Audaz relectura del cristianismo (59) Del Sancta Sanctorum…

… al salón de casa

El altar del Gólgota

Cuestionarse la solvencia teológica de lo “sobrenatural” o sagrado aterrorizaría a muchos cristianos porque rompería el cascarón que envuelve su concepción de lo cristiano y alimenta sus sentimientos. Creen que dejar de volar en su mundo celestial y ocuparse de navegar en el proceloso mar del mundo terrenal achicaría la panorámica trascendental de las cosas. Se impondría entonces un vulgar humanismo. Hablar de Jesús de Nazaret como maestro o referirse a él como figura primigenia de lo humano les parece que encogería su figura o lo despojaría de su condición divina. He utilizado antes intencionadamente los verbos “volar” y “navegar” porque los cristianos estamos muy habituados a hablar de dos mundos, situando uno encima del otro: de un mundo natural o bajo, a nivel de suelo, y de otro “sobrenatural” o alto, superpuesto al primero. Para no perder del todo el trasfondo de tal perspectiva, digamos que sería más acertado, a mi parecer, hablar de dos planos o niveles de existencia, el del hombre y el de Dios.

El Arca de la Alianza

Una doble perspectiva

En esa forma de abordar la realidad, sagrado o sobrenatural es cuanto sirve o favorece la vida espiritual del creyente: sacramentos, ritos, templos, utensilios de culto; profano o natural, todo lo demás. Pero lo propiamente sagrado es la vida espiritual del creyente, cuyo exponente máximo es la vida “consagrada”, la vida de los creyentes tamizada por los consejos evangélicos de obediencia, castidad y pobreza, vida esta última en la que los elegidos renuncian, al menos teóricamente, a la autonomía de su espíritu, a la fuerza sexual de su cuerpo y al atractivo de las riquezas. De ahí que lo sobrenatural, es decir, lo que ocupa el ”sancta sanctorum” de la religión, lo que acontece normalmente en el templo, pueda ser vivido a medio gas, como hacemos la mayoría de los cristianos, o de forma excelente, como hacen los “consagrados”. Lo otro, lo natural o vulgar, lo de andar por casa, es lo que acontece, por así decirlo, en la sala de estar. 

Pero para llegar al hombre de nuestro tiempo los cristianos necesitamos desplazarnos del “sancta sanctorum” a la sala de estar, descender dialécticamente de lo sagrado a lo profano, para focalizar bien la única realidad de las cosas. Si reconocemos que lo más sagrado que tenemos es la vida humana, ello debería bastar para concluir que no hay distancia dialéctica o línea roja entre esos dos supuestos mundos. De aferrarse a la idea, lo único que cambia es la perspectiva que ofrece la realidad mirada desde un punto de visto o del otro, aunque es obvio que solo cabe un enfoque razonable, el del hombre como ser y el de la humanización como proyecto.

La sola titulación de esta reflexión nos invita a hacer mentalmente el recorrido que va del Sancta Sanctorum de lo sagrado a la sala de estar del propio hogar o, mejor, a unificar ambas estancias, desmontando alturas. El elemento unificador, repito, es la suprema sacralidad de la vida humana. De ahí que tengamos la sagrada obligación de favorecer esa vida en todas sus dimensiones, obligación que impone darle a cada uno lo suyo y se desborda en la gratuidad. El fundamento de la mejora de la vida humana es la justicia, cuya excelencia solo alcanzan el altruismo, las Bienaventuranzas, la caridad cristiana.

Sala de estar

Fundición de dualidades

No necesitamos dos enfoques para nada. Igual que hemos superado la dicotomía cuerpo-alma, sin que ello nos impida afirmar que en la vida humana hay una dimensión física y otra espiritual, englobar lo natural y lo sobrenatural en una única perspectiva no supone ni distorsión ni mengua de la realidad contemplada, pues el mundo que tenemos a nuestro alcance también rebosa gracia.

La tendencia natural de nuestro pensamiento, en su afán de ordenar y compartimentar las cosas, ha llevado a los cristianos a deslindar ambos mundos para acomodarse en lo sobrenatural, un mundo ficticio diseñado solo para cimentar una sociedad de privilegiados. La clerecía y los consagrados se sitúan así en una dimensión que los privilegia y los inmuniza contra los avatares del tiempo.

Ni siquiera en la dicotomía gracia-pecado cabría pensar en una dualidad que sitúe lo divino en lo sobrenatural y el desfogue de las pasiones humanas en lo natural. Lo digo porque una de las virtualidades más fuertes de la gracia es limpiar el pecado y restaurar la naturaleza caída. La única dicotomía al alcance de un atinado discernimiento se da en cómo le resulta al hombre su relación con los seres, en que sea favorable o desfavorable, valor o contravalor.

En la terminología del sistema de fray Eladio Chávarri O.P., ya conocido de los lectores de este blog, la religión es solo una de las ocho dimensiones vitales de los seres humanos. Como ocurre con todas las demás, relacionarnos con los entes específicos de la dimensión religiosa nos enriquece o nos empobrece. Además, no olvidemos que esa dimensión religiosa fagocitó durante siglos las demás, sometiéndolas a su función específica. Ello causó un gran descalabro en la forma de vida humana durante el largo tiempo en que los ciudadanos tuvieron que bailar al son clerical.

Cerro de los Ángeles

Favorable o perjudicial

En resumidas cuentas, la gracia, el motor del supuesto mundo sobrenatural, es una especie de nebulosa o un valor transversal que engloba todo lo que es positivo en la vida humana. El pecado, por su parte, es un contravalor transversal que hace lo mismo con todo lo negativo. Una vez “agraciados” con la vida por el Creador, gracia y pecado no deberían tener más referencia que el cariz de nuestras relaciones con los seres, que sean favorables o perjudiciales para nuestra propia vida.

De suyo, la dimensión religiosa de nuestra vida humana pone a nuestro alcance todo lo divino. Sea o no consciente de ello, también el hombre corrompido es sagrario de Dios. Si damos de comer al hambriento, cobijamos al desamparado, curamos al enfermo y consolamos al triste, aunque ignoremos la trascendencia de lo que hacemos, colaboramos con Dios.

A resultas de lo dicho, deberíamos romper el molde en que acostumbramos confinar lo “sobrenatural” para apercibirnos de que el encuentro con Dios, objetivo que persigue toda religión, se produce en la única vida que tenemos. No somos cristianos por leer la Biblia, acudir a misa los domingos, haber sido bautizados a la edad que sea, santiguarnos con agua bendita, profesar un determinado credo o ser bendecidos por los clérigos, sino por acoplar nuestra vida al Evangelio, por coadyuvar a la obra del Creador repudiando el atractivo de los contravalores que nos deterioran y fomentando los valores que nos humanizan.

Playa de San Lorenzo de Gijón

Hoy, en particular, necesitamos descender del Cerro de los Ángeles para exigir humanidad en los lugares donde se pudren los seres humanos y rescatarlos de los ríos y mares donde se ahogan gritando su derecho a vivir; salir huyendo de las montañas incendiadas a las playas recreativas para retozar en la alegría de la vida al alivio de la brisa marina.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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