«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»



Lo dijo Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm y lo recoge cuidadosamente san Juan en el famoso discurso del «pan de vida» (Jn 6, 54). Queda patente, pues, que Jesús no vino a este mundo para dar algo, sino para darse a sí mismo, entregar su vida, como alimento para quienes tienen fe en Él. Esta comunión con el Señor, por otra parte, nos compromete a nosotros, sus discípulos, a imitarlo, haciendo de nuestra vida, con nuestras actitudes, un pan partido para los demás, como el Maestro partió el pan que es realmente su carne. Para nosotros, en cambio, son los comportamientos generosos hacia el prójimo los que demuestran la actitud de partir la vida para los demás.

Cada vez que nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, plasma nuestro corazón, nos comunica actitudes interiores que se traducen en comportamientos evangélicos: ante todo, la docilidad a la Palabra de Dios, luego la fraternidad entre nosotros, el valor del testimonio cristiano, la fantasía de la caridad, la capacidad de dar esperanza a los desalentados y acoger a los excluidos. De este modo la Eucaristía hace madurar un estilo de vida cristiano.

La caridad de Cristo, acogida con abierto corazón, nos cambia, transforma, dulcifica; nos hace capaces de amar no según la medida humana, siempre pobre y limitada, sino según la medida de Dios, que es infinita. Se comprende, por eso, que ésta no tenga medida. Porque no se puede medir el amor de Dios: ¡es sin medida! Y así llegamos a ser capaces de amar también nosotros a quien no nos ama: y esto no es fácil. Amar a quien no nos ama… ¡Difícil me lo ponéis!

Porque si nosotros sabemos que una persona no nos quiere, también nosotros nos inclinamos por no quererla, cuando debemos amar también a quien no nos ama. Oponernos al mal con el bien, perdonar, compartir, acoger. Gracias a Jesús y a su Espíritu, también nuestra vida llega a ser «pan partido» para nuestros hermanos. Y viviendo así descubrimos la verdadera alegría, la de convertirnos en don, para corresponder al gran don que nosotros, sin mérito nuestro, hemos recibido antes.

Hermosa realidad, ésta del don. Jesús, Pan de vida eterna, bajó del cielo y se hizo carne gracias a la fe de María santísima. Después de llevarlo consigo con inefable amor, Ella lo siguió fielmente hasta la cruz y la resurrección. Pidamos a la Virgen que nos ayude a redescubrir la belleza de la Eucaristía, y a hacer de ella el centro de nuestra vida, especialmente en la misa dominical y en la adoración.



Jesús, Pan de la vida, da la vida eterna, que no desaparece con la muerte y que encuentra su cumplimiento en la resurrección. Son precisamente los dones eucarísticos los que muestran cómo es ese amor del Padre y del Hijo que impregna y caracteriza la vida eterna.

Jesús se acerca hasta el hombre para satisfacer no solo el hambre material, sino sobre todo un hambre más profunda, el hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios. Tampoco es alimento eucarístico que se transforme en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; "nos atrae hacia sí". Al mismo tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una vida digna, y que se terminen las desigualdades no con las armas de la violencia, sino con el compartir y el amor.

Alimento de verdad y de amor, Jesús nos asegura que « quien coma de este pan vivirá para siempre » (Jn 6,51). Pero esta « vida eterna » se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: « El que me come vivirá por mí» (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio « creído » y « celebrado » contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente.

«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6,60). El discurso de Jesús sobre el pan de vida en la Sinagoga de Cafarnaúm, provocó el abandono de muchos. Lo peor es que no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él.

«Este modo de hablar es duro», porque a menudo confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, convencidos de poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres.

Duro, porque el hombre cae con frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida.

Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos. Pero ¿cómo recuperar y reafirmar el primado de Dios? Echando mano de la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino a menudo difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma.

Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29).

En la última Cena Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos puedan beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz.

Se le quitará la vida en la cruz, pero ya entregada por sí mismo. De modo que la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al fin, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz.



La comunión eucarística nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10,17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché.

Nutrirse de Cristo es entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25, 34-36).

La espiritualidad eucarística, entonces, es un auténtico antídoto contra el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas.

Es el alma de una comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión.

Es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia. La espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda.

Del Pan de la vida sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.

No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Sacramentum caritatis, 71).



«No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).

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