Máscaras y mascarillas (y Letanía)

MÁSCARAS Y MASCARILLAS


En un principio las máscaras y su enmascaramiento representarían un proceso de expansión y proyección del ser humano sobre lo demás y los demás, un modo de relacionarse con lo otro y los otros, el universo y los humanos, asumiendo sus rasgos. Al principio es un ritual o ceremonial que trata de asimilar el no-yo en el yo, la otredad en uno mismo, de un modo compulsivo e invasivo.

En el caso de la cultura griega las máscaras ya no son literales sino teatrales, hay un factor simbólico y ficticio que disuelve o resuelve la persona en su personaje, es el paso de lo literal a lo literario y de la magia o el mito a la literatura. Se trata de una teatralización de carácter tragicómico, ya que coexiste una máscara que ríe y otra que llora, o la misma máscara que ríe y llora a la vez, como la vida que refleja.

Frente a las viejas máscaras y mascaradas, las mascarillas frente el coronavirus no funcionan por exteriorización o invasión de los otros, sean dioses o demonios, animales o espíritus, sino por implicación y retirada. Frente a la extroversión tradicional de la máscara, la mascarilla indica el movimiento contrario y complementario de la introyección o introversión, de la interiorización. Pasamos así de tratar de conjurar o exorcizar el mal transracionalmente a desactivarlo racionalmente, a través de una ciencia que se hace esperar penosamente.

La máscara es una vivencia contagiosa o carnavalesca, la mascarilla es una vivencia anticontagiosa y anticarnavalesca. Frente a la máscara que pretende asimilar o subvertir la fuerza mágicamente, la mascarilla es humilde y nos refleja a todos en nuestro destino y mutismo, buscando una salida empírica desactivando el virus. En el primer caso se trata de una expansión subjetiva, en el segundo caso se trata de una impansión o reculamiento objetivo frente a la pandemia. Pero sigue habiendo gente que se subleva contra este encierro y encerrona en nombre de la vieja máscara mítica o carnavalesca.

El hombre comenzó a enmascararse para atrapar la fuerza ajena, ahora el hombre se enmascara para no perder la fuerza propia amenazada con virulencia por el virus. Al principio el hombre se reviste especialmente con máscaras animales agresivas para envalentonarse frente al mal como pandemonio, pero en la pandemia real el hombre se reviste de mascarillas ya no aguerridas o animalescas, sino cuasi vegetales o ecológicas, más propias del cuidado femenino que de la conquista masculina. Lo cual resulta muy significativo porque no lo hemos tenido en cuenta y es la gran enseñanza de la pandemia.

Sin embargo, el auténtico final no está en el enmascaramiento con máscaras o mascarillas, sino en el des-enmascaramiento de unas y otras a rostro humano abierto, pues la persona es el rostro y no su máscara o personaje. Así que al principio la humanidad trata de relacionarse con lo otro y los otros a través de máscaras usurpadoras; en nuestra encrucijada tratamos de protegernos con nuestras mascarillas a modo de máscaras pacíficas. Finalmente trataremos de liberarnos de máscaras y mascarillas para ser nosotros mismos abiertos al otro -sin tanta mascarada. Porque en el fondo lo que andamos enmascarando y ocultando es nuestra fragilidad, finitud y contingencia, así pues la muerte sobreseída por una humanidad prepotente que no acaba de asumir su propia mortalidad, y por eso no sabe en-cararla: humanitariamente.

LETANÍA

Nunca sin el dolor
podríamos haber amado así
(Joan Margarit).

Nunca sin la soledad
podríamos haber amado así
nunca sin el silencio
podríamos haber hablado así
y nunca sin la oscuridad
podríamos haber gozado de la luz.

Nunca sin el límite
vislumbraríamos lo ilimitado
nunca sin lo finito
advertiríamos lo infinito
y nunca sin la noche
podríamos haber descubierto el día.

Nunca sin la melancolía
podríamos hacer la poesía
nunca sin lo siniestro
distinguiríamos lo diestro
y nunca sin la muerte
valoraríamos la vida.

Nunca sin la enfermedad
sabríamos de la salud
nunca sin el sufrimiento
obtendríamos sensibilidad
y nunca sin la infelicidad
conoceríamos la felicidad.

Nunca sin el mal y la maldad
sabríamos del bien y la bondad
nunca sin el desamor
reconoceríamos el amor:
mas nunca sin el amor
habríamos asumido el duelo de ser.

Nunca sin el dolor
podríamos haber amado así,
canta bien Joan Margarit:
mas olvida aquí que nunca
sin haber así amado
podríamos haber encajado
el dolor de existir.

(Así que sin dolor no hay
amor que valga:
mas sin amor no hay dolor
que valga su pena).

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