En mis tiempos de estudiante Pemán era el líder de los literatos católicos. ¿Quién no recuerda “El Divino Impaciente”? Hoy este autor insigne ha quedado en la penumbra. Y, aun muchos de los que lo recuerdan con cariño, desconocen el soneto – para mí sublime en su profunda espiritualidad – titulado “Yo no quiero morir”.
1- Yo no quiero morir: porque la muerte
Con mi vida acabará mis dolores;
Y no quiero, Señor, que mis amores
No tengan ya dolores que ofrecerte.
Yo no quiero morir: porque ese día
Terminará esta lucha que ahora peno,
Y yo aspiro a la gloria de ser bueno
Cuando puedo ser malo todavía.
Quiero la vida, sí, por emplearla
En lo único que puedo ennoblecerla,
¡Por ponerla, Señor, a tu servicio!
¡Por el goce interior de despreciarla!,
¡Por la gloria sublime de ofrecerla
Como Tú la ofreciste, en sacrificio!
Cuando uno lee y saborea estos versos llega a comprender que existen en la propia naturaleza humana unos aspectos de amor, de entrega, de entusiasmo por el amor divino, casi desconocidos. He de confesar que yo nunca he llegado a entender del todo a aquella santa mística cuando decía: “O padecer o morir”. Y luego añadía: “Pero no morir, sino padecer”. Tampoco he llegado a comprender del todo a San Pablo cuando exclamaba pensando en el Cielo al que había sido arrebatado en éxtasis en una ocasión: “Por ambas partes me siento apretado. Pues de un lado deseo morir para estar con Cristo que es mucho mejor; por otro, quisiera permanecer en la carne, pues es más necesario para vosotros” . (Fil. 1, 23-24)
A veces sentimos algunos atisbos de comprensión de esta sublime mística de los santos; como al ver la generosidad de aquella religiosa a quien Jesús le ofrecía una corona de gloria y felicidad y otra de espinas, diciéndole que con cualquiera de las dos le daría la misma gloria. Y ella – sin dudarlo – tomó la corona de espinas y se la colocó en la cabeza.
¿Locuras? De manera muy distinta piensan las almas más santas. Son numerosos los enfermos de nuestra hagiografía que han vivido gozosos, unidos a la cruz de Cristo. Si no llegamos a entenderlo, al menos con humildad hemos de pedirle al Señor saber aceptar cada día la cruz que su Providencia nos manda.
José María Lorenzo Amelibia
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