A salto de mata – 61 Entonces y ahora

Concilio de Jerusalén e Iglesia sinodal

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Mi percepción de la libertad de que deben gozar los hijos de Dios me lleva a la osadía de reducir toda distancia filosófica y ritual entre aquel entonces, el del nacimiento del cristianismo, y este ahora, cuando ese mismo cristianismo sigue haciéndose preguntas cruciales sobre sus esencias y su cometido. Han pasado casi dos mil años entre medias, lo que, mirado desde muy arriba, parece solo un momento fugaz hasta el punto de que, de aguzar un poco el oído, todavía pueden oírse las acaloradas discusiones sobre si la obra salvífica de Jesús era don exclusivo para el pueblo de Israel o gracia que de alguna manera pudiera beneficiar también a los demás pueblos. Todavía en nuestros días hay muchos, más de los que uno podría pensar a primera vista, que siguen hablando solo del pueblo de Israel, es decir, de que solo un puñado de selectos, los preferidos de Dios, tienen el horizonte ultraterreno despejado, convencidos de que el cristianismo es algo hecho, redondo, acabado e intocable, frente a la evidencia de la movilidad esencial que tiene toda forma de vida.

2

Seguramente, desde nuestras propias preocupaciones no somos capaces de hacernos cargo del enorme golpe de timón que dio Pablo, justo cuando un cristianismo naciente estaba todavía enraizando, frente a los dirigentes jerosolimitanos al lograr abrir el campo de la salvación a los gentiles, aunque los introdujera en el redil de los que habían de salvarse por la puerta dudosa, si no falsa, de la pertenencia a Israel por adopción y sin necesidad de someterse a la circuncisión ritual. El Espíritu que había prometido Jesús ardía en las entrañas de un Pablo convencido de que se acababa el tiempo sin que el Israel elegido cumpliera la promesa de ser al final de los tiempos un pueblo mesiánico formado por muchas naciones. Sin duda, el cristianismo nació con buen pie, el de la permanente presencia viva de Jesús como camino de verdad. Pero ni pudo entonces ni puede ahora afortunadamente sacudirse de encima el estigma del calvario y de la cruz, grabado a fuego en sus entrañas, por ser el desencadenante de la “resurrección” que lo acompañó entonces dándole carta de naturaleza, lo acompaña hoy preservándolo de tantas convulsiones externas e internas y lo seguirá haciendo avivando la esperanza mientras dure el tiempo.

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Nada tiene de extraño, por ello, que el cristianismo semeje el discurrir de un río de aguas bravas y siga siendo, como también lo fueron la vida y el testimonio del propio Jesús, un “signo de contradicción”, cual maravillosa prédica que ensalza lo humilde y humilla lo excelso, cual poder incontestable que coloca a los últimos en los primeros puestos y afea la fatua ostentación de los que se afanan por figurar, y cuyo pasaporte para el reino de los cielos lleva impresa la risueña cara de un niño sin maldad alguna.Solo los que se hacen y comportan como niños entrarán en el reino de los cielos, nos recuerda Mateo” (18:3). No es que la fe cristiana postule que nos volvamos infantiles, sino que nos invita a mantener viva una confianza de niños incondicional en nuestro Padre celestial en medio de las dobleces y los intereses ramplones que, por lo general, dominan nuestra vida de adultos.

4

Mirando hoy hacia los adentros de la Iglesia de la que formamos parte como cristianos, no debemos seguir poniéndonos la pesada coraza de los dogmas con que nos hemos armado hasta los dientes en el pasado. Más bien al contrario, debemos ser permeables en todo momento a un Espíritu que sopla donde y cuando quiere. Además, debemos erradicar las exclusividades que protegen privilegios claramente abusivos. En otras palabras, nuestra fiereza dogmática no puede acallar de ninguna manera los gemidos del Espíritu, gritos con los que trata de esponjar nuestra mente hasta convencernos de que es mejor vivir amándose que odiándose (una mala paz siempre será preferible a una buena guerra). No hay espacio en la comunidad cristiana para guetos de exclusión y pobreza. Y así, por ejemplo, ¿puede algún dirigente eclesiástico dudar razonablemente de que es el Espíritu quien postula clamorosamente en nuestros días que no se excluya a las mujeres, a base de demagogias baratas y usurpaciones evangélicas, del quehacer cristiano, un quehacer que languidece por desaprovechar el enorme caudal femenino?

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El olvido de los esenciales aportes del cristianismo a la humanidad nos está llevando a callejones sin salida, cuando no a la más dura desesperación, e incluso a la náusea y a la demanda de una muerte adelantada. El poder y el dinero, nuestros flamantes dioses actuales, entronizados en las hornacinas de todos los estamentos de nuestra sociedad, no aguantan la envergadura de una vida cuyo peso quiebra el acero y cuya riqueza no tiene precio. Afortunadamente, la vida humana es mucho más que poder y dinero. Ni la razón con sus luces ni la ciencia con sus espectaculares avances alumbran lo suficiente el camino del hombre. Necesitamos más, mucho más. Para vivir no basta saber, es preciso contemplar; no basta tener, es preciso ser. Necesitamos contemplar la verdad incontaminada, cara a cara, y ser mucho más que lo que pueda llevarse el viento. Nuestra mente no puede contentarse con destellos fugaces ni nuestro corazón saciarse con dulzuras efímeras. Aunque de por sí seamos poca cosa o incluso nada, para vivir lo necesitamos todo; aunque el tiempo sea nuestra condición, no aguantaremos su peso más que machihembrándolo con la eternidad.

6

Como en el concilio de Jerusalén le ocurría a Pablo, también a nosotros el tiempo se nos echa encima, pues la eternidad aflora por cada uno de los poros de nuestro corruptible cuerpo, y el Espíritu nos ensordece gritándonos que debemos permanecer en el camino del calvario, cada cual con su cruz, hasta alcanzar en el Gólgota particular la plenitud de lo que realmente somos. Mientras vamos cubriendo las estaciones de nuestro particular viacrucis, ese mismo Espíritu persiste en que debemos transformar sin dilación nuestra sociedad en comunidad al paso que nos vamos adentrando en el ser mismo de Dios. Alternativas como vivir imantados por los atractivos del poder, de la fama y del dinero, por mucho que nos seduzcan y por muy ardorosamente que las busquemos, son bagatelas frente a la condición de seres solidarios que, aunque pobres de solemnidad, poseen las inmensas riquezas de la casa de su Padre, el mismo que, según los Evangelios, se ocupa con mimo y ternura de alimentar las aves del cielo y de vestir los lirios del campo.

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Sin la menor duda, hoy como entonces, vivimos “convulsos tiempos creativos”, tiempos que demandan audacia, tiempos de trincheras en las afueras o en las vanguardias para avances sacrificados, tiempos mucho más acordes con el talante del papa actual que con el de su predecesor. Poco importa que pretendan confundirnos los gritos producidos por los dolores de parto a que se está viendo sometida nuestra sociedad, obligada a alumbrar una nueva Navidad.  Permitir que, en el lío imperante, sea el Espíritu quien dirija el curso de nuestra Iglesia es posiblemente lo más atrevido y arriesgado a que podemos enfrentarnos en nuestros días. Es ese un Espíritu que, soplando donde quiere y cuando quiere, no se anda con chiquitas a la hora de obligarnos a dar volantazos y de lanzarnos retos exigentes. Aligerar la carga dogmática, airear las arcas de la Iglesia y trasplantar la vida cristiana de los templos a las familias, a los supermercados y al folclore popular, pongo por caso, respetando los respectivos ámbitos de cada cosa, es ardua tarea que requiere paciencia y tino y que no podrá lograrse más que con la ayuda de todos los brazos disponibles, los de hombres y mujeres, estén o no casados, sean célibes o consagrados. Hablo de una tarea descomunal, cuyo éxito está solo en que nos dejemos penetrar por el soplo del Espíritu. La sociedad actual, sin necesidad de hacerse clerical ni volverse beata, será cristiana solo cuando la Iglesia logre que todo lo humano que hay en ella se encamine hacia su propia plenitud.

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