Ciencia y creencia (3/8)

A propósito de estudios epidemiológicos.



Defendía en el artículo anterior que científicos, filósofos y librepensadores, la gente culta en general, críticos con diversos dogmas y relatos míticos --siglos abundando en herejías, perfeccionando deidades para hacerlas propias o descreyendo o dudando de cualquiera específica-- terminaban por ser cada vez más mayoritariamente agnósticos o ateos.

La población en general se ha vuelto bastante escéptica, y cada vez teme menos dar su opinión en los medios, o espontáneamente.

En algunos viajes programados un grupo heterogéneo ha de oír ciertas monsergas poco asumibles para un espíritu razonable y conocedor de otras equivalentes que suelen tomarse por supersticiones propias de una mentalidad “crédula” (dicho quede sin ambages, ya que el término “superstición” tiene ese significado, y las creencias de los adeptos de las otras confesiones suelen ser consideradas tales, siéndonos más increíbles –esto es, menos fundadas- que las propias. Ni que decir tiene que catalogar las creencias, las ideas, los pensamientos, no es catalogar a las personas ni, por tanto, denostarlas ni minusvalorarlas).

De modo que entre la gente más culta de algunos países libres --y cada vez en mayor medida en los estudios realizados en la población general de un número creciente de países-- el ateísmo o agnosticismo ha pasado a ser la “confesión” mayoritaria.

¿Podemos decir que la formación, el pensamiento, la cultura o el conocimiento científico, constituye un “factor de riesgo” para dejar de creer en un Dios personal, y que la incultura lo es en pro del mantenimiento del credo recibido, del mismo modo que el tabaco, ciertas infecciones virales, la contaminación química y ciertos preparados alimentarios parecen serlo en relación con ciertos tipos de cáncer?

Nótese que a los estudios científicos les basta reconocer la existencia de una correlación entre variables antes de afirmar su interdependencia. Ésta se basa en la medición de una relación causa-efecto verificable, esto es, más o menos constante y cuantificable (medible), sin que sea obligado que esa relación sea necesaria en todos los casos y reconocible en cada individuo expuesto, sino que la probabilidad de un riesgo individual es calculada a partir de exhaustivos estudios, detallados, y referidos a grupos de personas cuya exposición y desarrollo de efectos es seguida a lo largo del tiempo.

Los grupos estudiados, son representativos de una población más extensa o global (local, nacional, mundial), siendo frecuente realizar mediciones distinguiendo diversos factores potencialmente implicados en un efecto e incluso su participación desigual en diversas subpoblaciones (poblaciones divididas según un criterio de edad, sexo, formación, clase, raza, origen, herencia, etc.).

Por ello, la probabilidad individual de que una exposición o un factor de riesgo particular desemboque en un efecto concreto, se calcula a partir de estudios amplios y poblacionales, sin que nadie exija que la correspondencia causa-efecto haya de ser necesaria en cada uno de los individuos expuestos (ni, una vez finalizado el estudio, quepa advertirles de otra cosa de que de la cuantía del riesgo añadido, dependiente del factor que al que se expongan).

Así, el que una mayoría de las personas que haya padecido mononucleosis infecciosa (infección por el virus de Epstein Barr) o hepatitis C no desarrolle un determinado tipo de cáncer (linfoma de Burkitt o cáncer hepático); o que una mayoría de trabajadores expuestos a las anilinas o al asbesto no desarrolle un cáncer vesical ni pleural; ni siquiera que la mayoría de los fumadores no terminen desarrollando un carcinoma pulmonar (no me atrevo a decir lo mismo de la arteriosclerosis y sus complicaciones, cardiovasculares y cerebrovasculares), no ha constituido problema alguno para que estos compuestos químicos hayan sido calificados como factores de riesgo potencial de dichas enfermedades (hasta el hollín, el consumo habitual de productos ahumados o de café muy caliente, además de algunas grasas, han sido considerados de tal modo, sin que nadie se rasgue por ello las vestiduras).

¿Cabe decir lo mismo de la relación formación cultural o científica (además de la actividad reflexiva desprovista de temores, o secundarizadoras de preferencias emocionales, que cabría considerar un componente independiente, acaso primordial) y la increencia, esto es, de su relación con la reducción del porcentaje de creyentes en un dios personal?

Estimo que sí, ya que sólo estamos definiendo un hecho: todas estas series de estudios reflejan (o tratan de medir) una correlación que parece señalar un riesgo añadido, basado en hallazgos poblacionales estadísticamente medibles (e individualmente valorables como fracción de riesgo añadido), de diversos factores, sin que debiera importarnos tanto (sobre la coherencia del estudio, que otra cosa atañe a la su relevancia desigual, en tanto el resultado difiere según el valor afectado: la salud, la fe o la conveniencia o riesgo de una u otra inversión económica, como pudiera ser el caso) si los factores representan un riesgo para la salud (o la increencia) de las personas expuestas.

Los estudios sobre diversos factores y su efecto en la salud están muy acabados, hasta el punto de que podemos predecir cuántos fumadores de una cajetilla diaria durante 20 años morirán este año en España.

Cuestionémonos si existen estudios serios que pongan en relación la formación científica (o la cultura en general) y las creencias religiosas. La respuesta es que sí los hay: Larson y Witham (Nature, 1998) Hallahmi, Cornwell y Stirrat (2006), M. Sermer y Sulloway (1999).
En el próximo post me haré eco de ellos.
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