Lo que importa – 53 Bifurcación personal…

…hacia sí mismo y hacia su entorno

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Con la que está cayendo de tejas abajo, no está demás sentarse cómodamente en el tejado para elucubrar un poco, mirando a las estrellas, en una especie de ensoñación psicológica o arrebato místico en busca de desahogo y consuelo, especias tan apropiadas para condimentar la dura y desaborida forma de vida que nos está tocando llevar. Sea de nuestro agrado o no, lo aceptemos o nos neguemos a reconocerlo, arrastramos con nosotros, por así decirlo, un doble yo, el propio, que nos pertenece en exclusiva a nosotros mismos, y el ajeno, que afortunadamente pertenece a quienes nos rodean y a aquellos de cuyas vidas formamos inexorablemente parte.

El yo propio mío es el que me permite la ilusión de creerme dueño y señor de mi vida, de convencerme de que soy libre para hacer con ella todo lo que me venga en gana sin parar mientes en que tan omnímoda libertad puede que no sea más que una ilusión cimentada en el aire debido a lo condicionados que estamos al emprender cualquier cosa que se haga o pretenda hacerse. No nos damos cuenta de que, aunque la esclavitud como clase social fue abolida hace ya mucho, vivimos todavía en un mundo atiborrado de esclavos, atenazados férreamente por cadenas tan fuertes como el dinero, el poder, la fama y la pretensión de mirar por encima del hombro a cuantos se hallan en la propia órbita de acción.

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Pero dejemos hoy en paz el “yo propio”, de tan pobre entidad, tan mísero en cualquier dirección que miremos y de tan corto recorrido en el tiempo, para contemplar extasiados las enormes dimensiones y extraordinarias virtualidades que puede alcanzar y de hecho alcanza el “yo ajeno”, de tan denso contenido y de tan largo recorrido al formar parte de la entidad y de las vidas de todos aquellos a los que realmente pertenece. En esa dimensión de nuestra personalidad nos topamos con el atractivo y la hermosura de un cristianismo que nos invita a negarnos a nosotros mismos para salir al encuentro de todos los demás. Si el mismo Verbo no tuvo en consideración su condición divina para encarnarse, nosotros, sobre todo los que decimos que seguimos sus pasos terrenales, no deberíamos reparar en prendas a la hora de afrontar el juego de la vida para perderla en beneficio de nuestros semejantes.

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Bien analizado y valorado, el cristianismo diluye por completo el yo en nosotros, como ya hemos dicho más de una vez; nos transforma en comunidad, en cuerpo místico de Cristo. El egoísmo ampuloso de Salomé, la madre de los hijos del Zebedeo, está fuera de lugar, no encuentra acomodo en el juego cristiano (Mt 20:20 y ss.). Solo Dios es bueno, santo y altísimo, soberana y autónoma entidad de la que todos los demás participamos por el solo hecho de haber sido creados. Aunque hayamos nacido en este siglo, a punto de completar su primera cuarta parte, todos llevamos impreso en el ser el sello de la eternidad en que estamos insertos por nuestros propios vínculos con el Dios de nuestra fe. Que todos los seres humanos, habidos y por haber sin excepción posible, formemos parte como miembros de un solo cuerpo místico es el pensamiento más excelso y fecundo que puede concebir la mente humana más acreditada y honesta. 

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Diciendo lo dicho, no hablo de introversión o extraversión como características psicológicas de una forma de ser, sino de toda una forma de vida: vivir para nosotros mismos o vivir para Dios, es decir, para la comunidad humana de la que formamos parte. Entiendo que ha sido un gran error o, digamos mejor, un gran desenfoque del cristianismo haber encauzado casi toda su fuerza de acción en la primera dirección, la de uno mismo para sí mismo en el sentido de que cada cual debe sacarse las castañas del fuego, es decir, buscar o hacer lo necesario para su propia salvación. Todavía hoy se sigue implorando a Dios y a María que “nos (me) libren de las penas del infierno”, ¡qué barbaridad! Mi maestro de novicios daba tal importancia al acto de morir que lo asemejaba a la definitiva fotografía de una vida, la que te dejaba la cara que habrías de llevar puesta toda la eternidad. De ahí, siguiendo supuestas consignas evangélicas, la obligación o conveniencia de estar vigilantes para que la muerte no te sorprenda con cara de tonto o de malvado, como si la salvación fuera solo cosa del último segundo de vida.

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Volvamos a lo que importa y a la auténtica fuerza transformadora del cristianismo, la de propugnar una forma de vida ahormada por las bienaventuranzas, es decir, una vida totalmente volcada en los demás. De nada sirve comulgar si no me dejo comulgar, es decir, de nada sirve comer a Cristo si yo mismo no me ofrezco como comida a mis semejantes. No deberíamos olvidar que los creyentes en Jesús somos comida y comensales en su Cena y que, por tanto, no es cuestión tanto de celebrar la eucaristía como de vivirla, de ser uno mismo eucaristía.

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La transformación vital del yo en nosotros cambia por completo la perspectiva, pues uno deja de pensar en sí mismo para pensar en los demás. El supremo egoísmo, que se cifra en el hecho de pretender una nueva vida eternamente feliz en los cielos tras la muerte, idéntica a la que llevamos en la tierra, aunque mejorada ad infinitum, pierde su atractivo y fuerza frente a la perspectiva de secundar la obra divina de salvación que te exige entregar tu vida a los demás. Lo cierto es que la muerte fulmina el yo, pero no tiene fuerza para borrar del mapa el nosotros. Que mi yo subsista o no tras la muerte es algo que no debería preocuparme en absoluto, además de que es algo que no depende de mí en absoluto, pues lo que yo sea en el futuro ya lo estoy siendo en la mente divina desde siempre. Esta convicción no puede llevarme más que a la absoluta seguridad de que, a pesar de mis propios yerros y caídas en esta vida, tras mi muerte seguiré formando parte del plan soberano del Dios en quien creo, fundido en su propio ser en el más rabioso panteísmo que uno pueda imaginar, ser en el que no puede haber brotes de dolor y, mucho menos, atisbo alguno de infiernos imaginarios.

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En definitiva, hay un “yo” de pacotilla, insignificante, intranscendente, el propio, y otro diluido en el “nosotros”, multiplicador, revestido de eternidad y de atributos divinos en cuanto parte de la comunidad mística que se identifica con el auténtico cuerpo salvador de Jesús. Se supone que en estos momentos hay en el mundo unos dos mil quinientos millones los cristianos. Si a ellos sumamos los más de mil quinientos millones de musulmanes y los más de 15 millones de judíos, todos los cuales, al igual que hacemos los cristianos, adoran al mismo Dios, estamos hablando, más o menos, de la mitad de los habitantes actuales del planeta tierra.  Si fuera realmente así, es decir, que todos viviéramos en consonancia con nuestra fe, la tierra tendría que haberse convertido ya en un auténtico paraíso, libre de excluidos y de hambrientos, en el que todos viviéramos a resguardo de tantos atroces sufrimientos como nos atenazan. Más en concreto, la perspectiva en que nos situamos supone para la Iglesia católica el reto de encarnar el Evangelio cristiano en la vida de los hombres de nuestro tiempo, hasta lograr que el lobo y el cordero convivan en paz, hermosa utopía que debe iluminar nuestro caminar. De hecho, si fuéramos capaces de convertir solo un puñado de acerados “yos” punitivos en suaves “nosotros” maleables, como refugio y amparo frente a todo daño, nuestra forma de vida daría el gran vuelco de lo inconveniente a lo conveniente, del mal al bien, del sinsentido al sentido común, del contravalor al valor.

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¿Qué importancia puede tener mi propio yo en la otra vida? Absolutamente ninguna, como tampoco la tiene en esta. Pero que yo exista por lo que mi existencia significa para otros muchos sí que la tiene, como también la tendrá que mi supervivencia agrande de alguna manera la divinidad en que creo y de la que ya formo parte con todos los demás seres creados. No pidamos a Dios que nos libre en la otra vida de las penas del infierno (si el infierno fuera realmente un destino posible para los seres humanos, Dios perdería su razón de ser), sino que instrumentalice nuestra propia vida como alimento eucarístico de todas las demás vidas.

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