Argumento de autoridad, inconsistencia doctrinal: religión.


El argumento de autoridad, “stricto sensu”, es aquel que funda la verdad en la palabra de otros o en la palabra de uno mismo, no en las pruebas que se aportan. Todos los tratados de lógica consideran el argumento de autoridad débil y endeble por sí solo.

Tiene ciertaa validez cuando se aporta el testimonio de otras autoridades para confirmar las teorías o hipótesis ya demostradas por uno mismo.

Si débil es el testimonio de otros, más débil todavía es el argumento de “porque lo digo yo, que ni miento ni puedo mentir”.

Es el único que sustenta las dos “profesiones" con más baja estima social, la de los políticos y la de los religiosos. Dos actividades humanas que más controversia, encizañamiento, agresividad, ofuscación, animadversión, desprecio, baja consideración social... provocan. Y tal es porque así confiar en personas de alta consideración en el "ranking" público conduce las más de las veces al desengaño: "Lo ha dicho el Presidente del Gobierno, lo ha dicho el Obispo... tiene que ser verdad", cuando o no es así o a la larga engañan.

Es con frecuencia el argumento que provoca más sufrimiento en los subordinados:"Ud hace esto así porque lo digo yo".

Como aquí hablamos de religión, lo decimos rotundamente: todo en ella es un monumental fiasco. Fiasco que se sustenta en predicaciones --palabras-- una y otra vez reiteradas. Fiasco porque detrás de la cortina del templo no hay nada; tras el perifollo de ritos, procesiones, vía crucis, sagrarios, catedrales, tratados de teología... no hay nada. Palabras. Argumentos de autoridad. Porque lo dijeron Orígenes o San Atanasio o Benedicto decimosexto.

¿Sí? ¿Y el esfuerzo de teólogos, eruditos, tratadistas, filósofos de la religión, pintores, músicos, escultores, arquitectos? ¿No hay nada detrás? Rotundamente: no hay nada. Un sublime mundo de fantasía; una maravillosa creación literaria; un monumental oratorio; un maravilloso poema; una extraordinaria obra arquitectónica... Inspiradas en el mito; encargadas por el estamento; pagadas por el mecenas... pero nada que se sustente en una realidad.

En nada difiere el mundo literario creado por Homero del de Moisés; ni La Regenta de Las Moradas; ni tienen más valor las Bienaventuranzas que cualquier carta a Lucilio de Séneca... El mundo de Fray Gerundio de Campazas tiene la misma categoría que el del Lazarillo de Tormes, engaño sobre engaño y husmeo del mendrugo.

Hoy podemos afirmarlo por dos razones, primera, porque no corremos peligro de perder la lengua o el cuello; segunda porque sabemos más que quienes aventuraron mitos y leyendas como fundamento de credos espirituales compulsivamente creídos y practicados.

La crítica textual referida a libros, por más sagrados que se digan; la arqueología; la física, la biología molecular; la cosmografía; las neurociencias, la psicología... han demostrado que los mitos religiosos son explicaciones falsas y artificiales. Los mitos en sí son pura falsedad y por lo mismo la deducción de ellos de un Dios personal, trino, encarnado, revelador, juez, consolador, paráclito, sol de justicia, refugio, sustento, providencia... es un fiasco deducido.

Lo cual no quita para que nos extasiemos con la poesía de Juan de la Cruz, admiremos el Beato de Liébana, recorramos fascinados las basílicas de Roma, elevemos los ojos al cielo admirando Reims o Colonia, entonemos con fruición las cantinelas gregorianas de los cantorales o los pliegos de un motete o los corales de Mathäus Passion, nos asombremos por las fortunas destinadas a enterramientos suntuosos en Capillas de Condestables o para pagar tres mil misas o más (Isabel la Católica)...

Aquí, como en todo, se trata de elegir entre dos opciones: o la palabra o la realidad. Puede que la palabra seduzca, pero la realidad se impone. ¿No lo estamos sufriendo en estos últimos meses políticos? ¿...que queremos vivir en el engaño? ¡Pues viva el engaño!
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