¿Y la humildad, qué?

Espiritualidad 

¿Y la humildad, qué?

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Tengo aquí cerca apuntada una frase de San Alfonso. No me resisto a copiártela: "Cuando veo un alma presuntuosa que se tiene por más prudente, más instruida, más virtuosa que las demás, me estremezco porque creo hallarme ante un demonio en carne humana."

Y lo cierto es, según dicen los que hablan de estas cosas, que ningún soberbio se cree orgulloso. Gran luz interior se necesita para verse uno tal cual es. Yo te confieso que rara vez me he dado cuenta de mi soberbia. Y creo que muchas veces habré sido.

Yo me pregunto: ¿por qué tendremos tal aversión hacia la humildad? Yo observo en mí mismo que por mucho que me esfuerce, en casi todos los actos me busco a mí mismo instintivamente; aun en los actos que parecen más generosos. Y si quiero buscar a Dios, tengo que purificar la intención. ¡Qué sabiamente está puesto el dolor según la providencia de Dios! ¡Y qué difícil es no creerse el centro de la creación!

Vamos a pedir luz para vernos tal cual somos, y fuerza para incluso amar la humillación. ¡Qué difícil es! Mientras te estoy escribiendo, acaban de darme por teléfono una humillación dolorosa. He llamado a un conocido, que por cierto me debe muchos favores, para decirle que su hija me habló de que le gustaría aprender informática. Le he ofrecido una oportunidad gratuita y buena. Para finalizar le digo con todo cariño: - No se te olvide decirle a tu hija. Mayor injuria no le he podido hacer. Me ha puesto verde. - Tú no tienes por qué darme órdenes a mí... - me decía -. Por más que le razonaba, no atendía a razones. ¡Qué difícil es aceptar una humillación precisamente cuando vas con la mejor intención del mundo a hacer un favor!

Pienso que es muy difícil ser humilde. ¿Quién no se aferra a sus ideas? Incluso nos parece signo de personalidad. Y dicen que el humilde no se aferra a sus ideas, sino que cede fácilmente al parecer ajeno; es condescendiente e indulgente y, por supuesto, no muestra el tono seco y con aires de mando. El humilde lleva el semblante tranquilo y es accesible a todos, pero de una manera mayor a los más pequeños. La gente humilde ambiciona ocupar el último lugar.

¡Cuántas veces hemos oído esto! Yo a menudo he pensado que es imposible. Si estamos centrados en Dios, podremos soportar una palabra picante sin replicar, incluso una acusación injusta sin excusarnos, o un tratamiento duro sin tomarnos el desquite. ¡Ojalá podamos lograrlo!

Conviene pensar en la muerte para ser humilde. ¿Quién será vanidoso en esos momentos? ¿Qué importan en esos instantes los honores o las humillaciones? Todo ha pasado; lo verdaderamente importante son las buenas obras. ¡Cómo avanza la mayoría de las personas hacia ese instante riéndose y sin hacer caso a nada!

Un peligro se puede cerner en los que trabajamos por adquirir una mayor santidad: considerarnos (tal vez de un modo subconsciente) mejor que otros, o recrearnos en nuestra propia bondad y justicia. Eso no gusta a Dios. Debemos alabar el poder de su gracia y sus divinas misericordias. ¿Qué sería de mí sin tan gran Providencia de Dios?

Conozco mis miserias y mis faltas. Y tal vez conozco demasiado poco el precio que le he costado a El: su sangre, su pasión y muerte. Pero vamos a confiar en El. Ha comenzado su obra. Vamos a dejar que la termine. No me gusta sensiblemente la humildad, pero tengo que cavar en la tierra de mi persona hasta llegar a ver a la perfección mi propia poquedad y miseria. Este ejercicio es muy recomendado, pero no resulta agradable. Y sin embargo si ahondamos en nuestra propia debilidad, llegaremos a descubrir la roca fuerte, Dios, sobre el cual vamos a edificar toda nuestra vida espiritual. Nos suele gustar compararnos con otras personas. Casi siempre en la comparación salimos ganando.

Lo mejor es leer libros santos, el Nuevo Testamento, y entonces, sí, comparar. ¡Cuánto me queda por aprender y por imitar!

Hoy parece que todo es reuniones. Allí todos se escuchan a sí mismos y poco a los demás. Y luego no queda tiempo para hacer lo planificado. He quemado cientos de papeles de antiguas reuniones. Me he entretenido en leer alguno. Para nada ha servido el tiempo perdido allí. Si hubiese dedicado más horas a la oración, eso sí que habría sido útil.

José María Lorenzo Amelibia  

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