El coro parece extraído de una película o un concierto de 'negros espirituales' Misa gospel en Harlem el Día de la Madre

(José M. Vidal, Nueva York).- Llevan en la sangre le ritmo, la música, el baile y el sufrimiento acumulado de siglos de esclavitud que, aquí, en Harlem, parece que todavía se palpa y flota en el ambiente. La esencia de la negritud explota en la misa gospel especial del Día de la Madre, que, en USA, se celebra, el segundo domingo de mayo. Con eucaristía de gala y bautizos, en una ceremonia que, sin dejar de ser solemne, remece por dentro y por fuera.

La parroquia de San José y de la Sagrada Familia está en el número 405 West de la 125 Street. En pleno corazón de Harlem, a dos pasos del célebre teatro Apolo, donde los negros no podían entrar, pero donde actuaron todas las estrellas negras. Desde Ella Fitzgerald a Michael Jackson, pasando por Stevie Wonder, Billie Holiday, Chaka Khan, Areta Franklin, Patti Labelle o Celia Cruz.

En la misa de la parroquia de San José no estaban esas grandes estrellas, pero quizás sí su espíritu y unas voces que se dirían divinas de un coro gospel de 15 personas, con director, piano, armonio y batería. Con un sonido casi perfecto y con unos negros espirituales que hacían vibrar a la asamblea. Música con alma. Por la música hacia Dios.

La Iglesia llena. Com gente de todas las edades, clases y colores, aunque con predominio negro. No en vano, en la hoja que reparten a la entrada, la parroquia se define así: "Somos una familia espiritual formada por diversas culturas, una comunidad de creyentes que nos identificamos como iglesia y nos comprometemos a ser iglesia".

El espiritual de entrada pone a la gente a tono.Comienza suave y va in crescendo. Y la asamblea se suma, canta, baila y da palmas. Con un ritmo compasado y trepidante, mientras el coro va prendiendo fuego en el corazón de toda la asamblea. Con naturalidad. Nada parece forzado. Todo fluye espontáneo.

En el altar, dos curas. Uno, negro y joven. El otro, blanco y un poco más mayor, que es el que preside. Con monaguillos y monaguillas, en una ceremonia perfectamente diseñada. Clásica, sin salirse de los cánones, pero con corazón y con detalles que siembran ternura.

El templo, clásica por estos lares y un tanto abigarrado. Muchas cristaleras, mucha luz y grandes estaciones del via crucis en las paredes laterales. En el altar, un cuadro grande de Cristo en la cruz y a sus pies, María, Juan, el discípulo amado, y las santas mujeres. En el lado izquierdo, el cuadro de la Virgen de Guadalupe. San José preside la fachada de la iglesia.

Santos, muchos santos por todas partes. Sobre todo en la entrada. Con un San Antonio de un lado y un Sagrado Corazón del otro, junto a un cuadro de la Madre Teresa. El ambiente es festivo, alegre y, pero sin que parezca una pachanga.

La misa fluye con sus partes y sus ritos. Tras las lecturas, la homilía del cura. Bien preparada y leída, pero con entonación y con seguridad. En inglés muy americano, claro. Sólo entiendo frases sueltas, en las que el sacerdote hace un canto a la familia y al papel especial de la madre en ella. "La madre, piedra angular del hogar y de la sociedad", dice. "Madres valientes y, a la vez, tiernas y cariñosas, como María", termina el cura y la gente, puesta en pié, le tributa una ovación. Algo que aquí suena a lo más normal.

Tras la homilía, un bautizo múltiple: Un niño de unos cuatro años (de padres hispanos, por cierto) y de dos chavales de unos 12 o 13 años. Después del tiro y entre aleluyas, el sacerdote presenta a los recién bautizados a la comunidad, que los acoge con aplausos y cánticos. Para escenificar bien esa incorporación, el cura coge al más pequeño en brazos, y acompañado de los otros dos chavales bautizados, baja cantando y presentándolos a la gente por el pasillo central hasta el final del templo.

Y también parece algo bello, simbólico y natural. La familia creyente crece. Y precisamente el Día de la Madre, tres nuevos miembros se incorporan a la parroquia. Al cura, con casulla, le sienta bien el crio en brazos.

En el ofertorio, nuevos negros espirituales, mientras los ayudantes del cura colocan un gran cestillo al lado del altar y la gente va saliendo por bancos enteros a depositar en él sus ofrendas. Muchos dejan sobres, otros, billetes. Otros, pasan, pero no depositan nada. Eficacia monetaria americana que, además, te hace mover de tu asiento y obliga a toda la gente a acercarse al altar. Y el caso es que, aunque el ofertorio se alarga, no cansa, porque la música nos mece con sus notas y sus bellas melodías.

En la consagración, todos se arrodillan y en la elevación, toca la campanilla. En el Padre Nuestro, todo el mundo se coge de la mano y, en la paz, la asamblea explota en un concierto de besos y abrazos. Es la efusión de la hermandad vivida y expresada con todo el ser. Con calidez, con ternura. ¡Qué lejos quedan los ritualizados y fríos saludos de la paz que, a veces, nos intercambiamos en muchas misas españolas de puro rito, de puro compromiso!

Los propios curas se implican y bajan por toda la iglesia (el negro por un lado y el blanco por el centro) saludando y abrazando a todos los fieles, mientras suena un canto de "alegría y paz".

La comunión también se hace por bancos enteros. Son escasos los que no salen a comulgar, mientras el coro entona varios negros espirituales. Los curas ofrecen el cuerpo de Cristo y dos mujeres, al lado, la sangre, para el que quiera beber del cáliz.

Tras el silencio de la acción de gracias, el cura invita a ponerse de pie a las abuelas primero y a las madres, después, en medio de aplausos y cantos. Y tras la bendición y mientra asuena el enésimo canto, que llena con sus notas desgarradas el templo, los curas, revestidos, salen a la puerta, se colocan al pié de la escalera y van saludando, uno a uno, a todos sus fieles: besos, abrazos, parabienes, recomendaciones. A dos pasos, un fraile franciscano, al que también saluda alguna gente y al que le colocan pequeñas tarjetas en su capucha.

Caras de alegría y felicidad no fingida. La gente sale feliz, contenta, llena de Dios en el alma y en el cuerpo. Se les nota en sus sonrisas. Hasta los niños se lo han pasado bien y han disfrutado en la misa gospel. A mi lado, una madre con sus cuatro hijos pequeños. Tres niñas preciosas y un niño. Las niñas con sus trencitas afro y sus caritas de muñecas. Al terminar la misa, la más pequeña, colgada al cuello de su mamá, no se cansaba de repetirle: "I love you, mom". Y San José, desde su hornacina en la fachada, parece poner cara de "entendido" en estas lides de alegría compartida en familia.

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