Beatificación de Pedro Asúa en Vitoria, el 1 de noviembre

Pocas catedrales tan a propósito para una beatificación como la Nueva de Vitoria: amplia, luminosa, neogótica, sin el coro central. Al penetrar en ella, se divisaba al fondo la figura del cardenal Ángelo Amato, legado pontificio y que en nombre del Papa Francisco, presidía la beatificación. Primera vez que en esta ciudad se celebra un acontecimiento de esta categoría. Larga la ceremonia, dos horas, preciosa la liturgia.


Don Pedro Asúa Mendía nació en Balmaseda, Vizcaya en 1890. Niño inteligente, saca óptimas calificaciones en el bachiller, y estudia después en Madrid la carrera de arquitectura. Se le abre un porvenir risueño profesional, porque valía y fueron desde el principio elegantes sus edificios. Piadoso, amante de la Eucaristía, con afán de santidad, pensó en hacerse sacerdote. En cuatro años terminó la carrera eclesiástica en el Seminario de Vitoria. El último curso, 1924, su obispo, fray Zacarías Martínez, unos meses antes de cantar misa, le pide, que vaya preparando los planos para edificar un nuevo Seminario: había de ser grande, como para acoger muchos cientos de vocaciones de las tres provincias vascas. Para don Pedro, era un sacrificio, porque él lo que pretendía era ser un pastor de almas, entregarse a sus fieles.

Se inauguró en septiembre de 1930, con la presencia del rey Alfonso XII. Era el mejor Seminario del mundo, tanto por su capacidad, como por el material de su construcción y la belleza arquitectónica. Pero el día de la inauguración nadie supo donde se había metido el arquitecto; no quería recibir aplausos ni felicitaciones. No le iba.


Fue ejemplar como sacerdote, piadoso, de los que hacen callo en sus rodillas por su permanencia delante del Sagrario. Gran apóstol de la Eucaristía. Siendo todavía seglar animó al clero de su ciudad para comenzar con la Adoración Nocturna. Lo suyo después de ser sacerdote fue desvivirse por fomentar el amor a Cristo y la promoción de las personas en su aspecto humano y social.

Le tenían ganas a don Pedro los que pensaban que “la religión es el opio del pueblo”, y andaban detrás de él. Lo secuestraron en Erandio; se lo llevaron a un montecillo entre Castro Urdiales y Laredo y lo asesinaron, siete horas más tarde de haberlo detenido. Apareció junto a su cuerpo una boina con un agujero de bala. Veinte días más tarde un pastor vio el cadáver. Recogieron sus pertenencias y las guardaron. Nadie supo quién era el muerto. Tardaron dos años en averiguarlo gracias a aquellos objetos que se encontraron junto al difunto.

En la catedral de Vitoria aparecía un cuadro muy grande de este santo sacerdote, presidiendo la ceremonia. Todo muy hermoso y ejemplar.

El acto muy solemne, sí, y bien preparado: hasta había pantallas de televisión en las columnas para que pudiéramos todos los fieles ver con claridad el desarrollo de la solemnidad. Unos veinte obispos y más de cien sacerdotes concelebraban. El pueblo fiel no pasaba mucho del millar, y algunos que entraban y salían para observar con curiosidad lo nunca visto en Vitoria. Pero mi convicción religiosa me dice que algo ha fallado. Cuando llega una efeméride de esta categoría es necesario no solo preparar la ceremonia; es preciso animar a la gente; divulgarlo por todos los medios; motivar al pueblo cristiano; salir de la sacristía. Una especie de misión que nos lleve a una conversión sincera. Cuando yo era niño acudía más gente a la novena de la Inmaculada que hoy a esta beatificación. Dentro de los asistentes, una gran mayoría peinaba canas, mostraba sus calvas, o su cabellera del todo blanca. Ha sido una ocasión perdida para el pueblo vasco. El gozo de esta beatificación, en la fiesta de Todos los Santos, se ha desarrollado en un clima espiritual frío: eso sí, con una liturgia solmene y una mitra del cardenal Amato preciosista.


José María Lorenzo Amelibia


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