Elegidos y enviados



La catequesis de este décimo quinto domingo del tiempo ordinario Ciclo B se resume en dos palabras: elegidos y enviados. Primero elegidos y luego enviados. Dios elige al profeta Amós y lo saca de sus tareas de pastor para que profetice a la casa de Israel: «Ve y profetiza a mi pueblo Israel» (Am 7,15). Profetizar, profeta y profetismo son términos que en este domingo reclaman asimismo la trilogía de misionar, misionero y misionología.

Veíamos a Jesús estas semanas atrás milagreando: lo mismo calmaba la tempestad del lago, que resucitaba a la niña de Jairo, la del Talita-kum, que se revelaba profeta y tranquilizaba a los padres de la niña muerta pidiéndoles sólo fe, que, en fin, devolvía la salud a la Hemorroísa. Hace una semana Jesús se quedaba, no diré admirado, sino hasta escandalizado incluso, por la escasa o nula fe de sus paisanos: es la mayor dificultad del profeta. Oyendo al hijo del carpintero hablar en la Sinagoga, los de Nazaret no salían de su asombro: «¿De dónde saca todo eso?» (Mc 6,2).

Pero en vez de alabar, bendecir y ensalzar a su ilustre paisano, prefirieron encerrarse en la torre de marfil del escepticismo y no dar su brazo a torcer. De ahí la frase de Jesús: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (Mc 6,4). No pudo hacer allí ningún milagro. Y san Marcos suministra la clave del porqué: «Y se maravilló de su falta de fe» (Mc 6,6).

La primera lectura pone de relieve que los enviados de Dios a menudo no son bien recibidos. Este es el caso del profeta Amós, enviado por Dios a profetizar en el santuario de Betel, un santuario del reino de Israel (cf. Am 7,12-15). Amós predica con gran energía contra las injusticias, denunciando sobre todo los abusos del rey y de los notables, abusos que ofenden al Señor y hacen vanos los actos de culto.

Por ello Amasías, sacerdote de Betel, ordena a Amós que se marche y éste responde que no ha sido él quien ha elegido esta misión, sino que el Señor ha hecho de él un profeta y lo ha enviado precisamente allí, al reino de Israel. Por lo tanto, ya se le acepte o rechace, seguirá profetizando, predicando lo que Dios dice y no lo que los hombres quieren oír decir. Y esto sigue siendo el mandato de la Iglesia: no predica lo que quieren oír decir los poderosos. Y su criterio es la verdad y la justicia aunque esté contra los aplausos y contra el poder humano.

La segunda lectura es de san Pablo, y abunda en la elección antes de la misión. Nosotros hemos sido elegidos antes de la creación del mundo a ser santos e irreprochables ante él por el amor: Nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo. En realidad es todo un himno tomado de la carta a los Efesios (cf. Ef 1, 3-14), un himno que se repite en la liturgia de las Vísperas de cada una de las cuatro semanas. Himno este, por otra parte, que es una oración de bendición dirigida a Dios Padre. Su desarrollo delinea las diversas etapas del plan salvífico que se realiza a través de la obra de Cristo.

En el centro de la bendición resuena el vocablo griego mysterion, un término asociado habitualmente a los verbos de revelación («revelar», «conocer», «manifestar»). En efecto, este es el gran proyecto secreto que el Padre había conservado en sí mismo desde la eternidad (cf. v.9), y que decidió actuar y revelar, por medio de Jesucristo, su Hijo, «en la plenitud de los tiempos» (cf. v.10).

Las etapas de ese plan se señalan en el himno mediante las acciones salvíficas de Dios por Cristo en el Espíritu. Ante todo -este es el primer acto-, el Padre nos elige desde la eternidad para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. v. 4); después nos predestina a ser sus hijos (cf. vv.5-6); además, nos redime y nos perdona los pecados (cf. vv.7-8); nos revela plenamente el misterio de la salvación en Cristo (cf.vv.9-10); y, por último, nos da la herencia eterna (cf. vv.11-12), ofreciéndonos ya ahora como prenda el don del Espíritu Santo con vistas a la resurrección final (cf. vv. 13-14).



Son muchos, pues, los acontecimientos salvíficos que se suceden en el desarrollo del himno. Implican a las tres Personas de la Santísima Trinidad: se parte del Padre, que es el iniciador y artífice supremo del plan de salvación; se fija la mirada en el Hijo, que realiza el designio dentro de la historia; y se llega al Espíritu Santo, que imprime su «sello» a toda la obra salvadora.

El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto de una iniciativa libre y gratuita de Dios. Por tanto, al principio, «antes de crear el mundo» (v.4), en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción. Conmueve de veras meditar esta verdad: desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y él decidió salvarnos. El contenido de esta llamada es nuestra «santidad», una gran palabra, por cierto, a degustar leyendo la Exhortación Gaudete et Exsultate, del papa Francisco.

Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Pero sabemos que Dios es caridad. Por tanto, participar en la pureza divina significa participar en la «caridad» de Dios, configurarnos con Dios, que es «caridad». «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16): esta es la consoladora verdad que nos ayuda a comprender que «santidad» no es una realidad alejada de nuestra vida, sino que, en cuanto que podemos llegar a ser personas que aman, con Dios entramos en el misterio de la «santidad». El ágape se transforma así en nuestra realidad diaria. Por tanto, entramos en la esfera sagrada y vital de Dios mismo.

La catequesis dominical insiste hoy sobre todo en el hecho mismo del envío, de la misión. Nadie puede arrogarse el derecho de predicar sin ser antes enviado para ello. Y nadie se envía a sí mismo. Es Dios quien envía. Jesús, pues, envía a los Doces a predicar la conversión: Los fue enviando. El Evangelio, en consecuencia, requiere dos cosas: fe en los evangelizados y misión en los evangelizadores. En esta línea, se pasa a la otra etapa, también contemplada en el plan divino desde la eternidad: nuestra «predestinación» a hijos de Dios. No sólo criaturas humanas, sino realmente pertenecientes a Dios como hijos suyos.

San Pablo, en otro lugar (cf. Ga 4,5; Rm 8,15. 23), exalta esta sublime condición de hijos que implica y resulta de la fraternidad con Cristo, el Hijo por excelencia, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), y la intimidad con el Padre celestial, al que ahora podemos invocar Abbá, al que podemos decir «padre querido» con un sentido de verdadera familiaridad con Dios, con una relación de espontaneidad y amor. Por consiguiente, estamos en presencia de un don inmenso, hecho posible por el «beneplácito de la voluntad» divina y por la «gracia», luminosa expresión del amor que salva.



El gran obispo de Milán, san Ambrosio, comenta en una de sus cartas las palabras del apóstol san Pablo a los Efesios. Y lo hace ante todo reflexionando precisamente sobre el rico contenido del citado himno cristológico de san Pablo. Subraya especialmente la sobreabundante gracia con que Dios nos ha hecho hijos adoptivos suyos en Cristo Jesús. «Por eso, no se debe dudar de que los miembros están unidos a su cabeza, sobre todo porque desde el principio hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios, por Jesucristo» (Ep. 16 a Ireneo, 4).

El santo obispo de Milán prosigue su reflexión afirmando: «¿Quién es rico, sino el único Dios, creador de todas las cosas?». Y concluye: «Pero es mucho más rico en misericordia, puesto que ha redimido a todos y, como autor de la naturaleza, nos ha transformado a nosotros, que según la naturaleza de la carne éramos hijos de la ira y sujetos al castigo, para que fuéramos hijos de la paz y de la caridad» (n.7).

Jesús, por tanto, toma la iniciativa de enviar a los doce apóstoles en misión. En efecto, el término «apóstoles» significa precisamente «enviados, mandados». Su vocación se realizará plenamente después de la resurrección de Cristo, con el don del Espíritu Santo en Pentecostés. Sin embargo, es muy importante que desde el principio Jesús quiere involucrar a los Doce en su acción: es una especie de «aprendizaje» en vista de la gran responsabilidad que les espera.

El hecho de que Jesús llame a algunos discípulos a colaborar directamente en su misión, manifiesta un aspecto de su amor: esto es, Él no desdeña la ayuda que otros hombres pueden dar a su obra; conoce sus límites, sus debilidades, pero no los desprecia; es más, les confiere la dignidad de ser sus enviados. Jesús los manda de dos en dos y les da instrucciones, que el evangelista resume en pocas frases.

La primera se refiere al espíritu de desprendimiento: los apóstoles no deben estar apegados al dinero ni a la comodidad ni a la lisonja. Advierte Jesús además a los discípulos de que no recibirán siempre una acogida favorable. Peor aún: serán a veces rechazados; incluso perseguidos. Pero esto no les tiene que impresionar: deben hablar en nombre de Jesús y predicar el Reino de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios (Benedicto XVI, 15.07.12).

Este domingo, en consecuencia, constituye una oportuna lección de cómo evangelizar, siendo primero conscientes de haber sido elegidos y enviados a la predicación; y luego de la confianza en el mensaje que se transmite, anteponiendo su contenido –a veces difícil de aceptar- a los medios adecuados para llevarlo a cabo. Porque no es el elegido y enviado quien da eficacia a la palabra proclamada, sino Dios, por medio de Jesucristo su Hijo, y siempre en el Espíritu Santo. Que una cosa es el fondo, la Palabra proclamada, el Evangelio en resumen, y otra muy distinta la forma, el evangelizador encargado de llevarla a los corazones.



San Agustín tiene en su obra maestra La doctrina cristiana frases admirables, a cual más bella. Lo dicho en el libro IV de esta obra reaparece a menudo, aquí y allá, en los sermones del santo. He aquí un caso relativo al tema que insinúo concluyendo estas reflexiones: «Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior» (Sermón 179,1). Ser oyente de la palabra de Dios no es exactamente igual que estar dotado uno del divino don de la palabra, pero salta bien a la vista que ambas cosas tienen, entre sí, mucho que ver.De modo que al buen entendedor..., pues eso...

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