Vamos a fijarnos en aquel Siglo de Oro de nuestra literatura y arte, para entender un poco mejor problemas eclesiales de la actualidad. Y lo hacemos de la mano de un gran literato, Vicente Blasco Ibáñez. He aquí algunos datos históricos.
Sólo la Iglesia podría juzgar a los suyos. Según cuenta Barrionuevo en sus Memorias, frailes armados hasta los dientes arrebataban a la Justicia del rey, en pleno día y en medio de la plaza Mayor, de Madrid, al pie de la horca, a uno de los suyos, sentenciado por asesinato. La Inquisición, no satisfecha de achicharrar herejes, juzgaba y castigaba... a los contrabandistas de ganado. Los hombres de letras refugiábanse, aterrados, en la amena literatura, como último albergue del pensamiento. Limitábanse a producir novelas picarescas o comedias en las que se ensalzaba un honor fiero, que sólo existía en la imaginación de los poetas, mientras remaba la mayor corrupción en las costumbres.
Los grandes ingenios españoles ignoraban, o fingían ignorar, lo que la revolución religiosa decía más allá de las fronteras. Quevedo, que era el más audaz, sólo osaba decir:
Con la Inquisición... ¡Chitón! triste epitafio del pensamiento español, que prefería perecer, ya que la verdad no podía decirse.
Para vivir tranquilos y sustentarse en una época de incultura, los poetas buscaban
la sombra de la Iglesia y se cubrían con sus hábitos. Lope de Vega, Calderón, Moreto,
Tirso de Molina, Mira de Amescua, Tárrega, Argensola, Góngora, Rioja y otros, eran sacerdotes, muchos de ellos después de una vida borrascosa. Montalbán fue cura y empleado de la Inquisición, y hasta el pobre Cervantes, en la vejez, hubo de tomar
el hábito de San Francisco.
La enorme abundancia de clero
España tenía once mil conventos, con más de cien mil frailes y cuarenta mil monjas, y a esto había que añadir ciento sesenta y ocho mil sacerdotes y los innumerables servidores dependientes de la Iglesia, como alguaciles, familiares, carceleros y escribanos del Santo Oficio, sacristanes, mayordomos, huleros, santeros, ermitaños, demandaderos, seises, cantores, legos, novicios, ¡y qué se yo cuánta gente más!... En cambio, la nación, desde treinta millones de habitantes, había bajado a siete millones en poco más de dos siglos.
Las expulsiones de judíos y moriscos por la intolerancia religiosa; la Inquisición con el miedo que inspiraba; las continuas guerras en el exterior; la emigración a América con la esperanza de enriquecerse sin trabajo; el hambre, la falta de higiene, el abandono de los campos, habían realizado esta rápida despoblación. Las rentas de España llegaron a bajar a catorce millones de ducados, mientras las del clero ascendían a ocho millones. La Iglesia poseía más de la mitad de la fortuna nacional. ¡
La Iglesia paga a sus servidores como en la época de la fe: cree que aún está
en los tiempos en que pueblos enteros se lanzaban al trabajo con la esperanza de ganar
el cielo y levantaban catedrales sin más recompensa positiva que el caldero de rancho
y las bendiciones del obispo. Y mientras vosotros, seres de carne que necesitáis nutriros,
engañáis vuestro estómago y el de vuestras mujeres e hijos con patatas y pan, abajo las
imágenes de palo se cubren de perlas y oro con un lujo estúpido, sin que se os ocurra
preguntar por qué el ídolo que no siente necesidades ha de ser rico, mientras vosotros
no podéis satisfacer las vuestras, viviendo en la miseria.
Sevilla, que en el siglo quince poseía dieciséis mil telares de seda, llegó en el diecisiete a no tener más que sesenta y cinco. Bien es verdad que, en cambio, su clero catedral era de ciento diecisiete canónigos y tenía sesenta y ocho conventos, con más de cuatro mil frailes y catorce mil clérigos en la diócesis.
¿Y Toledo? A fines del siglo quince empleaba cincuenta mil obreros en sus tejidos de seda y de lana y sus talleres de armas, y a más los curtidos, los plateros, los guanteros y los joyeros. A fines del diecisiete no tenía apenas quince mil habitantes. Todo muerto, todo arruinado. Casas de familias ilustres pasaron a poder de los conventos; no había más ricos en la ciudad que los frailes, el arzobispo y la catedral. España estaba tan exangüe al acabar los Austrias.
Cómo vivía un cura joven del XVI, desprovisto de beneficios curiales:
“Tanto sacrificio para venir a ganar menos de lo que gana un gañán en mi pueblo. ¿Y para
esto me ordenaron con tanto aparato? ¿Para esto canté misa en medio de gran pompa,
como si al desposarme con la Iglesia me uniese con la riqueza?”
Su miseria le hacia un esclavo del un beneficiado de la catedral. En el último tercio del mes se presentaba casi todos los días en el claustro para ablandar con sus ruegos a su cura “benefactor” ; decidirle a un préstamo de unas cuantas pesetas.
José María Lorenzo Amelibia
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