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22 de diciembre: IV Lunes de Adviento
La muerte ya no es la última palabra.
“Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32).
“Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (Jn 19, 38-42).
Hemos contemplado el abrazo de María a Jesús, en el que hemos intuido la imagen de la Alianza esponsal consumada. Precisamente, el entierro de Jesús es descrito con los perfumes de la noche de bodas, al mencionar la mirra y el áloe, junto con las sábanas, en correspondencia con el salmo de la boda del príncipe real: “A mirra y áloe huelen tus vestidos” (Sal 44). Jesús ha consumado su entrega total y descansa, habiendo llevado a término el amor de Dios por la humanidad. Gracias a la carne y la sangre entregadas en favor de toda la humanidad, podemos dirigirnos a Dios y llamarlo Papá. Todo se ha consumado, y el Esposo ha entregado su cuerpo como expresión suprema del amor divino.
“Señor todopoderoso, cuyo Unigénito descendió al lugar de los muertos y salió victorioso del sepulcro, te pedimos que concedas a todos tus fieles, sepultados con Cristo por el bautismo, resucitar también con él a la vida eterna” (Oración del Sábado Santo).
La muerte ya no es la última palabra.
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