Una historia de amor: Eloísa y Abelardo (2)

Entretanto, a 250 kilómetros del moribundo, en plena Champagne se encuentra la ciudad de Troyes, y en sus cercanías se alza el convento del Parácleto, cuya abadesa, aun joven, es la propia Eloísa. Ha tenido noticias del estado de Abelardo y espera, con mucho dolor pero igual decisión, el fatal desenlace. Está dispuesta a cumplir lo que, sin duda alguna, adivina últimos deseos del agonizante ¡reunirse con su amada!

También ella está sumida en los recuerdos. Mas, a diferencia de Abelardo, no adopta una actitud resignada, aún alienta en ella la misma pasión que, veinte años atrás, apenas una niña, le hizo oponerse con fuerza a todo convencionalismo.

No siente particular nostalgia del hijo. Cuando lo separaron de ella, fue confiado a su hermana; más adelante, bajo la protección de otro tío, Porcarius, canónigo en Nantes, siguió la carrera eclesiástica, a la que, dado sus singulares padres, estaba predestinado. Tiene esporádicas noticias de él, ahora está con su tío, de seguro le sucederá en la canonjía.

En cambio Abelardo siempre está presente en su memoria. Considera que su vida comenzó cuando le conoció, marchitándose en el momento de separarse. Sus arrebatadas cartas lo reflejan con lucidez:

……Para hacer la fortuna de mí la más miserable de las mujeres, me hizo primero la más feliz, de manera que al pensar lo mucho que había perdido fuera presa de tantos y tan graves lamentos cuanto mayores eran mis daños […]


¡Las cartas! Siempre escasas, no obstante, el único vínculo entre ellos, al que por más de veinte años permanecieron aferrados:

...Si la tormenta actual se calma un poco, apresúrate a escribirnos; ¡la noticia nos causará tanta alegría! Pero sea cual sea el objeto de tus cartas, siempre nos serán dulces, al menos para testimoniar que tú no nos olvidas […] ¡Ay, Abelardo!, tan fuerte frente a los hombres y tan tierno conmigo. Nunca me he arrepentido de mi pasión, solo me angustia pensar que mi negativa a hacer pública nuestra unión haya podido ser la causa de tu desgracia A pesar de ser el más brillante dialéctico de Paris, o lo que es igual, de toda la Cristiandad, nunca entendiste mi actitud; iba más allá de la pura conveniencia. ¡Me negaba, y me niego, a que nuestro amor fuera forzado en ningún sentido! ¡No puedo admitir que tanta pasión cambiase de rumbo! Tú, por el contrario, en aras de lo que creías mi tranquilidad, estuviste dispuesto a renunciar a las dignidades que te correspondían por méritos propios.


Tú pudiste resignarte a la cruel desgracia, incluso llegaste a considerarla un castigo al que te habías hecho acreedor por transgredir las normas. ¡Yo, no! ¡No he pecado! solo amo con ardor desesperado; cada día aumenta mi rebeldía contra el mundo y crece más mi angustia. ¡Nunca dejaré de amarte! ¡Jamás perdonaré a mi tío, ni a la iglesia, ni a Dios, por la cruel mutilación que nos ha robado la felicidad!



Pero, ¿qué puedo esperar yo, si te pierdo a ti? ¿Qué ganas voy a tener yo de seguir en esta peregrinación en que no tengo más remedio que tú mismo y en ti mismo nada más que saber que vives, prescindiendo de los demás placeres en ti -de cuya presencia no me es dado gozar- y que de alguna forma pudiera devolverme a mí misma? […]

Mas yo te prometo que he de procurarte el descanso que no conseguiste en vida. Ni siquiera aquella Iglesia que tanto amaste ha sido justa contigo, se han condenado tus escritos, has sido perseguido y sufrido un sinfín de injusticias, solo por la valentía de expresar lo que piensas, sin importarte el desacuerdo con los poderosos, sean obispos reyes, papas, santos o concilios


Cuando Eloísa se entera de la muerte de Abelardo escribe a Pedro el Venerable, abad de Cluny. Este influyente personaje siempre había mostrado especial debilidad por Abelardo. Lo demostró a lo largo de toda su vida. Cuando más arreciaban las críticas hacia las tesis del filósofo, había conseguido reconciliarle con Bernardo de Clairvaux, su más encarnizado fiscal y enemigo. Pedro consigue sin dificultad que los restos de Abelardo fueran trasladados desde Chalons al Parácleto, donde Eloísa los da sepultura.

Veinte años después, en 1164 moría Eloísa. Dispuso que fuese enterrada en el mismo sepulcro de su enamorado, plantando a continuación un rosal sobre la tierra que los recubrirá.

Aquí, donde acaba la realidad, comienza a tejerse la leyenda. Cuenta ésta que en el momento de ser depositada en la sepultura común, ambos esposos extienden sus brazos para fundirse en un último y eterno abrazo.

[Creo --no sé, ínclito comentarista-- que es sólo leyenda, que tal cosa no pudo ser]


Nuestro romántico Campoamor veía de esta manera el eterno descanso de los amantes:
El rosal de ella y de él la savia toma,
Y mece, confundiéndolos, la brisa
En una misma flor y un mismo aroma
Las almas de Abelardo y de Eloísa
.


La Revolución expropió el Parácleto en 1792 que fue vendido en beneficio del Estado. Sin embargo exceptuó de la venta el sepulcro, que encerraba, según creencia general, los restos de Eloísa y Abelardo. En 1817 los cuerpos se trasladaron a una tumba común en el cementerio de Père Lachaise, en París, donde hoy reposan en un mausoleo neogótico. Allí reciben el tributo de amantes anónimos que con frecuencia depositan flores frescas sobre la lápida.
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