Necesitamos un estado laico (y 4)

Los deseos en cuestiones de organización política nunca van parejos con la realidad. Eso es lo que sucede con el sistema democrático, éste que, a fin de cuentas, gozamos o padecemos. Es el caso de nuestro país, inmerso en estas fechas en deseos de cambio regenerador. Quizá el próximo 20 de diciembre podamos dar un paso adelante en el acercamiento del ideal a la realidad, o viceversa.

La organización política de un estado debe garantizar, favorecer, ayudar y cooperar para que el individuo logre la verdadera libertad. No puede haber libertad cuando el mismo estado se erige en embaucador o explotador del ciudadano. Ni puede haber libertad cuando el individuo no tiene garantizados los mínimos requisitos para ello: trabajo, sustento, refugio, libertad de movimientos, acceso a la cultura, seguridad jurídica…

Libertades individuales, libertad por el hecho de ser ciudadano de tal estado. Libertad que no depende de procedencia territorial, origen familiar o social, condición de hombre o mujer, raza o religión, razones que nunca pueden ser condicionantes para tal desarrollo humano.

¿Es el caso de España? En modo alguno. En alguno y otro de los débitos señalados caen nuestros dirigentes políticos. Se defiende la libertad pero ésta se ve coartada por multitud de circunstancias. Si se trata de regiones, ahí está el caso de la lengua materna en Cataluña o el acceso a determinados puestos de trabajo si de otra comunidad se trata. Si hablamos de hombre o mujer, todavía queda mucho para que se pueda hablar de igualdad, algo que no se consigue con leyes voluntaristas sin presuponer cambio de mentalidad. ¿Y si hablamos de religión?

La única religión que tiene, en teoría no de iure pero sí de facto, rango estatal es la católica: en primer lugar por aparecer en la Constitución a la par que ésta sdefine al Estado como aconfesional; además, ahí están las subvenciones y exenciones, la permisividad para todos sus actos públicos, la utilización de espacios comunes, la mutua cooperación y el mutuo provecho, el trato distinguido hacia sus jerarcas, las ayudas múltiples para sus edificios…

El laicismo proclama una separación rigurosa para que nadie vea trato de favor respecto a una organización social frente a otra. En las formas, España vive en un disparate legal respecto al catolicismo.

Un caso bien patente y visible: la utilización arbitraria e incondicional de las calles de las ciudades españolas para uso exclusivo de sus actos más señeros. ¿Por qué la Plaza Mayor de Madrid para celebrar el día de la Almudena? ¿Por qué la cesión de una de las plazas más señeras de Madrid para la ocurrencia de la “misa por las familias” del lejano cardenal Rouco? ¿Por qué todo el centro de las ciudades se ve ocupado por procesiones durante la Semana Santa? (A decir verdad esto va más en detrimento de la Iglesia que en su favor, porque en vez de actos religiosos han derivado en verdadero folklore lacrimógeno). Esto no tiene sentido para quien lo mira bajo prisma de laicidad. Tal profusión de actos públicos no tiene parangón en ninguna ciudad del resto de Europa.

No sólo es el hecho de que tal acotamiento de espacios coarta la libre circulación por las ciudades, es que la visión de tales actos supone una agresión a las convicciones no afines a tales creencias. La Iglesia, como sociedad de creyentes, invade y ocupa espacios que no le pertenecen. Convierte las calles en escenario de espectáculos sagrados que a la mayoría no le interesan. Es además una forma de proselitismo religioso que no debiera consentir un estado verdaderamente aconfesional. Quizá haya un elemento “voyeur” en las dilatadas filas de viandantes que aletean en los laterales de tales procesiones, pero esto no es motivo para que el Estado ceda derechos de pernada a la Iglesia.

Todo eso supone una dejación por parte del Estado en provecho de una sociedad más, por más abolengo, raigambre o peso histórico que tenga. No arguyan que también el Estado garantiza manifestaciones de todo tipo que paralizan la vida ciudadana. Hay una diferencia cualitativa sustancial: esto es reivindicación de derechos cívicos, derechos que son sustancia de la libertad. Lo otro es manifestación de creencias que no tienen entronque en el espíritu de un estado.

Tampoco arguyan que eso lo demanda una gran masa de ciudadanos, que tienen el mismo derecho que los demás a manifestar sus convicciones religiosas. ¿Ante quién y para qué tienen que manifestarlas? ¿A personas a quienes nada de eso interesa? ¿No disponen ya de sus propios espacios? ¿No perciben lo que decimos, que es un modo de predicar y convencer, sin permiso explícito para ello, por la vía de facto?

Dígase lo mismo respecto a la presencia de símbolos sagrados en lugares comunes: nada dicen crucifijos o imágenes de la Virgen en hospitales, colegios, montes, vallas publicitarias, etc. a quienes pertenecen a otros credos religiosos, a quienes pasan de largo de las convicciones pías de los creyentes católicos o a quienes expresamente propugnan una convivencia dentro de los presupuestos laicistas.

Si esto lo decimos de la religión predominante, la católica, ¿qué podemos afirmar de la otra, la que va extendiendo sus tentáculos “mezquinos” o “mezquitales” por toda Europa sin cejar en sus pretensiones proselitistas?

Resulta cuando menos contradictorio el hecho de que los fieles musulmanes quieren para ellos, individuos a la búsqueda del bienestar, y para su familia la prosperidad, la libertad, las oportunidades que las sociedades laicistas les brindan, pero, por otra, no pueden dejar de lado no ya sus creencias, que como las de los demás tienen la dignidad o degradación que las caracteriza, sino sobre todo sus hábitos y costumbres que, como adherencias, provienen de su religión.

Dice el refrán que “allá donde fueres, haz lo que vieres”. Por incardinación a una sociedad distinta debieran acomodarse a los usos, modas y costumbres de ella… Lograrían una mayor y mejor socialización. No es así, forman como un quiste extraño en prácticas y cultura. Pero si los usos y costumbres ajenos chocan con su mentalidad, al menos aquello que supusiera más dignidad para ellos sí debieran asumirlo como propio. Nos referimos a la mujer: ¿cuál es la consideración e incluso el trato que recibe en su entorno?

Una cosa es verlo en la TV… Recuerdo el impacto que me produjo, en el corredor del aeropuerto de Bruselas, contemplar a lo que presupuse que era un jeque árabe seguido de tres sombras negras con una ranura a la altura de los ojos. Si bien es cierto que la dignidad de una persona no está en las vestiduras que porte, sí lo es el hecho de desligarse de esa manera de la sociedad en que vive y que le acoge. Querer ser distinto siempre corre el peligro de que finalmente lo sea, apartado como bárbaro (en su etimología griega) por métodos no siempre correctos.

Leo en El Corán (24, 31): "Y di a las creyentes que bajen la vista con recato, que sean castas y no demuestren más adornos que los que están a la vista, que cubran su escote con el velo y no exhiban sus adornos". Y en otro lugar (33: 59) ¡Oh Profeta! Di a tus esposas, a tus hijas y a las demás mujeres creyentes, que deben echarse por encima sus vestiduras externas cuando estén en público: esto ayudará a que sean reconocidas como mujeres decentes y no sean importunadas. Pero [aun así,] ¡Dios es en verdad indulgente, dispensador de gracia!

Han sido los ulemas y mulás los que han creado un corpus doctrinal y ritual que ha derivado en prescripción de prendas femeninas --burka, chador, hijab, nigab, shaila…-- y en todo un mundo de “hadizes” que constituyen lo que se conoce como “sharia” o ley islámica.

El laicismo no abona la erradicación de tales prendas o ritos. Sucede, sin embargo, que tales vestimentas suponen un impacto visual que va en detrimento de la mujer musulmana. Es decir, es por ellos mismos por lo que el laicismo predicará modas y formas de vestir y de actuar que incidan en una mejor y mayor incardinación dentro de la sociedad en que viven. En concreto, y hoy por hoy, tales vestimentas femeninas indican una sujeción de la mujer al varón inadmisible en un estado laico.

La sharia o ley islámica es absoluta, no consiente a su lado leyes civiles, menos todavía de signo laicista. La organización social viene prescrita por ella. Sólo cuenta lo revelado por al Profeta y lo escrito en el Corán. Si el catolicismo ha ido atenuándose en los siglos contemporáneos hasta aceptar la separación de la Iglesia y el Estado, deparando un entendimiento de coexistencia política razonable, detrás de la sharia no hay alternativa posible. Eso es la teocracia. Eso no es otra cosa que totalitarismo.

Resulta curioso, e indignante, ver cómo los defensores de la “multiculturalidad”, siempre de mente auto asignada y sedicente progresista, defienden la multiformidad, la multiplicidad, la multiestupidez de ver cómo se admite algo que ha costado siglos y ríos de sangre erradicar. ¿Se trata de volver a empezar?
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