La secta del Imperio de los ciegos (Jesús y E. Sábato)

Introducción. ¿Dominan el mundo los ciegos perversos?
Quiero ofrecer una páginas de ese informa sobre ciegos, del que hizo una tesis de licenciatura un alumno de Salamanca, cuyo nombre no voy a citar. Allá, debajo del Gran Buenos Aires, estaba el mundo de los ciegos, dominando con sus hilos de locura y perversión toda la tierra. Allá entró Fernando Vidal Olmos, uno de los personajes clave de la novela, para descubrir, en alucinación durísima, los poderes que dominan sobre el mundo.
Jesús quiso que los ciegos vieran. Hay otros, sin embargo, que parecen querer que los ciegos sigan ciegos y así desde la ceguera dominan el mundo.
Este informe sobre cieglos, que se puede leer por separado, constituye la descripción metafórica de un mundo dominado por la ceguera, por una Secta de Ciegos demoníacos. Es como si Sábado encarnara en la figura de toda la perversión de un “fariseísmo” demoníaco e infernal, que quiere dominar el mundo desde la ceguera, creando un submundo de ciegos que lo dirigen y destruyen todo, desde el subsuelo de Buenos Aires. Hay una edición on line del informe en : http://librosabato.blogspot.com/ . Si alguien tiene tiempo y quiere leer puede hacerlo. Le recomiendo que, al final, vuelva a leer Jn 9, para descubrir el mundo de la luz del evangelio. Aquí van algunos fragmentos de informe de Sábato.
Aviso: estos ciegos que dominan sobre el mundo, de un modo infernal, no tienen por qué ser ciegos "materiales". Se hacen ciegos demoníacos para así imponer su imperio sobre el mundo... Esta es, al menos, una lectura de la paràbola de E. Sábato, que os invito a compartir conmigo. Están en la línea de los "fariseos" de Jn 9, que quieren dominar la religión y vida de los demás, desde su ceguera, imponiéndose así sobre el ciego de nacimieno y sobre todos los habitantes de la ciudad perversa (que puede ser Madrid o Buenos Aires). Dostoievsky vio al Diablo en en subsuelo de Sevilla. Sábato lo ha visto en Buenos Aires. Otros pueden verlo en Jerusalén o en Nueva York. El riesgo está ahí, pero también está ahí la voz de Jesús y de muchos que dicen: ¡quiero que veas, porque Dios es luz". Lo que sigue es de Sábato.
Comienzo: Invocación
¡Oh, dioses de la noche!¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,de la melancolía y del suicidio!¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas, de los murciélagos, de las cucarachas!¡Oh, violentos, inescrutables dioses del sueño y de la muerte!
I. El mundo de los ciegos. Una logia infernal
Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo. Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos.
Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos.
III Hay una fundamental diferencia entre los hombres que han perdido la vista por enfermedad o accidente y los ciegos de nacimiento. A esta diferencia debo el haber penetrado finalmente en sus reductos, bien que no haya entrado en los antros más secretos, donde gobiernan la Secta, y por lo tanto el Mundo, los grandes y desconocidos jerarcas. Apenas si desde esa especie de suburbio alcancé a tener noticias, siempre reticentes y equívocas, sobre aquellos monstruos y sobre los medios de que se valen para dominar el universo entero. Supe así que esa hegemonía se logra y se mantiene (aparte el trivial aprovechamiento de la sensiblería corriente) mediante los anónimos, las intrigas, el contagio de pestes, el control de los sueños y pesadillas, el sonambulismo y la difusión de drogas. Baste recordar la operación a base de marihuana y de cocaína que se descubrió con los colegios secundarios de los Estados Unidos, donde se corrompía a chicos y chicas desde los once a doce años de edad para tenerlos al servicio incondicional y absoluto.
Si, como dicen, Dios tiene el poder sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne. Ignoro si, en última instancia, esta organización tiene que rendir cuentas, tarde o temprano, a lo que podría denominarse Potencia Luminosa; pero, mientras tanto, lo obvio es que el universo está bajo su poder absoluto, poder de vida y muerte, que se ejerce mediante la peste o la revolución, la enfermedad o la tortura, el engaño o la falsa compasión, la mistificación o el anónimo, las maestritas o los inquisidores. No soy teólogo y no estoy en condiciones de creer que estos poderes infernales puedan tener explicación en alguna retorcida Teodicea. … Después me ponía a cavilar sobre el sentido general de la existencia, y a pensar sobre nuestras propias inundaciones y terremotos. Así fui elaborando una serie de teorías, pues la idea de que estuviéramos gobernados por un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso me parecía tan contradictoria que ni siquiera creía que se pudiese tomar en serio. Al llegar a la época de la banda de asaltantes había elaborado ya las siguientes posibilidades:
1°) Dios no existe.
2°) Dios existe y es un canalla.
3°) Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia.
4°) Dios existe, pero tiene accesos de locura, esos accesos son nuestra existencia.
5°) Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente ¿en otros mundos? ¿En otras cosas?
6°) Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre.
7°) Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso. Yo no he inventado todas estas posibilidades, aunque por aquel entonces así lo creía; más tarde, verifiqué que algunas habían constituido tenaces convicciones de los hombres, sobre todo la hipótesis del Demonio triunfante.
XXXIV
A medida que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de los canales subterráneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas habría una de las llamadas "bocas de tormenta", o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser no sólo fatal sino indeciblemente asqueroso. Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno.
Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos. ¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir malas palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias.
Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amadas románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la innumerable Basura de Buenos Aires.
XXXVI
Mientras fui avanzando, aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en que creí haber estado era un gigantesco anfiteatro que se levantaba sobre una planicie bañada por una luminiscencia entre rojiza y violácea de un astro muchísimo más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que estaba cercano a su fin. Uno de esos astros que, con los últimos restos de su energía, bañan frígidos y abandonados planetas, con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran sala silenciosa, produce una chimenea cuyos leños se han casi consumido y en la que escasamente perduran brasas casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor que, en el silencio de la noche, nos sume en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y países remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte, hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar a la deriva en una balsa sobre aguas apenas vivientes.
¡Comarca de melancolía! Abrumado por la desolación y el silencio, quedé largo tiempo inmóvil. Hacia el poniente, sobre el crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes de desgarrados algodones empapados en sangre, se recortaban unas torres derruidas por los milenios y acaso por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre continente. Esqueletos de altas hayas, cuyas siluetas cenicientas contrastaban sobre los rojos violáceos de las nubes, hacían suponer que todo habría comenzado o terminado por un incendio planetario.
Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su ombligo brillaba un faro fosforescente que parecía parpadear, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos. Tuve la certeza que allí acabaría mi largo peregrinaje y que, tal vez, en aquel aciago reducto encontraría por fin el sentido de mi existencia. Hacia el septentrión, el páramo terminaba en una cordillera lunar, como la esquina dorsal de un monstruoso dragón. Hacia el borde meridional, en cambio, sobresalían cráteres apagados, que probablemente eran los restos de volcanes que en otro tiempo calcinaron esa comarca con sus torrentes de lava. El Ojo Fosforescente parecía llamarme y de pronto sentí que estaba destinado a marchar hacia la gran estatua. Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía, y tuve la sensación de que se hubiese encogido y endurecido.
Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oía en aquel imperio, y una melancolía se levantaba como una bruma en el fúnebre territorio. Volví a contemplar las torres, preguntándome sobre su misión, antes del cataclismo. ¿Podrían haber sido el reducto de feroces y misántropos gigantes? Durante un tiempo que me es imposible computar, porque el astro permanecía fijo en el firmamento, marché hacia ellas, y cuanto más me acercaba mayor era su majestad y su misterio. Las conté: eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de una enorme ciudad. Estaban construidas en piedra negra
La Gran Deidad
En el centro de aquel colosal polígono distinguía ya con nitidez la estatua de la Gran Deidad, terrible y nocturna, con poder sobre la vida y la muerte. Las torres hacían guardia en torno de ella. Estaba hecha con piedra ocre, su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en brillante basalto. Sus manos y sus pies terminaban en garras. No tenía rostro. La fosforescencia del Ojo se debía, tal vez, al reflejo de un fuego interior, porque ya era intenso, ya vacilaba o disminuía. La gran planicie que la rodeaba mostraba restos calcinados, como un estático museo del horror: ídolos de ojos amarillos en mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idolatría con indescifrables inscripciones. Era una comarca donde sólo parecía celebrarse una sola ceremonia de la muerte. Me sentí de pronto tan desamparado que grité. Y mi grito se perdió en aquel silencio absoluto. Proseguí mi marcha, porque el Ojo me llamaba inequívocamente, hasta llegar a la muralla poligonal donde guardaba a la Deidad. Calculé que tenían la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran muchísimo más altas. YO SABÍA que debía haber una entrada para que yo pudiese pasar, y quizá sólo para eso. En ese momento mi espíritu estaba dominado por la certeza de que todo aquello (las torres, la desolada comarca, muralla, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que únicamente por eso no se había derrumbado ya hacia la nada. De modo que una vez que yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un milenario simulacro.
Después de marchar durante agotadoras jornadas di finalmente con la puerta. En ella se iniciaba una escalinata de piedra que seguramente conducía al Ojo. Miles de escalones habría de subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme, pero el fanatismo y la desesperación me poseían y así inicié el ascenso. Durante un tiempo que no podía precisarse, porque el astro permanecía siempre en el mismo lugar, mis pies destrozados y mi corazón midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio. Nadie me ayudaba con sus plegarias, ni siquiera con su odio: era una lucha que yo solo debía librar. Muchas veces desfallecí y hasta perdí el conocimiento, pero al despertar reemprendía el ascenso.
El Ojo aumentaba su tamaño y eso me daba ánimos y a la vez pavor. Y cuando por fin llegué ante El, caí de rodillas, y permanecí de ese modo largo rato. Hasta que una Voz que salía o parecía salir de aquel Ojo, dijo estas palabras:
"Ahora entra. Este es tu comienzo y tu fin".
Me incorporé y, ya enceguecido por el resplandor, entré. El fulgor intenso pero equívoco, como es característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo túnel de carne, en que me fue preciso trepar reptando sobre mi vientre. Tuve la impresión de que aquel fulgor provenía de lo alto, que adivinaba como una gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, semejante al que en las noches de los trópicos, navegando en el mar de los Sargazos, había entrevisto mirando hacia las profundidades oceánicas; combustión fluorescente que en el silencio de esas fosas alumbra regiones pobladas de monstruos, que no salen a la superficie sino en ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos que tienen la fatalidad de pasar en sus cercanías; sucediendo que esos hombres enloquecen y se arrojan al agua, de modo que esos barcos, abandonados a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegando durante décadas a la deriva, fantasmas, llevados y traídos al azar por las corrientes marinas y por los vientos, hasta que las lluvias, los tifones, el sol de los trópicos y el tiempo pudren y desgarran sus cascos y sus mástiles, para concluir carcomidos por la sal y por el yodo, por los hongos y los peces, desapareciendo finalmente en las profundidades.
XXXVII El dominio de la Secta
Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza me pesaba corno si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterráneos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación de que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso de que mi cuerpo no hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella asombrosa región. Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama.
Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé cómo explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años. Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debería llamar negra —la que debe de existir en el infierno—, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza. Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi cómo se acercaba lenta y lascivamente.
[[Final. De X. Pikaza
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