Antropología y espiritualidad del cuerpo
La filosofía y antropología nos muestran que, más que tener un cuerpo, somos seres corporales. La persona se abre y relaciona con la realidad, con los otros y con el mundo por medio de su ser corporal. En la línea de Mounier, pensamos con el cuerpo. Y es que, como nos mostraba Zubiri, nuestra inteligencia es sentiente, la razón y el pensamiento se realizan junto a los sentidos corporales. El pensar y el sentir se ejercen de forma religada, al unísono, en la aprehensión de la realidad, agarrando lo real. Es el sentir corporal y humano que se expresa en la sensibilidad, en la vida afectiva con las emociones y sentimientos que, como la empatía o com-pasión, nos unen a los otros, asumiendo su realidad, sus alegrías y sufrimientos, sus esperanzas e injusticias.
La antropología o la misma teología nos enseñan esta unidad psico-corporal y espiritual que constituye la naturaleza del ser humano, con la inseparabilidad del cuerpo y alma que conforma a la persona. Por todo ello, la vida y dignidad del ser humano con su integridad física-corporal es sagrada e inviolable. Cualquier daño y agresión al cuerpo afecta a lo más profundo del ser humano. El cuerpo es uno de los dones de la vida y naturaleza que hay que acoger, respetar y cuidar sin pretender manipularlo ni negarlo que sería tanto como rechazar la propia identidad humana.
Todo lo anterior adquiere una profundidad y trascendencia sin igual en la fe. "En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día" (Concilio Vaticano II, GS 14). Dios mismo en Cristo se ha encarnado en el ser humano, asumiendo toda esta inherente dimensión corporal de cada persona. De esta forma, el cuerpo de toda la humanidad ha sido divinizado en Jesucristo que, como nos sigue enseñando el Vaticano II, “con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).
Tal como se observa, toda la realidad física, material, corporal, social e histórica ha sido asumida solidariamente por la encarnación de Dios en Jesús para salvarla en el amor fraterno, la paz y la justicia liberadora de todo mal, pecado e injusticia. De ahí que en sus diversas formas toda la realidad de la naturaleza, de la humanidad, de la iglesia y del cosmos sean cuerpo y sacramento (presencia real) de Cristo. La iglesia es de forma primordial cuerpo y sacramento de Cristo. En donde Cristo en su Espíritu se nos sigue mostrando y actuando con su presencia corporal y sacramental: en los sacramentos que conforman a la iglesia, en especial la eucaristía; en la Palabra de Dios y en el otro-prójimo, de forma singular en el pobre y crucificado por el mal e injusticia.
Siguiendo a la tradición con los Padres y Doctores de la iglesia, los obispos españoles afirman que “si adoptamos para este caso una de las figuras simbólicas de la Iglesia, la del Cuerpo de Cristo, de la que tan frecuentemente habla San Pablo, experimentamos la profunda unidad existente en la vida cristiana entre la espiritualidad y la acción caritativo-social. El Verbo de Dios se encarnó en Jesús de Nazaret como cabeza de la humanidad y señor de la historia, no para un señorío de poder, sino de servicio; no de violencia, sino de amor; no de opresión, sino de liberación. Mientras que en su vida histórica tuvo que limitarse a su propia existencia, hasta que resucitó y se cumplió la promesa del Espíritu, desde entonces se prolonga en cierta manera su incardinación a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, algunas veces de manera explícita y existencial, en todos los hombres de buena voluntad. Así como nuestra fe descubre a Cristo en la Eucaristía, que es su Cuerpo Místico, como lo llamó la Iglesia de los primeros siglos, o en nuestro corazón por el Espíritu que se nos ha dado, también debemos despertar nuestra fe para descubrirle en todos los hombres, en particular en los más necesitados. No podemos afirmar un aspecto sin el otro, ni negar uno sin negar el otro” (IP 31).
Por tanto, el amor solidario con la opción por los pobres en la lucha por la justicia, en la transformación del mundo e historia, es experiencia espiritual de encuentro y comunión con Cristo pobre-crucificado y su cuerpo místico que se extiende por todo el universo. Como nos enseña Mons. Romero, "la iglesia es el cuerpo de Cristo en la historia" que, en su seguimiento, incorpora el Reino de Dios y su justicia en el mundo e historia. La iglesia es sacramento histórico de salvación que toma cuerpo en la realidad y en el mundo mediante el servicio de la fe, del amor y de la justicia con los pobres que nos va liberando de todo mal, opresión e injusticia. "La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos gestos caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de todo ello a las personas. En la perspectiva de Jesús, las curaciones son también signo de salvación espiritual, de liberación del pecado" (San Juan Pablo II, RM 14).
En esta línea, el catecismo nos transmite el credo de la iglesia católica: «Creo en la resurrección de la carne» (Artículo 11). "La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo....Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús....Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será transfigurado en cuerpo de gloria (Flp 3, 21), en cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44)" (CIC 992, 997-99). Tal como enseña San Juan Pablo II, "cada uno, juntamente con la resurrección del cuerpo, participará plenamente del don del Espíritu vivificante, esto es, del fruto de la resurrección de Cristo!" (10 de febrero de 1982).
A este respecto, es muy recomendable la Carta “Placuit Deo” (PD), sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, realizada por la Congregación de la Doctrina de la Fe (CDF). En ella se afirma que "la salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino a nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en comunión con Él” (PD 7).“La salvación integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama a todos los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la primera de los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo” (PD 15).
La celebración madura y verdadera de la eucaristía, en el que comulgamos con el cuerpo de Cristo, nos lleva a la misión. Sirviendo al Reino de Dios y su justicia con los pobres que son el cuerpo pobre, oprimido y crucificado de Jesús que sigue padeciendo en estos empobrecidos, crucificados y víctimas de la historia. La tradición de la iglesia, por ejemplo con los Santos Padres, nos transmiten todo ello con total claridad. “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (...) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (...) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (...) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (...) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro” (Obras de San Juan Crisóstomo, Madrid, BAC, 1956, II, pp. 80- 82).
De la misma forma, Pablo VI nos enseña el “rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico y sentimos pleno gozo por haber tenido la oportunidad de hacerlo llegando también ahora hasta aquí para celebrar la presencia del Señor entre nosotros, en medio de la Iglesia y del mundo, en vuestras personas. Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino (...) Toda la Tradición de la Iglesia reconoce en los Pobres el sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico a la realidad de la eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia analógica y mística en ella. Por lo demás Jesús mismo nos lo ha dicho en una página solemne del evangelio, donde proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión y ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz, según la misteriosa y patente sociología, según el humanismo de Cristo” (Homilía en Bogotá, 23 VIII 1968).
Celebrar y adorar al cuerpo de Cristo en la eucaristía e iglesia, realmente, es llevar a cabo toda esta solidaridad mística, social y cósmica con una conversión ecológica en el cuidado y justicia con los otros, con lo pobres y con esa casa común que es nuestro planeta tierra. En una ecología integral y bioética global con el respeto, cuidado y protección de la vida en todas sus fases y dimensiones, de ese santuario de amor y vida que es el matrimonio del hombre con la mujer, la familia e hijos.
Tal como nos comunica Francisco, “para la experiencia cristiana, todas las criaturas del universo material encuentran su verdadero sentido en el Verbo encarnado, porque el Hijo de Dios ha incorporado en su persona parte del universo material, donde ha introducido un germen de transformación definitiva: «el Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, hecho también él cuerpo para la salvación del mundo». En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico: «¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo». La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración. En el Pan eucarístico, «la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». Por eso, la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado"(LS 235-236)
Esta economía sacramental donde se asume la materialidad y bondad de la creación, por ejemplo el pan y vino con el que se celebra la Eucaristía, “se opone a las tendencias que proponen una salvación meramente interior….En cuanto somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10; cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su santificación (cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión con los hermanos. El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a los sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de misericordia corporales y espirituales” (PD 14).
La antropología o la misma teología nos enseñan esta unidad psico-corporal y espiritual que constituye la naturaleza del ser humano, con la inseparabilidad del cuerpo y alma que conforma a la persona. Por todo ello, la vida y dignidad del ser humano con su integridad física-corporal es sagrada e inviolable. Cualquier daño y agresión al cuerpo afecta a lo más profundo del ser humano. El cuerpo es uno de los dones de la vida y naturaleza que hay que acoger, respetar y cuidar sin pretender manipularlo ni negarlo que sería tanto como rechazar la propia identidad humana.
Todo lo anterior adquiere una profundidad y trascendencia sin igual en la fe. "En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día" (Concilio Vaticano II, GS 14). Dios mismo en Cristo se ha encarnado en el ser humano, asumiendo toda esta inherente dimensión corporal de cada persona. De esta forma, el cuerpo de toda la humanidad ha sido divinizado en Jesucristo que, como nos sigue enseñando el Vaticano II, “con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).
Tal como se observa, toda la realidad física, material, corporal, social e histórica ha sido asumida solidariamente por la encarnación de Dios en Jesús para salvarla en el amor fraterno, la paz y la justicia liberadora de todo mal, pecado e injusticia. De ahí que en sus diversas formas toda la realidad de la naturaleza, de la humanidad, de la iglesia y del cosmos sean cuerpo y sacramento (presencia real) de Cristo. La iglesia es de forma primordial cuerpo y sacramento de Cristo. En donde Cristo en su Espíritu se nos sigue mostrando y actuando con su presencia corporal y sacramental: en los sacramentos que conforman a la iglesia, en especial la eucaristía; en la Palabra de Dios y en el otro-prójimo, de forma singular en el pobre y crucificado por el mal e injusticia.
Siguiendo a la tradición con los Padres y Doctores de la iglesia, los obispos españoles afirman que “si adoptamos para este caso una de las figuras simbólicas de la Iglesia, la del Cuerpo de Cristo, de la que tan frecuentemente habla San Pablo, experimentamos la profunda unidad existente en la vida cristiana entre la espiritualidad y la acción caritativo-social. El Verbo de Dios se encarnó en Jesús de Nazaret como cabeza de la humanidad y señor de la historia, no para un señorío de poder, sino de servicio; no de violencia, sino de amor; no de opresión, sino de liberación. Mientras que en su vida histórica tuvo que limitarse a su propia existencia, hasta que resucitó y se cumplió la promesa del Espíritu, desde entonces se prolonga en cierta manera su incardinación a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, algunas veces de manera explícita y existencial, en todos los hombres de buena voluntad. Así como nuestra fe descubre a Cristo en la Eucaristía, que es su Cuerpo Místico, como lo llamó la Iglesia de los primeros siglos, o en nuestro corazón por el Espíritu que se nos ha dado, también debemos despertar nuestra fe para descubrirle en todos los hombres, en particular en los más necesitados. No podemos afirmar un aspecto sin el otro, ni negar uno sin negar el otro” (IP 31).
Por tanto, el amor solidario con la opción por los pobres en la lucha por la justicia, en la transformación del mundo e historia, es experiencia espiritual de encuentro y comunión con Cristo pobre-crucificado y su cuerpo místico que se extiende por todo el universo. Como nos enseña Mons. Romero, "la iglesia es el cuerpo de Cristo en la historia" que, en su seguimiento, incorpora el Reino de Dios y su justicia en el mundo e historia. La iglesia es sacramento histórico de salvación que toma cuerpo en la realidad y en el mundo mediante el servicio de la fe, del amor y de la justicia con los pobres que nos va liberando de todo mal, opresión e injusticia. "La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos gestos caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de todo ello a las personas. En la perspectiva de Jesús, las curaciones son también signo de salvación espiritual, de liberación del pecado" (San Juan Pablo II, RM 14).
En esta línea, el catecismo nos transmite el credo de la iglesia católica: «Creo en la resurrección de la carne» (Artículo 11). "La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo....Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús....Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será transfigurado en cuerpo de gloria (Flp 3, 21), en cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44)" (CIC 992, 997-99). Tal como enseña San Juan Pablo II, "cada uno, juntamente con la resurrección del cuerpo, participará plenamente del don del Espíritu vivificante, esto es, del fruto de la resurrección de Cristo!" (10 de febrero de 1982).
A este respecto, es muy recomendable la Carta “Placuit Deo” (PD), sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, realizada por la Congregación de la Doctrina de la Fe (CDF). En ella se afirma que "la salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino a nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en comunión con Él” (PD 7).“La salvación integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama a todos los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la primera de los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo” (PD 15).
La celebración madura y verdadera de la eucaristía, en el que comulgamos con el cuerpo de Cristo, nos lleva a la misión. Sirviendo al Reino de Dios y su justicia con los pobres que son el cuerpo pobre, oprimido y crucificado de Jesús que sigue padeciendo en estos empobrecidos, crucificados y víctimas de la historia. La tradición de la iglesia, por ejemplo con los Santos Padres, nos transmiten todo ello con total claridad. “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (...) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (...) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (...) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (...) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro” (Obras de San Juan Crisóstomo, Madrid, BAC, 1956, II, pp. 80- 82).
De la misma forma, Pablo VI nos enseña el “rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico y sentimos pleno gozo por haber tenido la oportunidad de hacerlo llegando también ahora hasta aquí para celebrar la presencia del Señor entre nosotros, en medio de la Iglesia y del mundo, en vuestras personas. Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino (...) Toda la Tradición de la Iglesia reconoce en los Pobres el sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico a la realidad de la eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia analógica y mística en ella. Por lo demás Jesús mismo nos lo ha dicho en una página solemne del evangelio, donde proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión y ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz, según la misteriosa y patente sociología, según el humanismo de Cristo” (Homilía en Bogotá, 23 VIII 1968).
Celebrar y adorar al cuerpo de Cristo en la eucaristía e iglesia, realmente, es llevar a cabo toda esta solidaridad mística, social y cósmica con una conversión ecológica en el cuidado y justicia con los otros, con lo pobres y con esa casa común que es nuestro planeta tierra. En una ecología integral y bioética global con el respeto, cuidado y protección de la vida en todas sus fases y dimensiones, de ese santuario de amor y vida que es el matrimonio del hombre con la mujer, la familia e hijos.
Tal como nos comunica Francisco, “para la experiencia cristiana, todas las criaturas del universo material encuentran su verdadero sentido en el Verbo encarnado, porque el Hijo de Dios ha incorporado en su persona parte del universo material, donde ha introducido un germen de transformación definitiva: «el Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, hecho también él cuerpo para la salvación del mundo». En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico: «¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo». La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración. En el Pan eucarístico, «la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». Por eso, la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado"(LS 235-236)
Esta economía sacramental donde se asume la materialidad y bondad de la creación, por ejemplo el pan y vino con el que se celebra la Eucaristía, “se opone a las tendencias que proponen una salvación meramente interior….En cuanto somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10; cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su santificación (cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión con los hermanos. El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a los sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de misericordia corporales y espirituales” (PD 14).