La muestra Raoul Dufy puede visitarse en El Thyssen Dufy y Matisse: los azules del “algo más”

(Lucía L. Alonso).-Actualmente puede verse en las salas de temporales del Museo Thyssen-Bornemisza la exposición Raoul Dufy. Dos palabras, presentes en los primeros textos de sala, demuestran que su comisario, Juan Ángel López, ha pretendido llevar a cabo una relectura de Dufy que le reivindique pintor "de intensidad de vida y pensamiento". "Panteísmo" y "Matisse".

Contra los tópicos que reducen el llamado fauvismo a una búsqueda de placer, la exposición pone de relieve que el arte de Dufy fue una búsqueda, pero de otras muchas cosas. Lenta, constante, reflexiva y, sobre todo, introspectiva. Porque ser artista es como ser humano: lo opuesto a poder decir que has encontrado lo que buscabas. Es ser, quizás, doblemente humano.

Pero que no te canse nunca esa indagación. Del impresionismo -porque "la luz de la pintura es otra muy distinta" de la de la ciencia- a la pincelada constructiva de Cézanne, del arte medieval más sagrado -esas vidrieras góticas en las que recala la trascendencia- a las imágenes populares, pastorales, Dufy se encomendó una misión: "hay que crear también el mundo de las cosas que no se ven".

Su vida terminó por parecerse más de lo que hubiera imaginado a la de su inspirador, Henri Matisse: Ambos habían estudiado Bellas Artes en la escuela nocturna (lo de tener un pintor en la familia a plena luz del día se consideraba, en muchas ocasiones, la pérdida de un gran abogado), viajaron al sur de Italia y al sur de España (Sevilla, y de ahí, a Marruecos) y vivieron en el sur de Francia (Niza, Perpiñán, Vence).

Precisamente en Vence un ya anciano Matisse acometió la más impresionante obra de su carrera: la capilla del convento de las dominicas, maravillosa obra de arte total, pues el artista se encargó del diseño de las vidrieras, las imágenes de los muros, el mobiliario litúrgico, los suelos e incluso las casullas de los curas. Matisse no era católico. Tampoco arquitecto. Pero ese convento fue la culminación de todas sus búsquedas de hombre sensiblemente humano.

Cuentan que Picasso le propuso dejarse de capillas sixtinas y construir un mercado. "Mis verdes son más verdes que las peras y mis anaranjados más anaranjados que las calabazas. Entonces, ¿para qué un mercado?", le contestó sin miramientos el artista que había instalado su taller parisino en el antiguo convento del Sacre Coeur (actualmente sede del M Rodin). No era que Matisse no hubiera querido nunca pintar verduras. Las había pintado, pero haciendo tan importante como las propias verduras lo que había entre ellas, como Cèzanne. Lo intangible de lo bello. Lo que salva de la nada superficial. Los azules del algo más.

Dufy también pintó flores y también las estampó, sin limitarse a ser un pintor tradicional, amigo del modisto Poiret, sobre diversos textiles industriales. Cientos de malvaviscos adornando un tejido, urdidas unas siluetas a las otras. Eso es el panteísmo: convencerse de que todo va enlazado en el universo. Las bañistas a las espigas, las regatas a las gaviotas, el presente al pasado (en su Puerto con velero. Homenaje a Claudio de Lorena), el color a su contorno y el bonsái real a los falsos jardines tradicionales que diseñaba Dufy en sus cerámicas. La figura al corazón que representa.

"Nada sin arte", porque la naturaleza es arte. Porque el hombre tenía que dejar de ponerse bombas y volver a introducir el sentimiento de lo sagrado en su cotidianidad. Por eso los protagonistas de las escenas de Dufy son los segadores, los pescadores, los cazadores y los marineros. Porque son los que tienen el conocimiento de la naturaleza, los que viven en comunión con ella. Así el artista los representa: inmersos entre las hojas de los árboles, mimetizados con su ecosistema.

Dos pequeños azulejos de cerámica cuelgan de una de las paredes de la exposición. Son un pescado de roca y una náyade sobre una ola. Los dos ocupan lo mismo, tienen la misma entereza. Para el autor son lo mismo: la creación divina (un pez, tan perfecto como necesario en el cosmos) y la creación humana (un bello personaje mítico) como arcilla de la arcilla.

Matisse y Dufy estuvieron muy enfermos. Mientras el primero, inmovilizado por el dolor, trazaba santos en Vence sujetando el carboncillo a una caña de bambú que podía estirarse por él, Dufy introdujo el negro de un carguero en sus últimas series, como prefiguración de la propia muerte. Sin embargo, apunta el comisario que esa imagen también "representa el fenómeno óptico del deslumbramiento por el sol".

Siempre hay luz al final del "túnel" del esfuerzo. Siempre hay azul (el azul-liturgia que Matisse contempló en los frescos de Giotto en Padua, Dufy en el puerto de Martigues -el mar como símbolo de civilización desde Platón, pero también de trascendencia) tras La reja que nos encierra.

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