La hora del laicado

Todos estamos llamados a seguir a Cristo según el espíritu de las bienaventuranzas. No hay estados más o menos perfectos, sino formas diversas de escuchar y vivir la llamada al seguimiento. El Concilio Vaticano II supuso un antes y un después para los laicos; sin embargo, es palmaria la ambigüedad que suscita la Lumen Gentium sobre nuestro papel al dejar claro que la cura pastoral es exclusiva de los presbíteros: somos “partícipes", solo somos una ayuda (LG 36-37) aunque estamos llamados por Cristo a ser sal, luz, y levadura.

Los laicos parecemos el equipo suplente ante la escasez de sacerdotes. A fecha de hoy, somos una categoría eclesial de segunda división que se nos ha definido más por lo que no somos (no-sacerdotes, no-religiosos y no-religiosas) que por lo que somos. Si no hubiese crisis sacerdotal, nuestra participación eclesial sería más exigua. Llama la atención el pírrico número de santos y santas laicos cuyo ejemplo ha merecido tal distinción. En todo caso, el prototipo del laico occidental es el de un cristiano desconcertado, inseguro y escéptico de su papel. Un laicado mayoritario que ha perdido la referencia de las tres virtudes teologales: la fe (por inmadura), la esperanza (por descafeinada) y la caridad (porque es muy difícil). Como corresponde a un tiempo revuelto, los laicos no acabamos de encontrar nuestro sitio en el mundo ni en una institución eclesial que se resiste a dejar atrás las cuotas de poder y de ostentación: Estado Vaticano, títulos y dignidades, carrera eclesiástica, etc.

Pero los laicos tenemos deberes. Ya no sirve ampararnos en que nos marginan y consideran menores de edad, eclesialmente hablando. El Papa Francisco incorpora la madurez en su exhortación apostólica Amoris letitia, la alegría del amor, al colocar como criterio principal de actuación para obispos, sacerdotes y laicos, vivir siendo capaces de discernir la conducta a seguir en cada caso. Para acertar en el discernimiento es preciso dejarse iluminar por Dios, escuchar, orar. Estamos llamados a curar y cuidar, a sanar y acompañar conforme al signo cristiano: lo primero, no hacer daño. Lo segundo, implicación, erradicando la actitud de "no es asunto mío". Lo tercero, hacerlo con amor, a la manera de Jesús.

Lograr, entre todos, una Iglesia libre y abierta en lugar de estar a la defensiva por temor a perder algo mundano: son palabras del Papa, no mías. En este contexto, es hora de reivindicar el papel del laico y desperezarnos de una pasividad endémica que nos cuestiona frente a las justas quejas que formulamos buscando una Iglesia viva en comunión participativa que ofrezca respuestas con hechos. No es una cuestión de clérigos, sino de todos, porque mientras no sea así, nuestra tarea cristiana de evangelizar está en juego. No seremos más que un pálido reflejo de lo que podríamos alumbrar y seremos motivo de escándalo.

Los laicos tenemos que sacudirnos pasividades, comodidades e inhibiciones y dedicar tiempo al compromiso activo en la comunidad cristiana y en la sociedad. Pero los presbíteros deben superar el control total de la comunidad y los recelos con los laicos para fomentar un verdadero liderazgo de servicio.

Es cierto que no es posible hablar de un único tipo de laico en la Iglesia, sobre todo en Occidente. Existe un laicado tradicional configurado como una mayoría silenciosa, pasiva e inhibida que hace seguidismo a la jerarquía a la que le basta con aceptar sumisamente la doctrina que enseña la jerarquía, sin sospechar siquiera que puedan tener alguna responsabilidad en la construcción comprometida de la comunidad o en el anuncio con hechos del Evangelio. No obstante, existe otro grupo de laicos y laicas comprometidos que trabajan por un mundo mejor, muy activos frente al materialismo consumista que nos ha secado las entrañas y sumido en contradicciones casi insalvables de las que no se salva la institución eclesial, poderosa y acomodaticia.

Como dice José Antonio Pagola, de los lodos clericales (protagonismo excesivo, autoritarismo y acaparamiento de casi todo por parte de ciertos presbíteros), ha crecido una religiosidad individualista en la que prima el cumplimiento de ritos sobre el compromiso solidario y ejemplar. El sentido de pertenencia comunitaria de la fe y la importancia de la oración a la escucha son aspectos todavía secundarios y sin líderes pastorales.

Las consecuencias son bastante graves: a) No son pocos los laicos que, deseando sinceramente trabajar en la Iglesia, se ven frenados y abandonan la comunidad o viven desalentados en ella. b) La comunidad se empobrece sin que seamos ejemplo para nadie. c) Nosotros ahuyentamos, a veces, a los que buscan sinceramente a Dios.

Pretender acaparar al Espíritu o ignorar la acción del Espíritu en los demás es la gran tentación de una jerarquía centrada en sí misma: creer que el Espíritu tiene que pasar necesariamente por ella. Es la gran tentación también del laicado que no se compromete en las realidades que el Evangelio señala, cuando otras muchas personas actúan cristianamente desde su agnosticismo o ateísmo manifestando al Espíritu sin saberlo. Nadie es superfluo ni imprescindible y a la vista está que no somos capaces de concitar adhesiones ni entre los nuestros.

El Vaticano II recuerda que el único título que la Iglesia ha de reivindicar es el de evangelizara con actitud de servicio. En una sociedad como la actual, en proceso de secularización y descristianización, resulta tentador para no pocos el buscar «refugio» en una Iglesia poderosa. Es falsa la división clásica que separaba a los cristianos en dos sectores: el sector llamado a una vida de perfección en la consagración de los tres votos (pobreza, castidad y obediencia), y la mayoría laical, llamada solamente al cumplimiento de los mandamientos de Dios como cristianos de segunda categoría.

Este septiembre pasado, Francisco ha publicado Episcopalis Communio que reforma el modelo de gobierno de la Iglesia incorporando la participación y la corresponsabilidad laical en detrimento del clericalismo absolutista. Algo se mueve frente a la llamada tradición sacerdotal que se aferra a una moralización exagerada y formalista y cuyo resultado ha sido la marginación de la tradición profética, centrada en la comunidad. Simplificando podemos decir que la primera gira en torno a los sacerdotes del Templo, mientras que la segunda lo hace sobre los grandes profetas. Todo parece indicar que Jesús se situó decididamente de parte de la tradición profética que priorizaba la evangelización del amor de Dios sobre la norma.

Es hora de reflexión comprometida y humilde sobre nuestro papel carismático en la Iglesia.

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