José de Segovia James I. Packer (5): ¿Separación inevitable?

Packer acabó siendo “culpable por asociación”, para ambos lados. Para unos era un fundamentalista, para otros demasiado abierto.

Packer acabó siendo culpable por asociación, tanto para los que creían que era demasiado fundamentalista, como para los que le consideraban demasiado abierto al diálogo.

Si algo parece marcar la vida es que, igual que nos une, nos separa. A veces son las circunstancias, pero otras veces es una decisión más o menos consciente, por la que nos acercamos o alejamos de ciertas personas. El cristianismo se empeña en proclamar que es la única fuerza capaz de unir a la humanidad. Sin embargo, toda su historia es de continuas divisiones y conflictos.

El movimiento evangélico es un intento de buscar la unidad en la verdad que hay más allá de las denominaciones –para el que lo mira desde fuera, imposible de distinguir de la fragmentación que presenta el protestantismo, pero en su lógica interna, es la unidad que se demuestra en su diversidad–. Podemos describirlo como es, sociológica e históricamente, pero para Packer se define por lo que debería ser verdaderamente, el cristianismo.

Si George Marsden es el historiador que mejor ha estudiado en un contexto académico la realidad evangélica de Estados Unidos en el siglo pasado, David Bebbington tiene la reputación de haber hecho lo mismo en el contexto británico. Otra cosa es que lo haya logrado. Más allá de los discutidos cuatro rasgos que, para él, definen lo que es ser evangélico (el énfasis en la conversión personal, la Biblia, la cruz de Cristo y el servicio cristiano activo) –yo prefiero las diez convicciones doctrinales que apunta Packer–, no hay duda de que en el Reino Unido había cuatro tipos de evangélicos en los años 60, como dice Bebbington:

Primero, hay iglesias “libres” o independientes que muestran un “fundamentalismo” parecido al que surge en Estados Unidos en los años 20 y 30, que no hay que confundir con el segundo grupo, cuya postura conservadora representan hombres como Stott o Packer en el anglicanismo. El primero es marcadamente pietista, mientras que el segundo tiene una actitud reformadora de la iglesia y la sociedad. El tercer sector lo forman todos esos anglicanos cercanos al movimiento evangélico, pero sin una definición clara. Algunos creen que esta es la tendencia hoy mayoritaria en el anglicanismo, pero no en los años 60. Y el cuarto grupo es uno anglicano ya desaparecido institucionalmente, puesto que los “evangélicos liberales” todavía existen, pero ya no forman un sector organizado con una revista que lleve ese nombre. De hecho, ahora a casi nadie le gusta el calificativo “fundamentalista” o “liberal”, pero entonces para algunos, era un orgullo llamarse así.

La revolución de los 60

Aunque las décadas no coinciden cronológica y sociológicamente –lo que llamamos 60 es más bien el final de la década, puesto que al principio es como en los años 50–, no hay duda de que en los 60 se produce incluso en la teología, un cambio radical que hace que nada vuelva a ser lo mismo a partir de entonces. Aunque gran parte del mundo siga viviendo como si la secularización no existiese, en Occidente ya no tiene vuelta atrás. Es una realidad irreversible. Aunque la sociedad de posguerra intenta reconstruir la vida tradicional, esto es ya imposible. El reloj de la Historia ha marcado una hora que no podemos atrasar ya más. No son sólo las formas, lo que ha cambiado. Es la actitud hacia la vida misma. Es sólo en ese contexto que podemos entender un libro como “Sincero para con Dios” (1963) del obispo anglicano Robinson.

La llamada teología radical, que utiliza conceptos como “la muerte de Dios” con Altizer o la “teología secular” de Harvey Cox en Estados Unidos, tuvo varias respuestas evangélicas. En Inglaterra se concentraron en el libro de Robinson. Eran generalmente de dos tipos, como observa McGrath. Unas se centran en el hecho de cómo puede decir un obispo estas cosas, pero las segundas entran ya más en la cuestión de su ortodoxia. Ninguna se parece, como dice McGrath, al librito que Packer publica el mismo año que Robinson. Lleva el interesante título de “Guardaos de los ídolos” en referencia al texto que hay al final de la Primera Epístola de Juan. Muestra bíblicamente, cómo no hay diferentes formas de pensar sobre Dios, sino distintos dioses y otros cristos. Es un claro ejemplo de la originalidad y frescura con la que Packer responde a la realidad actual, desde la Escritura.

El libro que publicó el obispo anglicano en 1963 tuvo varias respuestas evangélicas, pero ninguna como la de Packer.

El cuaderno forma parte de la serie que él publica en la Casa Latimer, un centro que Packer funda en Oxford con otros dos profesores de Bristol, John Wenham y Richard Coates, que acuden a Stott para que sea presidente de esta Fundación de Investigación Evangélica. No tiene la ambición de Tyndale, el centro de estudios bíblicos que había formado en Oxford en los años 40, Wenham con F. F. Bruce y Oliver Barclay –el edificio todavía está en Selwyn Gardens, que fue adquirido por un generoso constructor de una Asamblea de Hermanos, John Laing–. Estos no son seminarios como una facultad o una escuela bíblica, sino centros de estudios para promover reflexión al más alto nivel en el mundo evangélico. Tyndale es conocido por sus estudios sobre el Nuevo Testamento y Latimer por la orientación evangélica que ha dado al anglicanismo.

Packer pasa de mero fundador a ser empleado de Latimer, un par de días a la semana hasta que se dedica finalmente al proyecto a tiempo completo durante los años 60. La idea original era que encabezara la investigación un joven especialista en el Nuevo Testamento llamado Philip Hughes. Como Packer, Hughes era un amigo anglicano de Lloyd-Jones que se identifica con la teología reformada y no acaba de encontrar su sitio en Inglaterra. Tras su desencuentro con Latimer, se convierte en profesor del Seminario Teológico de Westminster en Filadelfia, Estados Unidos. Para sustituirle, se lleva Packer otro investigador de Bristol llamado Roger Beckwith. El personal de estos centros se suele limitar a un “guardián” (Ward), como llaman al director, así como un “bibliotecario” (Librarian), que es como denominan al investigador.

El debate ecuménico

El movimiento ecuménico nace del acercamiento de las denominaciones protestantes en la misión. Hasta el siglo pasado cada uno hacía su propio esfuerzo sin mucha relación entre ellas, pero las conferencias misioneras de principios del XX llevan a la constitución del Consejo Mundial de Iglesias en Amsterdam el año 48. Los años 50 se plantea la posibilidad de fusión de algunas denominaciones, como la anglicana y la metodista. La idea era lograr una mayor unidad visible por la vía institucional, no como la Alianza Evangélica –fundada en 1846 en Inglaterra, originalmente para la defensa de la libertad religiosa–. Las expectativas eran tan grandes que, en la primera comisión británica de Fe y Constitución –nacida del Consejo Mundial de Iglesias en 1964– se busca la unión visible de todas las iglesias del Reino Unido “no más tarde que el día de Pascua de 1980”.

La constitución del Consejo Mundial de Iglesias en Amsterdam en 1948 da comienzo a un movimiento ecuménico que busca la fusión de varias denominaciones en los años 60.

La primera gran propuesta en Gran Bretaña era unir a metodistas y anglicanos en los años 60, ya que el movimiento de Wesley nace en el siglo XVIII al salir de la Iglesia de Inglaterra –a la que él mismo perteneció toda su vida–. La idea no fue muy bien recibida por muchos. Primero, por los metodistas, que no se les consideraba “verdaderos ministros de la Palabra y los sacramentos” por los anglicanos, hasta no recibir una ordenación episcopal, que coincidía con la celebración de la fusión. Segundo, por los anglo-católicos, que estaban preocupados por la notoria falta de ortodoxia de muchos metodistas. Y tercero, los evangélicos que coincidían con los anglo-católicos en la percepción de que el liberalismo teológico estaba creciendo más entre los metodistas que entre los anglicanos, donde había cada vez más jóvenes evangélicos.

La perspectiva evangélica promovida por Latimer, era una crítica a la visión que mostraba la propuesta de “El sacerdocio y los sacramentos”. La escribió Beckwith. Algunos sospechaban de lo que Packer pudiera decir al respecto, ya que su reconocido calvinismo entraba en conflicto con el característico arminianismo del metodismo. El problema surgió cuando Packer participa en un libro en 1970 con dos anglo-católicos y el evangélico Buchanan, todos ellos críticos de la unión con los metodistas, pero por causa de una ortodoxia en la que difieren notablemente en su visión de la Escritura, la doctrina de la justificación y la naturaleza de los sacramentos. Packer reconoce las diferencias, pero se ve como un compromiso que confirma las sospechas de Lloyd-Jones de que los evangélicos anglicanos harán cada vez más concesiones para poder seguir en la Iglesia de Inglaterra.

La gran división

La ruptura entre los evangélicos que están en iglesias “libres” o independientes y los que se quedan en el anglicanismo comienza en la triste asamblea de la Alianza Evangélica británica de 1966. Era la primera reunión nacional que se hacía a nivel masivo desde su fundación en el siglo XIX. Se celebró en la sala central que tienen los metodistas al lado de la abadía de Westminster. El moderador era John Stott y el primer orador Lloyd-Jones. Se ha hablado y escrito mucho sobre lo que allí ocurrió. El primer y último biógrafo de Packer nos dan una perspectiva complementaria, al ser uno nieto del Doctor (Christopher Catherwood) y el otro conocido defensor de una ortodoxia anglicana, que va más allá del movimiento evangélico (Alister McGrath).

Lloyd-Jones comienza su ministerio en una denominación mixta como la presbiteriana de Gales, pero en 1966 ve en peligro la identidad evangélica, al vincularse a un contexto plural, doctrinal y experimentalmente.

Es un tema sobre el que me resulta doloroso escribir, ya que iba a la iglesia de Lloyd-Jones desde que tenía unos pocos meses, cuando mis padres fueron a Londres en 1964. Y cuando volví a vivir en Londres a finales de los 70, fue para estudiar con Stott en el instituto que dirigió hasta los años 80, mientras asistía a su iglesia de All Souls. Al volver luego a Inglaterra a principios de los 90 estuve en otro centro vinculado al círculo de Lloyd-Jones. Y me siento como esos hijos a los que se les piden que elijan entre su padre y su madre, cuando la separación se hace inevitable. Creo que entiendo a uno y a otro, pero lo que siento es pena por la dificultad de poder llegar a un acuerdo para poder vivir juntos. Son puntos de vista sobre la unidad de la Iglesia totalmente incompatibles.

El propio McGrath –nada cercano a Lloyd-Jones– reconoce que la intervención de Stott fue “impropia”. Como dice, se disculpó por ello al Doctor, después. En una asamblea seria, como las que se hacían en aquella época en la cultura anglosajona, un moderador no podía discutir al conferenciante, concluyendo el acto con una respuesta que rebata todo lo que se haya escuchado. Eso es lo que hizo Stott cuando Lloyd-Jones pidió a los evangélicos que dejaran las “denominaciones mixtas”, para asociarse sólo con iglesias evangélicas. Por otra parte, el propio McGrath reconoce que hasta el día de hoy no se sabe “lo que Lloyd-Jones quería conseguir, lo que dijo (o quería decir)”. Dice que “es totalmente posible que se haya mal entendido lo esencial de su mensaje, por lo menos por cierta parte de su audiencia”. Lo que está claro fueron sus consecuencias.

La ruptura entre los evangélicos que están en iglesias libres o independientes y los que se quedan en el anglicanismo se produce en la asamblea de la Alianza Evangélica británica de 1966.

Algunos entendieron simplemente que el Doctor quería mostrar la importancia de la unidad evangélica. Otros que estaba llamando a salir del anglicanismo, para formar parte de la Comunión de Iglesias Evangélicas Independientes. Bastantes entendieron que quería que se formara una asociación nueva como una comunidad evangélica unida. Y la mayoría comprendieron que era una llamada a romper el compromiso con denominaciones que no fueran totalmente evangélicas. Las consecuencias para la comunión que Lloyd-Jones había formado en Westminster con evangélicos dentro y fuera de la iglesia anglicana era evidente. Ese mismo año se disuelve la asociación de ministros, así como la conferencia de estudios puritanos, para reconstituirse en términos excluyentes para los anglicanos.

¿Culpable por asociación?

Desde el nacimiento del fundamentalismo americano en los años 20 del pasado siglo, la división entre los evangélicos es hasta dónde llega el principio de separación. Hombres como Packer y Stott entienden que hay una diferencia individual y congregacional entre el cristianismo evangélico y otras expresiones del cristianismo que no responden a la doctrina y práctica bíblica. La cuestión es si esa iglesia local puede tener lazos con una denominación que incluya congregaciones que no tengan esa identidad evangélica. Esa asociación puede ser muy diferente, legal, histórica o espiritualmente. Los evangélicos anglicanos hasta el congreso nacional que hubo en la universidad de Keele en 1967 creían que ellos eran la verdadera Iglesia. Las otras formas de cristianismo que había en el anglicanismo no eran expresiones de la verdadera fe. Por eso su misión era reformar a la Iglesia de su error y no convivir con él. Esa era la postura de obispos como Ryle.

Lloyd-Jones tuvo también su propia evolución. En 1940 fue recriminado por Oliver Barclay a causa de su participación en el Movimiento de Estudiantes Cristianos en Oxford con conferenciantes que no eran evangélicos. En 1948 participa en una misión en Edimburgo con un conocido teólogo liberal anglicano, Alec Vidler. Y su propio cuñado, Ieuan Phillips, fue moderador de una denominación “mixta” como es la Iglesia Presbiteriana de Gales –nacida del Avivamiento metodista calvinista, pero como la Iglesia de Escocia, alejada ya del movimiento evangélico en su relación con la Reforma–. Lloyd-Jones comienza su ministerio en esa denominación. Lo cierto es que en 1966 ve en peligro la identidad evangélica, al vincularse a un contexto plural, doctrinal y experimentalmente.

Packer tiene que dejar de colaborar con Lloyd-Jones incluso en la revista donde aparecen por primera vez los artículos que darán lugar a su libro más popular sobre el conocimiento de Dios. Es una ruptura unilateral, por principios, no por cuestiones personales. Eso está muy claro en el comportamiento del Doctor. McGrath observa por eso, justamente, que “hay un acuerdo general en que los que aconsejaron a Lloyd-Jones, parecen ser más responsables de su línea dura, que el Doctor mismo”. Esto es una constante, históricamente. Los seguidores tienden a ser más estrictos y fanáticos que el maestro al que siguen y admiran.

José de Segovia estudió con Stott a principios de los 80, después de ir a la iglesia de Lloyd-Jones en los 60 y volver a su círculo en los 90.

Igual que en el sentido opuesto, algunos han querido entender la posición de Stott y Packer como un ecumenismo sin barreras. McGrath es el primero que redefine la posición evangélica como un “cristianismo más puro”, frente a otras “mutaciones”, que considera igualmente válidas. Así utiliza a Packer en su biografía, como Timothy George en su obituario, para hacerle baluarte del diálogo y la cooperación ecuménica con anglo-católicos y católico-romanos. Lo mismo ocurrió cuando estudiaba con Stott y participó en un libro de conversaciones con un teólogo liberal, David Edwards, donde discuten en cierto momento la realidad del infierno. En ocasiones así, todos quieren usar a un dirigente respetado para su propia causa, sea a favor o en contra, pero la realidad es que ellos mismos apenas han escrito y hablado sobre estos temas que constituyen la agenda de otros. Y los que hemos tenido oportunidad de preguntarles, no tenemos nada claro que esa fuera su postura.

Volviendo a Schaeffer –defensor de la separación de segundo, tercero y hasta cuarto grado en su época de presbiteriano neo-fundamentalista–, el problema de los “culpables por asociación” es que se acaba luchando más contra evangélicos, que contra liberales. Él escribe al final de su vida, cuando estaba enfermo de cáncer, en “El gran desastre evangélico” (1984): “Hay cosas que se dijeron que me son difíciles de olvidar, incluso ahora. Aquellos que dejamos de tratar con liberales no podíamos ni siquiera orar con aquellos que todavía tenían relación con ellos. Se rompió toda forma de comunión con verdaderos hermanos en Cristo. Se quebrantó el mandato de amarnos los unos a los otros. Lo que quedó fue un volverse hacía dentro, una justicia propia, una dureza”.

Esa mentalidad de trinchera sigue asolando el movimiento evangélico, tanto en el sector conservador como liberal. Ya no forman grupos, ni asociaciones. Las redes están llenas de francotiradores en uno y otro sentido, que ya no asisten ni a una iglesia. No paran de hablar de cuál es el verdadero cristianismo y no son siquiera capaces de relacionarse con aquel que tienen al lado. Es “el gran desastre evangélico”, como decía Schaeffer. Packer acabó siendo “culpable por asociación”, para ambos lados. Para unos era un fundamentalista, para otros demasiado abierto. Stott ansiaba un equilibrio que no es fácil de encontrar. A veces me parece que simplemente no existe. Como decía Joseph Conrad, “no hay nada más fácil de ser tildado de exageración que el lenguaje de la verdad desnuda”. Supongo que esa es la radicalidad del mensaje de Jesús.

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