Me gustaría dar el nombre del obispo de ahora, pero me aguanto, porque me he propuesto no decir nada malo de nadie en concreto, aunque a quien me refiero, ya ha muerto. Mi crítica quiero que sea constructiva. Pero lo que cuento es cierto a carta cabal, palabra de honor.
Se trata de un obispo a quien siempre he tenido en gran aprecio por su buen obrar; pero él era bien consciente de su cargo, de su dignidad. Me conocía y me dijo casi ex abrupto, de inmediato después e saludarle: “Josemari, ¿pero cómo te atreves a escribir cartas a los obispos?”.
Le parecía a él – obispo maduro – imposible que un simple curica secularizado para el colmo, tuviera la osadía de escribirles a ellos, los grandes eclesiales, de aconsejarles la santidad, que velaran por la santidad de sus sacerdotes, como única solución de levantar la fe de nuestro pueblo.
Le dije de entrada a este mi querido amigo monseñor la verdad, lo que siempre he sentido: “Me da gran apuro escribiros, no me siento con ninguna fuerza moral; pero no sé por qué en la oración parece que siento un impulso, un deseo continuo de deciros algo de lo que llevo en mi alma. Pero de verdad, me repugna. Lo siento, pero seguro que seguiré escribiéndoos”. Él se mostraba asombrado, extrañado, me parece que no le cabía en la cabeza. Entonces le dije: “Pero mis cartas – lo sabes muy bien – son siempre respetuosas; no os falto en nada”. Se cortó aquí la conversación porque hubo un tercer interlocutor que la derivó por otros derroteros. Después nos despedimos.
Unos días más tarde di vueltas al asunto y se me ocurrió escribirle a este amigo obispo la siguiente carta; lleno de amistad entre otras cosas le decía:
“Quedó pendiente para mí el dar respuesta a una pregunta que me hiciste, porque se desvió la conversación por otros derroteros. Me dijiste, cuando me presenté: “¿Cómo te atreves a escribir a los obispos?” Es una pregunta que yo mismo me he hecho muchas veces. Y, a pesar de que mis escritos son siempre llenos de respeto y consideración a vuestra dignidad sacramental, me encuentro lleno de apuro interior cada vez que escribo a mis queridos obispos. Pero es como una exigencia, como un impulso y deseo constante de la oración. Durante muchos años lo he hecho en conjunto con Don Félix Beltrán, que firmaba conmigo, y con Don Miguel Sola que, aunque no firmaba, nos estimulaba e incluso él quería colaborar costeando los gastos de envío. Los dos han muerto en olor de santidad, y me he quedado solo con una mayor perplejidad de seguir adelante. Sé que no soy digno de nada, pero me parece que el Señor me lo sigue pidiendo y mis dos amigos me estimulan desde el Cielo. Y es que, aunque sé poco de toda la problemática de los obispos, algo sí sé a través de las más de ochocientas cartas que conservo de ellos y de algunas conversaciones privadas que he mantenido con varios”.
“De todos los modos tal vez puedas comprender un poco mi atrevimiento, si te analizas a ti mismo, al comprobar el apuro enorme que te dio aceptar el episcopado. Estoy seguro de que también dirías: “¿Quién soy yo para tal honor y para una misión tan difícil?” Y es que las personas somos tan poca cosa con relación a Dios...”
Añadí más palabras llenas de cariño. Pero sobre este particular, no recibí contestación. ¿Es que los obispos se creerán una casta distinta de los demás? Si es así, corregíos que sois hombres como los demás, amigos; con distinta función, pero como los demás.
José María Lorenzo Amelibia
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