Tradición o renovación

Hace unos años se puso de moda un libro de economía que se llamaba ¿Quién se ha llevado mi queso? Los protagonistas eran dos grupos de ratones que vivían en una despensa gigante llena de queso. Una de las familias se dio cuenta de que las provisiones no eran eternas y todos los días salía por el mundo a buscar otra fuente de alimentación para tener repuesto en caso de necesidad, mientras que la otra no hizo nada semejante lo que la supuso, acabado el queso, quedar en la indigencia. La moraleja era clara: no se puede vivir en los laureles sino que hay que estar atento a las situaciones de cambio de la sociedad en la que vivimos.

Otro ejemplo parecido pero ya con una empresa es el de Kodac y sus maravillosos carretes de hacer fotos, que todos los que peinamos canas hemos utilizado. Aunque siguió mejorando el producto, las ventas disminuían todos los años, porque los usuarios de toda la vida se habían pasado a cámaras digitales que no usaban ese material.

Con todas las diferencias imaginables que se puedan pensar, creo que podemos comparar estos ejemplos con nuestro cristianismo. El producto que intentamos ofrecer a nuestros congéneres es inmejorable pero quienes lo tienen que comprar no lo hacen porque ¿no entienden nuestro lenguaje anticuado? ¿no son capaces de captar un mundo simbólico? ¿empaquetamos con muchas cintas y lazos que impiden llegar al regalo final? Hay mil repuestas que nos obligan a ponderar la necesidad de una renovación en profundidad para adaptarnos a los pueblos que escuchan la proclama de la fe y facilitarles un el mensaje comprensible, según sus categorías culturales.

Hoy todas las facciones dentro de la Iglesia, (las hay y las tiene que haber como en toda sociedad humana), creen que hace falta un cambio pero difieren en su naturaleza. Hay los que ponen el acento en conservar la herencia del pasado y los que piensan que es necesario abrir nuevos caminos para responder a la situación de nuestro mundo. Son los conservadores y los liberales, que siguiendo la nomenclatura de George Lakoff, siguen dos modelos de institución distintos, el regido por el “padre estricto” o el de la “madre nutricia”, una forma de pensar que afecta a su compresión sobre Dios, la Iglesia, la persona o el mundo.

Los gerentes de todas las sociedades son aprensivos al cambio y en la Iglesia pasa lo mismo, especialmente tras el papado de Juan Pablo II pero en la Lumen Gentium se pedía a los que presidían la comunidad, que no apagaran el Espíritu, sino que probaran todas las ofertas para adaptar las que fueran buenas, una postura que obliga a mantener instituciones carismáticas junto a la jerarquía. Estamos todos los cristianos embarcados en la misma nave, de forma que los profetas necesitan la autoridad para implantar sus ideas y la autoridad profetas, para generarlas.

El reto no es anular las diferencias, que siempre existirán en un colectivo tan grande como el eclesial, sino intentar que se mantengan dentro de unos límites y ser capaces de mezclar la tradición con lo que se presenta desconocido. Si Pedro no hubiera permitido que Pablo y sus compañeros presentaran sus ofertas en el concilio de Jerusalén, la Iglesia no hubiera pasado de ser una pequeña secta dentro del judaísmo. Hace falta saber conjugar la renovación con la tradición, no es como encabezaba el título de esta entrada, tradición o renovación sino tradición y renovación, el cambio en una simple letra que hace toda la diferecnia en la forma de pensar
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