El sacerdote y la relación social.

Hay un asunto que no deja de crear cierta inquietud en el interlocutor que traba conversación con un cura, un fraile o una monja, en general con cualquier “consagrado a Dios”. Se refiere a la autenticidad de los sentimientos que determinados miembros religiosos, seculares o regulares, manifiestan cuando se relacionan con las personas normales, especialmente aquellos sentimientos que tienen que ver con el afecto y la demostración del mismo.

Dan la sensación de lejanía, de separación, como si se alzara un muro entre ambos interlocutores buscando a la par mostrarse cercanos pero también preservar la intimidad. ¿No habrá algo más? ¿No se puede interpretar esto como defensa? ¿No podría calificarse quizá como carencia?

Dado que ellos, porque su función así lo norma, no pueden odiar, vituperar, maldecir, mostrar enojo… --tampoco amar “more humano”— la generalización de la represión sentimental tiene esos otros efectos. Es decir, por lo mismo tampoco pueden mostrar cercanía, empatía, cariño.

Es más, dado que desde sus primeros años de formación les han inculcado esa segregación del mundo y lo propicia el círculo en el que se mueven, llega un momento en que la interiorización de la función asumida se hace hábito de conducta. Es una forma de entender el asunto, quizá.

Con lo cual llegamos a lo que vulgarmente vemos: es difícil descubrir la verdadera personalidad del consagrado al Señor, porque no se manifiestan nunca como son. Y difícilmente se puede mantener una amistad humanamente duradera con quien ha elegido la soledad interior, a solas con Dios, como ambiente vital.

Y no se manifiestan abiertos y cercanos precisamente por eso, porque el cargo, la función, la vivencia de su estatus se lo impide. No hay duración ni durabilidad en la relación.

¿Cómo viven ellos tal situación? No bien, desde luego, porque al fin y al cabo los instintos de socialización son iguales en todos... Proceden de una familia, ven cómo son las relaciones normales entre gente normal y, en el fondo, quisieran ser como ellos o ser considerados como ellos. Es de suponer que eso les tiene que producir, hablando en términos metafóricos, como una “sordera mental”.

Y por ende, todo lo que atañe a la relación humana es vivido y sentido etéreamente, como entre algodones, “en teoría”. A la fuerza tienen que sentirse extraños a este mundo, incomprendidos.

Este estado de ánimo deriva necesariamente en un complejo de alienación de sí mismos. Lo que se percibe en las relaciones interpersonales deriva de una situación anímica que cuando menos es desestructurada. Perciben su yo pero no lo encuentran.

Por ejemplo, la vivencia de sus propias sensaciones corporales. El cuerpo es algo “a superar”, “a dominar”, “a no dejarse llevar por sus impulsos y deseos”. Paradójicamente los defensores de la teoría del alma, los que buscan ardientemente que sea el alma la rectora de su vida, se encuentran con que no encuentran el cuerpo.

Desde el momento en que una de las fuerzas más poderosas del psiquismo, la sexualidad, se vive como algo viscoso y se reprime y se considera impuro, ¿qué se puede decir de la afectividad que en ella tiene su origen? Pero sucede igual con el resto de las pulsiones, reprimidas y sin curso posible de expresión.

Bien es verdad que justifican su situación diciendo que asumen el ideal de perfección a que han sido llamados, pero también “puede” ser cierto que vivan con el espanto de pensar que no son ellos los que deciden qué y cómo quieren ser, sino el medio social al que se adscriben.

Precisamente eso es lo que constituye la alienación, el dejar que sea la organización, al fin y a la postre el jefe el que decida por uno. No otra cosa sucede dentro de una banda de matones o en el partido más radical de corte fascista. Lo que comenzó en un deseo de integración teñido de cierto miedo al rechazo, termina siendo intimidación y plegamiento a una fuerza que constriñe.

El consagrado personaliza opiniones e intereses del medio en que milita pero individualizando el punto de vista ajeno y erigiéndolo en realización personal.

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