Desayuna conmigo (viernes, 22.5.20) Vivir, inquietud y norma

La vida cristiana

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¿Es este un viernes de esperanza o un viernes de dolor? Puede que ambas cosas, porque, en lo más profundo de una crisis, surge el mejor hombre, el más predispuesto a responder al reto descomunal que se le plantea, dando lo mejor de sí mismo. Los españoles lo estamos demostrando con las crisis que ha originado la pandemia, la crisis sanitaria y la crisis del empobrecimiento general. Viernes, por tanto, de gran preocupación y dolor, pero también de esperanza.

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Hoy, los españoles nos afanamos por nuestros posibles trasvases o tránsitos de una “fase” a otra, de si sí o si no, de quién y cuándo y dónde conviene o no conviene abrir la mano a la hora de controlar la “libertad condicionada” a que todos estamos sometidos o condenados, en un grado o en otro, por nuestro gobierno. Más graves es que, por unas causas u otras, una cuestión de vida tan importante se utilice como baluarte político, sea para achicharrar al gobierno, sea para sacar de la escena política y catapultarlos fuera del espacio a quienes no quieren resignarse al hambre, como si solo el virus matara. En la guerra en que nos han embarcado, o nos hemos embarcados nosotros solos, necesitamos ambos brazos, el derecho y el izquierdo, para batirnos al mismo tiempo en los dos frentes abiertos: el de la salud, tan castigada por el virus, y el de la crisis económica, tan agrandada por los bandazos políticos.

Pero, más allá de esa legítima preocupación de andar por casa de si somos merecedores de algo más de libertad o no, la terrible sensación de que como nación nos movemos al tuntún, cual pollo sin cabeza, hace que el miedo se agarre de tal manera a las hojas de nuestro calendario que tiñe de negro este día y los muchos que vendrán, pues, al ritmo que vamos, no tardaremos en ver pasearse por nuestros despachos a los hombres de negro europeos, salvo que prefiramos morirnos de hambre. Nadie duda hoy en España de que nos esperan tiempos muy duros y de muchos sacrificios, pues ya no podremos seguir robando el pan a nuestros nietos con la deuda que descargamos sobre sus espaldas, ni seguir pidiendo dineros a Europa por nuestra cara bonita.

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Lo que precede viene a cuento de que hoy celebramos el día internacional de la diversidad biológica, día creado por la Naciones Unidas para "informar y concienciar a la población y a los Estados sobre las cuestiones relativas a la biodiversidad".

La biodiversidad engloba la amplia variedad de plantas, animales y microorganismos existentes; las diferencias genéticas de cada especie, como las variedades de cultivos y razas de ganado; la variedad de ecosistemas, como los lagos, los bosques, los desiertos y campos de cultivo en los que se producen distintas interacciones entre todos los seres vivientes y el entorno en que viven.

De ahí que el secretario general de la ONU nos haya recordado para este día que, “a medida que invadimos la naturaleza y saqueamos hábitats vitales, el número de especies en peligro es cada vez mayor. Eso afecta también a la humanidad, y al futuro que queremos. 2020 es el año en que, más que nunca, debemos expresar nuestra voluntad para aplanar y reducir la curva de la pérdida de biodiversidad en beneficio de los humanos y toda la vida en la Tierra”. De que esa conciencia progrese y, en consecuencia, de que cambien nuestros comportamientos con relación a la preservación de la vida depende, nada más y nada menos, que los seres humanos lleguemos a padecer las perniciosas secuelas de ser, también la nuestra, una forma de vida en extinción. Somos los únicos seres vivientes que tenemos conciencia de ello y poder para preservar o destruir nuestra propia vida.

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Más allá de la contundencia de argumentos que se refieren al hecho de que sigamos siendo o dejemos de ser, la vida adquiere para los humanos dimensión ética por ser el mayor bien en torno al que debemos orquestar nuestros comportamientos, de tal manera que es moralmente correcto preservarla y favorecerla, y deleznable o vituperable deteriorarla u obstaculizarla. A veces nos parece entrar en una nebulosa de distingos y matizaciones al determinar si nuestros comportamientos son buenos o malos. Sin embargo, el principio básico es muy simple y claro: está bien todo lo que fomenta y favorece la vida y mal, todo lo contrario.

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Este 22 de mayo nos aporta, además, una biografía que pone sobre nuestra mesa de desayuno el ser o no ser de la vida cristiana misma, pues un día como hoy del año 337 moría el emperador Constantino I el Grande, el primer emperador que detuvo las persecuciones romanas a los cristianos y dejó libertad de culto con el edicto de Milán del año 313.

Casi acabamos de recordar en este blog su influencia decisiva en el primer concilio ecuménico de Nicea y la trascendencia doctrinal que dicho concilio tuvo para la futura marcha ordenada y unitaria del cristianismo, al definir el primer credo. Sin duda, fue un hecho trascendental para la implantación del cristianismo y su expansión por todo el Imperio Romano. Lactancio y Eusebio de Cesarea dicen que Constantino fue el primer emperador cristiano, pues, tras un largo catecumenado, fue bautizado en el lecho de muerte. No hay consenso entre los historiadores sobre tal hecho y poco importa. Algunos opinan, por el contrario, que Constantino, al favorecer a los cristianos, que ya tenían un gran peso por su número y entusiasmo, dio un golpe político magistral al ganárselos para su causa con algunos privilegios. Para los españoles, ese sonido no es nuevo, pues de todos son conocidas las mañas con que Franco se ganó el apoyo de la jerarquía católica española hasta el punto de que esta declaró “cruzada” el golpe militar.

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Cualesquiera que fueren los intereses y las intenciones del emperador romano, lo cierto es que el concilio de Nicea “definió” el primer credo. Sin duda, al hacerlo, ese concilio impuso orden y concierto en un cristianismo alborotado, pero encauzó y empobreció una pujante “vida cristiana”, tal vez más anárquica, pero seguramente mucho más rica. Toda “definición” es forzosamente empobrecedora porque, al fijarse solo en algunos aspectos esenciales de la cosa definida, olvida o deja en la sombra otros muchos aspectos interesantes, que también podrían ser definitorios, como cuando mi vecino, el filósofo Gustavo Bueno, se jactaba de definir al hombre como "el ser que come pan", pues ese es un hecho que requiere toda una industrial racional.

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Ningún credo ni ninguna reglamentación de la vida cristiana podrán ahormarla hasta el punto de reducirla a fórmulas cerradas de fe y de práctica religiosa. Jesús sigue vivo en su Iglesia, en cada uno de los seres humanos que conforman su cuerpo místico. Su acción salvadora abraza a todos los hombres al ofrecerse a todos como pan de vida y bebida de salvación. Su espíritu, el Espíritu Santo, seguirá repartiendo libremente sus carismas a lo largo de la historia de los hombres y guiándolos por el único camino de la salvación que es Jesús mismo. El cristianismo no es algo “hecho”, sino algo que “se hace” cada día, en cada acto de vida cristiana. El cristianismo no es un libro ni un elenco de normas ni un ritual de sacramentos, sino una forma de vida que acompasa la vida humana, dándole sentido y proyección. No se es cristiano por recibir un bautismo, confesar un credo, asistir a misa los domingos y casarse por la Iglesia, sino por llevar una vida como la de Jesús, quien pasó por este mundo “haciendo el bien”. Solo cuando se hace el bien, y ya hemos dicho que hacer el bien consiste en favorecer la vida, se es cristiano. Así de simple, fácil, sencillo y claro.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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