San Agustín a la luz de las Confesiones

«En este tiempo me dieron las Confesiones de san Agustín, que parece que el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto… Como comencé a leerlas, paréceme me veía yo allí, comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo…» (Obras completas de Santa Teresa de Jesús, BAC 212, Madrid 1967, p. 54).

«No tengo que hacer ninguna gran confesión como san Agustín, el cual, presentando la vicisitud de su vida y de su camino consiguió iluminar la entera existencia cristiana» (J. Ratzinger , Il sale della terra, Milano 1997).

«Al principio la lectura no fue fácil, pero las palabras de Agustín me cautivaron. Su reflexión me ha parecido sublime…y me ha llevado a recapacitar sobre mí mismo… Me he quedado pegado a ese libro, que desde entonces no me ha abandonado y que leo todos los días» (Gérard Depardieu).

Desde sus Confesiones, pues, y dado que este año el 28 de agosto cae en domingo, san Agustín le sigue diciendo al hombre posmoderno, al de esta hora de pandemia y guerra inacabadas: Tolle lege.

San Agustín y las Confesiones

Lo afirma el propio autor revisando las Confesiones: «Sé que a muchos hermanos les han gustado mucho, y continúan gustando» (retr. 2,6). Y sobre su producción literaria: «De todos mis libros, el de las Confesiones-es el más divulgado y el que mayor aceptación ha tenido» (perseu. 20, 53).

No todos, sin embargo, acogieron la obra con tanta simpatía: hubo incluso quienes lo hicieron con aviesa intención: v.gr., paganos, maniqueos, donatistas y  pelagianos. Entre los admiradores, muchos, destaca Petrarca, el cual, como para compensar, añade que un ejemplar de las Confesiones le acompaña siempre en muchos y largos viajes por Alemania e Italia.

Francesco Petrarca

Santa Teresa de Jesús, por su parte, con aquella prosa graciosísima que tenía, cuenta que «en este tiempo me dieron las Confesiones de san Agustín, que parece que el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto…

Como comencé a leerlas, paréceme me veía yo allí, comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo…» (Libro de la vida, 9, 7: Obras completas de Santa Teresa de Jesús, BAC 212, Madrid 1967, p. 54).

Reveladoras resultan en verdad la pregunta hecha al cardenal Ratzinger y su respuesta:

-Una vez dijo Vd. que si pudiese llevarse consigo a una isla sólo dos libros, estos serían la Biblia y las Confesiones de san Agustín. ¿Qué confesiones nos debiéramos esperar del cardenal Ratzinger?

-«No tengo que hacer ninguna gran confesión como san Agustín, el cual, presentando la vicisitud de su vida y de su camino consiguió iluminar la entera existencia cristiana» (J. Ratzinger , Il sale della terra. Cinisello Balsamo, Milano 1997, 130).

Hace unos años el conocido actor francésGérard Xavier Marcel Depardieu dio vida en la Catedral de Notre Dame (París) a los libros X y XI de las Confesiones. «Al principio la lectura no fue fácil, pero las palabras de Agustín me cautivaron», declaró al diario católico francés La Croix.

«Su reflexión me ha parecido sublime…y me ha llevado a recapacitar sobre mí mismo… Me he quedado pegado a ese libro, que desde entonces no me ha abandonado y que leo todos los días». «Durante 20 años he frecuentado a un psicoanalista, y puedo decir que los libros X y XI de las Confesiones (una verdadera fuente de referencias) ofrecen respuestas a nuestras preguntas más íntimas y calman nuestros interrogantes más dolorosos».

Gérard Xavier Marcel Depardieu

«No son un catálogo de culpas, sino, más bien, un breviario de alabanzas», puntualizó muy certeramente monseñor Juan Manuel González Arbeláez, arzobispo titular de Oxyrinco, en un sencillo comentario a esta obra inmortal de san Agustín de Hipona.

Tampoco son memorias, sino más bien canto de acción de gracias. Su autor no cesa de repetir que nada hay en el hombre que no venga de Dios, excepto el pecado.

Cuando Agustín empezó a escribir en el 397 las Confesiones tenía 43 años. Llevaba poco de obispo. Primero coadjutor o auxiliar de Valerio, y ahora ya, probablemente, sede plena de Hipona. Las Confesiones son una obra central en su vida. Pero no sólo en relación a su vida. Se colocan casi a igual distancia entre dos catástrofes que supusieron el rejón de muerte en el lomo del Imperio.

Salieron en los años más brillantes de la tarda antigüedad, en aquel período de intensa creatividad literaria y artística, conocido como el Siglo de Teodosio. Actualmente se define tarda antigüedad el último período creativo y original de la civilización romano-helenística, desde la muerte de Marco Aurelio en el 180 al 565, año de la muerte de Justiniano, aquel que intentó por última vez recomponer un imperio extendido por todo el Mediterráneo.

No extrañe, pues, que las Confesiones fueran escritas, vividas y revividas en medio del estrépito de las guerras civiles y externas que amenazaban al Imperio desde dentro y desde fuera.

Tampoco son ciertamente una obra singular aislada. La generación de Agustín fue la de los más grandes escritores cristianos en griego y en latín. Baste recordar a los dos Gregorios (el Niseno y el Nacianceno), y a Jerónimo y Ambrosio, además de a poetas como Prudencio y a santos como Paulino de Nola. Agustín empieza la obra de marras en el mismo año de la muerte de san Ambrosio, su maestro espiritual, y quien le había bautizado en Milán.

Cuando Agustín andaba dale que dale con su pluma a esta obra inmortal era ya celebrado por todas partes como el Hiponense… Sus escritos, que se sucedían sin cesar, eran acogidos como oráculos casi divinos, a veces arrebatados de su escritorio antes inclusive de haber sido terminados. Ya era, en suma, el gran doctor y maestro no sólo de África, por supuesto, sino de la Iglesia universal también.

Se daba en la Historia por primera vez la extraña circunstancia de que un hombre en la cumbre de la gloria escribiese un libro de su vida íntima y pecaminosa, confesándose en voz alta a la faz del mundo y tomando por testigo a Dios de la verdad de su confesión. Pienso que sólo un genio volcado de lleno en Dios pudo ser capaz de escribir esta obra genial.

Hay fundados indicios de que habría escrito primero las Confesiones hasta el libro 9, con el que termina su peregrinación por el error, pero, conocido el fruto que iban dando por todas partes, y, sobre todo, consciente de que su lectura había de suscitar en muchos vivo deseo de conocer el estado espiritual en que se hallaba el autor al tiempo de escribir las Confesiones, decidió complacer a tan  numeroso público, a la espera de que mediante su relato de los divinos favores recibidos en ese tiempo se había de alabar a Dios aún más que con el de sus pecados: cf. 10, 4, 5; 11, 2, 2.

Un estudio que se ocupe rigurosamente de las Confesiones después de san Agustín ha de resultarle a quien se lo proponga, se quiera o no, de una temeridad pavorosa, pues se trataría de estudiar la influencia de esta obra desde después de su publicación hasta nuestros días, a través, en consecuencia, de tantos siglos y en tantos países. ¡Una obra de romanos!

Pierre Courcelle

Courcelle (1912-1980), por ejemplo, entre los mayores expertos de este luminoso escrito, se atuvo en él, principal y casi exclusivamente, al aspecto literario, y todavía más en concreto, al estudio de las citaciones antes que al del género de confesiones autobiográficas.

Su curiosidad se centró deliberadamente sobre las diversas formas con que las generaciones sucesivas entendieron tal o cual episodio de la vida del joven Agustín  (Pierre Courcelle, Les Confessions de saint Augustin dans la tradition littéraire. Antécédents et Postérité. Études Augustiniennes, Paris 1963,, pp. 12-13).

Que las Confesiones han ejercido una influencia duradera, larga, saludable es evidente. Quizás el mismo san Agustín se hubiera sorprendido de ello. Sobre todo del uso que habrían de hacer, que han hecho en realidad, tantos escritores, novelistas, creyentes y no creyentes, cristianos fervorosos y cristianos de todo pelaje agnóstico, comprendido Ernesto Renán.

«Las Confesiones se han convertido en el más bello turíbulo de oro que arde en el templo de la Cristiandad en alabanza del Señor: maldades lloradas y dones de Dios, todo se consume en olor de suavidad. Así, toda la atmósfera de este libro y de esta alma está saturada y azulada de incienso» (V. Capánaga, Introducción general, BAC 10, p. 215).

La gran lección en ellas del convertido Agustín es que quien busca a Dios, aunque por el camino tropiece, acaba encontrando a Dios. La experiencia enseña que a la noche sucede el día, y a la penumbra la luz.  Agustín convertido aprendió a seguir convirtiéndose: Eso, y no otra cosa, quiere decirnos el exhorto a vivir diariamente la vocación cristiana. Vivir cristianamente conlleva una renovada conquista espiritual, un proceso de madurez incesante, un itinerario incansable, inacabable, hacia lo eterno, donde aguarda Dios con regalado deleite paterno hacia sus hijos.

Hay en nuestro contexto cultural, en esta sociedad posmoderna, muchos que, aun no reconociendo en sí mismos el don de la fe, buscan con ahínco, también sinceridad, el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda viene a ser un auténtico “preámbulo” de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios.

Las definiciones de Dios vertidas en estas páginas acreditan igualmente al sublime teólogo que el autor de las Confesiones llevaba dentro, al incomparable tratadista de la inhabitación trinitaria (Langa, P., «Sobre la “primera crisis religiosa” de san Agustín»: Estudio Agustiniano, 22 [1987] 209-234: [25] 233).

La conversión de san Agustín también ofrece al hombre posmoderno la lección de lo que podríamos denominar presencia escondida de Dios: «Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando […] Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo» (Conf. 10,27,38). Más aún: «Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío (interior intimo meo) y más elevado que lo más sumo mío (et superior summo meo)» [Conf. 3,6,11].

De ahí que Agustín de Hipona sea para Jaspers, otro de sus admiradores, el primer pensador cristiano en quien filosofía y teología representan una unidad indivisible: pensamiento y vida son, en Agustín, una sola cosa.

Jaspers tratará de esclarecer esto desde los puntos de vista fenomenológico, psicológico y ontológico. San Juan Pablo II lo llamó el gran convertido (Augustinum Hipponensem, 28.8.1986). Grande por los admirables efectos que la conversión obró en su vida, por la actitud constante de humilde adhesión a Dios, por la fe ilimitada en la gracia divina. Desde sus Confesiones, pues, y dado que este año el 28 de agosto cae en domingo, san Agustín le sigue diciendo al hombre posmoderno, al de esta hora de pandemia y guerra inacabadas: Tolle lege («Toma y lee») [Conf. 8,12,29].

Karl Jaspers

Volver arriba