¿Docente y discente?
Pero el tiempo pasa, la gracia de Dios permanece siempre activa, y además llega la hora de que lo de “comulgar con ruedas de molino”, y argumentos similares no puede mantenerse ya indefinidamente intangible. La adultez es todo un proceso, sin exención, sino todo lo contrario, para cuanto tenga de alguna manera relación con la fe, y al crecimiento demandado por los años. Precisamente cuanto se enmarca en el adoctrinamiento religioso ha de distinguirse por no registrarse en él ni lagunas ni estancamientos. El principio filosófico de “natura non facit saltus” prescribe y requiere una ordenada y global evolución y progreso, con repercusión capital en las esferas de la inteligencia y del discernimiento.
Sí, la Iglesia jamás podrá dimitir de su función docente. Gracias a ella es “camino, es verdad y es vida”. Huelga referir que Iglesia-Iglesia somos todos -también el resto del Pueblo de Dios- y que la Jerarquía por Jerarquía no podrá acaparar la enseñanza con exclusividad alguna. Es posible que en esta tarea de la Iglesia se instalen personas dotadas de los correspondientes títulos universitarios que les reconozcan y proclamen como expertos y peritos en ciencias teológicas en su multiplicidad de áreas, secciones o especialidades. Pero es posible, y frecuente también, que precisamente en cuanto se inserta en la vida o se relaciona con ella, por muchas ciencias teológicas que dominen, apenas si alcanzaron un “aprobado” por falta de experiencia propia o por deformación en la referencia y presentación de la misma. Tal circunstancia lleva consigo cuestionar y aún descalificar la legitimidad de la enseñanza que le supondría su pertenencia y representación de la Iglesia “docens”.
La nuda, rutinaria y simplista división de Iglesia en “docente” -que enseña- aplicada a la Jerarquía, y en “discente”-que es enseñada-, asignada al Pueblo de Dios, no parece en la actualidad contar con muchos partidarios ni en la teoría ni en la práctica. Da la impresión de que toda la Iglesia, desarrollada como exigen los tiempos, los dogmas y las verdades, es la de que desde sus respectivos ángulos, perspectivas y compromisos ha de afrontar la sagrada tarea adoctrinadora con la palabra, los medios de comunicación social y el ejemplo, de formar y reformar la Iglesia, toda la Iglesia.
A los Papas, a los obispos, a los curas, a los catequistas… por muy sabios que sean, por mucha teología que hayan estudiado y por mucha gracia de Dios que les asista, no les será dado jamás conocer las circunstancias y el ámbito en el que el resto del Pueblo de Dios se ve precisado a vivir y poner en práctica los dictados de su Palabra. Unos y otros requieren la exposición y vivencia de tales situaciones.
Por supuesto que están ya a punto de superarse los tiempos en los que los predicadores -proclamadores oficiales de la Palabra de Dios- se sentían y actuaban como expertos -expertísimos- en toda clase de ciencias y sabidurías, sin exclusión del dogma, de la moral, de la política, de la biología, de la medicina, del arte, de la historia y prehistoria, de las relaciones laborales sociales y ante, pre y post matrimoniales, sin exclusión de las nacionales e internacionales… Para cualquier tema o situación, por muy ajena que le fuera al predicador de turno y al catequizador en general, éste habría de tener a punto una palabra, previa la reconversión indigente y forzada en “Palabra de Dios”. Mientras se efectuaba este no siempre sensato proceso, el resto del Pueblo de Dios -el seglar- era tratado y considerado por la misma Iglesia como lego, ignorante, iletrado, indocto, inculto o “in albis”.
Ser y actuar todos -Jerarquía y laicos- como Iglesia docente y discente a la vez -y simplemente decente las dos- puede muy bien llegar a constituir una buena meta en la que la sensatez, la humildad y el buen sentido le despejen los caminos a la gracia de Dios a favor del crecimiento homogéneo y comprometido con la fe lo más ilustrada posible.