco quiso pactar con Pilato, enviando delegados para que dijeran que venía desarmado, que no quería (ni podía) ocupar la ciudad, ni provocar desórdenes externos, sino que sólo cambiar la identidad y misión del judaísmo.

Vino públicamente, en un momento de crisis y su llegada provocó una conmoción en los sacerdotes, que se sintieron amenazados, pues él no reconocía su mediación sacral (¡materializada en el templo!), sino que anunciaba y promovía la caída o transformación total de ese templo (convertido en lastre social y/o religioso), a fin de que Dios pudiera hablar directamente con los hombres y mujeres de la ciudad y del mundo empezando por los pobres.

Por otra parte, los romanos admitían todas las religiones, como piedad privada, siempre que reconocieran el poder (o arbitraje) de Roma. Pues bien, eso era lo que estaba precisamente en juego: Jesús no quería fundar una nueva religión aceptable para Roma, sino un fuerte movimiento mesiánico, de tipo universal (abierto a todos), sin pretensiones de poder. Eso era precisamente lo que más molestaba a los poderes establecidos, que se sentían amenazados por una pretensión semejante de autoridad humana sin poderes político-religiosos. Por eso, con buen criterio jurídico, en sintonía con los sacerdotes, Pilato le condenó a muerte.

Imaginemos que Jesús hubiera logrado mantener su pretensión en Jerusalén y que le hubiera creído. Los sacerdotes tendrían que haber renunciando a su visión particular (sacral) del templo, pues el Reino de Jesús no deja espacio para un templo como el suyo. Jesús hubiera actuado como un rey no-regio, no-militar (no sacral, no político), animando una especie de humanidad mesiánica, una asociación donde todos podrían tomarse como reyes.

En el organigrama político de Roma, sólo podría ser rey de los judíos (en clave de alianza política, sumisión imperial y colaboración militar), alguien que fuera vasallo político del imperio, un hombre de poder, como lo había sido Herodes el Grande (37- 4 a. C.) y como lo será dentro de poco su nieto Agripa (39-44 d. C.). Pues bien, Jesús no iba en esa línea y, conforme estamos viendo, él nunca hubiera tomado el poder (ni hubiera sido un Rey por encima de los otros), pues él impulsaba un movimiento de Reino sin reyes (o en el que todos son reyes, cosa que es lo mismo). Un Jesús coronado Rey bajo autoridad del emperador de Roma ido en contra de todo su mensaje. 

  1. Mirar desde la muerte. Los ojos del crucificado.

       Como vengo señalando, Jesús no vino a Jerusalén para morir, sino para anunciar e instaurar el Reino, en la ciudad de las promesas de Israel. Vino para reinar, es decir para ofrecer el reino a los pobres y enfermos, a los excluidos y negados de la sociedad y así quiso indicarlo al entrar públicamente en la ciudad y al tomar posesión del templo (Mc 11), en nombre de su Dios. Vino para reinar, es decir, para que reinara Dios, a través de los rechazados de la sociedad. Éstos serían los rasgos principales de su Reino: 

  1. Él no habría actuado como rey político o militar, en el sentido usual, pues no habría tomado el poder, ni se habría convertido en emperador o Señor sobre otros. Ciertamente, quizá podría haberse presentado como virrey, delegado y representante de un Dios Rey que expresa su presencia a través de los pobres y rechazados de nuestra sociedad; pero carecemos de modelos para imaginar este reinado de Jesús, pues nuestras categorías mentales y sociales se encuentran marcadas por dinámicas de poder militar, político o sagrado. Ciertamente, el Cuarto Evangelio ha trazado el perfil del reinado de Jesús, diciendo que ha venido a dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37); pero la verdad de su Reino no sería la de unos sabios platónicos que se imponían sobre militares y trabajadores (cf. República VI), sino la verdad del amor compartido por todos, desde los más pobres. Abrir los ojos, para que los hombres vean (es decir, se vean y se reconozcan); esa fue la propuesta y tarea de Jesús.
  2. Su Reino implicaría un nuevo tipo de relaciones humanas. Jesús no habría necesitado instituciones militares de dominio externo, ni estructuras económicas de poder. En un primer momento, Roma podría haber seguido funcionando (¡quizá!) con sus medios militares y administrativos, en un nivel externo, de manera que los seguidores y amigos de Jesús podrían haber establecido y extendido su Reino a través de conexiones personales de tipo no-gubernamental, no-militar, creando formas de convivencia y colaboración directa, de manera que, poco a poco (o por una mutación rápida), el orden político romano se habría vuelto innecesario, como una realidad anticuada que se vacía desde dentro y pierde su utilidad.
  3. Tributos, economía mesiánica. Jesús no habría rechazado de un modo directo los impuestos del César (cf. Mc 12, 17), pues las cosas de Jesús (que son de Dios) se realizan de un modo gratuito y por contacto personal, no a través de mecanismos de un dinero que tiende a convertirse en ídolo o mamona (Mt 6, 14). Pero el dinero iría perdiendo poco a poco su sentido, perdería su poner, por los itinerantes del Reino actuarían como portadores de un poder de sanación (¡de felicidad!), que era capaz de cambiar la forma de vivir de los sedentarios (ricos), a través de un cambio en línea de comunicación personal y reconocimiento mutuo.
  4. Una mutación humana. Lo que Jesús proponía no era una sencilla adaptación, al interior del sistema que había venido operando hasta entonces y que culminaba en la religión del templo judío y en el orden militar y político de Roma. Su proyecto no se situaba en un nivel de conflictos y cambios militares, sociales o económicos, ni siquiera de cambios religiosos, en sentido confesional, sino que implicaba una mutación (una ruptura de nivel) dentro de las estructuras habituales de la vida, que se habían estabilizado en clave de lucha de jurisdicciones. En contra de esas estructuras de poder, Jesús y sus amigos serían un grupo/germen de amistad, abierta quizá al mundo entero, portadores de la felicidad del Reino. Nunca se había conocido algo semejante. Nunca ha vuelto a darse algo mayor. Por eso, sus discípulos decían que él, Jesús, era Hijo de Dios, mutación radical de la historia humana.
  5. No habría apelado a la venganza para derrotar a los sacerdotes del templo o los soldados de Roma, pues de esa manera él y su proyecto seguirían vinculados al talión antiguo. Si se hubiera vengado de los sacerdotes de Jerusalén (o quisiera ocupar su lugar), Jesús continuaría en el nivel de los sacerdotes, con sus medios de tipo sacrificial, es decir, violento. Si hubiera querido vengarse de Roma (ocupando su lugar), seguiría en el nivel de Roma, buscando él también una defensa armada (cf. Mt 26, 53; Jn 18, 37). Pues bien, en contra de eso, Jesús no apela a los sacrificios de los sacerdotes ni a la defensa armada (no quiere conquistar Jerusalén ni Roma), sino que se sitúa en un nivel de palabra/amor creador, según la mutación del evangelio. Por eso, no ha luchado militarmente contra el templo, aunque está convencido de que el templo se encuentra dominado por poderes de violencia, de manera que terminará destruyéndose a sí mismo (cf. Mc 11, 15; 13, 2; 14, 58; 15, 29 par). Tampoco ha luchado directamente contra Roma y su modelo de Imperio, porque si lo hiciera hubiera seguido moviéndose en el mismo nivel de Roma..

Poco más podemos decir sobre todo esto. Sabemos cómo surgen y caen los imperios, como muestra, de forma clásica, el libro de Daniel (cf. Dan 7: babilonios, persas, macedonios, sirios…). Lo que Jesús buscaba es diferente. Sin duda quería un Reino de este mundo, como presencia de Dios para todos. Pero lo quería de un modo diferente, sin utilizar los medios de este mundo. Lógicamente, los poderes religiosos y sociales de Jerusalén tuvieron miedo y le condenaron a morir.

No quería morir, buscaba el reino de Dios y esperó hasta el final su llegada. Sin embargo, contó con que pudieran matarle e integró su posible muerte en el proyecto de su Reino, de una forma que resulta hoy difícil de precisar, pues el tema ha sido reformulado desde una perspectiva pascual. Sin embargo, hay tres pasajes que nos ayudan a entender su forma de situarse ante la muerte. Ellos nos ayudan a entender su última mirada, la mirada de un hombre que ha anunciado el Reino de Dios y que está incluso dispuesto a morir al servicio de ese Reino. Los tres pasajes han de tomarse al mismo tiempo, como expresión de una misma mirada evangélica: 

  1. a) Mirada al futuro. La próxima copa en el Reino. La tradición de la Última Cena ha conservado una palabra clave sobre Jesús. «En verdad os digo que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25 par). Jesús suido a Jerusalén para ver beber allí, con sus discípulos y amigos, la copa de vino del Reino. Pues bien, tomando la última copa, en una ciudad que quiere condenarle a muerte, Jesús sigue prometiendo a sus amigos la copa del Reino. Su último gesto no ha sido llorar (por su posible fracaso), ni rezar oraciones de tipo ritual, ni hacer penitencia, ni simplemente recriminar a sus discípulos, sino tomar con ellos una copa de vino, esperando ya, para la próxima vez el Vino de la Fiesta de Dios.
  2. b) Mirada el presente: ¡Esto es mi cuerpo! (cf. Mc 14, 22 par). Mucho más difícil de entender históricamente es el signo del pan, que Jesus tomó hasta el fin con sus discípulos y amigos. Ha puesto su vida al servicio del Reino de Dios, en Galilea y después en Jerusalén. Pueden matarle, pero él no se niega, ni se vuelve atrás, ni quiere defenderse con armas. Quizá al final de su camino, él interpreta su vida como “cuerpo” al servicio del Reino de Dios, un cuerpo simbolizado en el pan que él come con sus amigos. El signo de Jesús (el primer evangelio, su primera historia) había sido el pan compartido, no el alimento de las purificaciones y los ázimos rituales (que comen separados los buenos judíos), sino el pan de cada día, al que alude el Padrenuestro: la comida que se ofrece a los pobres, se regala a los pecadores y se comparte entre todos. Pues bien, ahora, al final de su vida, sabiendo que pueden matarle, él evoca el signo del pan compartido, su signo.
  3. c) Mirada el pasado. Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? El Nuevo Testamento ha destacado el sufrimiento y pasión de Jesús (cf. Heb 5, 7; Mc 14, 34; 15, 34-37; Lc 12, 50), recogiendo, de un modo especial, su voz postrera: «Y dando un gran grito expiro» (Mc 15, 37). Los cristianos han interpretado esa voz con las palabras el salmo 22, 1 (Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?: Eloi, Eloi. Lema Sabaktani: Mc 15, 34), pero ha citado en ese mismo contexto la opinión de aquellos que dicen que llamaba a Elías (Mc 15, 35-36). Muchos exegetas han pensado que ese grito era un invento de la iglesia (los crucificados mueren por asfixia y no pueden gritar). Otros lo han entendido como un signo apocalíptico del fin del mundo (como aparece en el Apocalipsis, libro de las últimas voces: Ap 4, 1; 5, 2; 8, 13 etc; cf. también Mc 1, 11). Pues bien, pensamos que ese grito constituye un recuerdo histórico. Precisamente porque los crucificados no suelen gritar, la tradición cristiana lo ha conservado, a pesar de los problemas que podía plantear a los creyentes. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha muerto como abandonado de Dios.

Una mirada pascual. Volved a Galilea, allí le veréis

                   Acabamos de exponer los ocho rasgos básicos de la mirada histórica de Jesús: mirada de familia, de tradición sagrada de Israel, de artesano, de discípulo de Juan, de bautista, de mensajero del Reino en Galilea, de aspirante al reino de Jerusalén, de condenado a muerte… Esa sucesión de miradas nos ofrece la identidad más honda de Jesús, que no es una idea, ni un personaje fijado en un momento, sino más bien un hombre en camino. Por eso, si queremos fijar con su ayuda una mirada de evangelio tenemos que recoger los ocho momentos de su camino.

      Los ocho son fundamentales, pero hay uno que está en el centro de todos, como ha formulado el evangelio de Marcos, tras la muerte de Jesús, al comienzo de la iglesia. Marcos sabe, sin duda, que hay algunos “cristianos” que quieren permanecer en Jerusalén, guardando un sepulcro vacío o esperando allí el Reino que Jesús había querido instaurar en la ciudad del templo. Otros buscaban quizá soluciones de tipo espiritualista, identificando a Jesús con un salvador interno. Pues bien, en contra de eso, el ángel de la tumba vacía dice a las mujeres, que quieren visitar y encontrar allí a Jesús:

No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí. Mirad el sitio donde le pusieron. Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él os precede a Galilea. Allí le veréis, como os dijo (Mc 16, 6-7).

Entre los ocho momentos anteriores del camino de Jesús, este pasaje ha privilegiado uno: el tiempo y acción del mensaje de Jesús en Galilea. Ciertamente, el texto no puede ignorar los momentos anteriores de la vida Jesús (sobre todo su tiempo de trabajo como tekton/artesano y de seguimiento del Bautista); tampoco puede ignorar los momentos posteriores (su subida a Jerusalén y su muerte). Pero pone de relieve el momento del mensaje en Galilea. Ése es el que debe destacarse. Por eso, el ángel de la pascua dice a los discípulos de Jesús que vuelvan a Galilea, para recuperar la mirada y tarea de Jesús, allí donde él había comenzado a recorrer su último camino.

Posiblemente, el evangelio de Marcos escribe en un momento en que, acabada la guerra judía (hacia el 70 d.C.), están surgiendo en las iglesias cristianas diversas posibilidades. Unos quieren volver a Jerusalén. Otros corren el riesgo de olvidar toda locación o referencia. Pues bien, en este contexto, recogiendo precisamente las tradiciones galileas de Jesús y asumiendo (superando) desde la teología de Pablo la tentación de Jerusalén (que es ya una tumba vacía), se entiende la «llamada» de volver a Galilea, para las mujeres y Pedro (Mc 16, 7).

 Para el evangelio de Marcos, volver a Galilea significa recuperar las tradiciones del mensaje y de la propuesta de Reino de Jesús, con la riqueza de la experiencia paulina, con el recuerdo de Jerusalén (la muerte de Jesús ha sido necesaria), para recrear desde allí el verdadero proyecto, la auténtica mirada de jesús. Esta vuelta a Galilea tiene, por tanto, un sentido teológico, kerigmático y geográfico, marca el comienzo de la nueva iglesia. En ese entorno de Galilea está para Marcos el futuro del evangelio. Desde ese entorno debe iniciarse el nuevo camino eclesial.

Allá, en la Alta Galilea, parece moverse la comunidad de Marcos. Por allí se mueve el autor del evangelio, en una tierra que a su juicio debe interpretarse como punto de partida de un nuevo camino. La palabra final «allí le veréis como él os dijo» (Mc 16, 8) no está evocando una experiencia pascual privada o de tipo puramente espiritualista, sino la culminación escatológica, la vuelta de Jesús, el fin de los tiempos.

Jesús no vendrá a mostrarse (¡no va a venir o hacerse ver!) en Jerusalén, como muchos habían esperado, ni en el aire en general, como Pablo aseguraba a los fieles pagano-cristianos de Tesalónica (1 Tes 4, 17), que quizá no estaban familiarizados con Galilea. Conforme a la visión de Marcos, Jesús va a venir a (en) Galilea, para culminar allí su obra y para retomar desde allí su camino mesiánico completo. Ésta es a su juicio la verdadera parusía. Por eso, los discípulos de Jesús tienen que aprender a mirar y a escuchar como él miraba y escuchaba en Galilea..

Esta esperanza de la gran revelación pascual (escatológica) de Jesús en la montaña de Galilea define el evangelio de Marcos, lo mismo que el de Mateo (escrito un poco más tarde, entre el 70 y el 90 d.C.). Allí en Galilea deben encontrarse todos los de Jesús (Pedro, las mujeres, los discípulos de Jerusalén), para retomar allí el camino de Jesús. Marcos pensaba quizá que faltaban pocas cosas para que llegara el fin: la vuelta Pedro, con las mujeres y los discípulos, la reunión de aquellos que habían iniciado el camino con Jesús... Después, pronto, volvería a ponerse en marcha, de otra forma, lo que había sucedido en Jerusalén, donde sólo quedaba una tumba vacía.

            Desde ese fondo se entiende la palabra clave: allí le veréis. Ver a Jesús significa aprender a mirar como él miraba y a vivir como él vivía, poniendo la vida al servicio de los cojos/mancos/ciegos, de los expulsados de la sociedad, de los malditos. Ver a Jesús significa ver desde Jesús (como él lo haría hoy), en las nuevas condiciones personales y sociales de un mundo que parece condenado a muerte, como aquel en que vivió Jesús.

            Ver a Jesús en Galilea ¿Para qué? ¿Para quedar allí parados? ¿Para subir de nuevo a Jerusalén? ¿Para trazar nuevas subidas a lugares diferentes? El texto no lo dice, sino que se limita precisar: allí le veréis. Viendo a Jesus podremos ver todo de un modo diferente, viendo el sufrimiento de los hombres, oyendo sus gritos. La tarea está abierta. Ese es el camino del evangelio.  

 Notas

[1] El esquema del evangelio de Marcos es éste. (a) Bautismo de Jesús, al que sigue una visión y audición nueva de Dios. (b) Cuarenta días de estancia de Jesús en el desierto, con tentaciones. (c) Prendimiento de Juan. (d) Inicio de la misión de Jesús en Galilea. Así narra las cosas Mc 1, 9-15, pero todo nos hace suponer que éste es un orden teológico, de manera que entre el bautismo de Jesús y el comienzo de su misión en Galilea tuvo que haber un intermedio, que el evangelio de Juan ha presentado de forma velada, como tiempo propio del Jesús bautista, al lado de Juan, en competencia con él, en el mismo río. Eso significa que la experiencia pos-bautismal que narra Marcos (y con él los otros sinópticos, diciendo que «vio los cielos abiertos y al Espíritu…»), no fue algo inmediato, de ese mismo momento, sino una experiencia más largar, quizá de tipo gradual, o una forma de expresar su nuevo camino personal, social y religioso, como indicaremos.

[2] Joel Marcus, Mark 1-8, New York 2000, 418: “God has no hand but our hands”.

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