¿Humildad o soberbia?

Los anuncios proféticos protagonizados por Friedrich Nietzsche (1844-1900) a principios del siglo XX, anunciando una nueva aurora, la época del ‘superhombre’, ya han dado sus frutos. Durante estos cien años transcurridos hemos podido constatar el horror del nazismo y del fascismo; el exterminio y la violación de los derechos humanos en algunos países de Latinoamérica y África; la caída del comunismo que encubría tantas miserias; las guerras como consecuencia de los nacionalismos excluyentes; la insolidaridad y la explotación de los países ricos frente a los países pobres; y la constatación que tenemos a diario de vivir en medio de gestos intolerantes, fanáticos y racistas, que surgen incluso de nuestras propias entrañas.
Para Nietzsche, la moral cristiana con su exaltación de los valores como la humildad, la abnegación, el arrepentimiento, el compartir los bienes etc. ha sido un factor fundamental en la consolidación de una concepción 'débil' de la existencia. Según este autor, Jesús fue utilizado por el grupo de sus seguidores judíos para construir una religión de débiles y de resentidos. Como fueron incapaces, dice, de soportar la muerte de Jesús, buscaron una explicación y un sentido. Ya que no podían enfrentarse contra los sacerdotes del pueblo se inventaron la interpretación siguiente: el débil (Jesús) triunfa sobre los fuertes (sacerdotes). Así, los débiles son los preferidos de Dios. De esta manera el cristianismo defiende definitivamente la 'moral de esclavos'. Contra esto contrapone Nietzsche un si a la vida, sin ninguna referencia a la trascendencia, y sustituye a Dios, que representa el odio a la realidad, por el 'dominio del mundo'. Esto lo expresó Nietzsche con su tajante proclamación “Dios ha muerto”. Uno de los argumentos fundamentales era que los valores tradicionales habían perdido su poder en las vidas de las personas. Estaba convencido que los valores tradicionales representaban una moralidad creada por personas débiles y resentidas que fomentaban comportamientos como la sumisión y el conformismo porque los valores implícitos en tales conductas servían a sus intereses. Nietzsche afirmó el imperativo ético de crear valores nuevos que debían reemplazar los tradicionales, y su discusión sobre esta posibilidad evolucionó hasta configurar su retrato del hombre por venir, el ‘superhombre’, un creador de valores, que refleja la fuerza e independencia de alguien que está emancipado de las ataduras de lo humano envilecido por la docilidad cristiana, excepto de aquellas que él juzga vitales...
Ante tal posición, hay que decir que no se puede ser cristiano sin ser antes persona, es decir, radicalmente 'ser humano'. Y ser persona no es ser un ser humano 'débil', sino reconocer en lo más profundo de nuestro ser que no somos Dios, que somos criaturas, y, por lo tanto, seres creados, o lo que quiere decir, seres limitados. Esta humildad radical es la base de la fe, que, sin este terreno abonado, no puede crecer. La humildad no es un adorno más que se coloca la persona, sino la actitud fundamental donde se asienta todo su ser, la piedra base de la construcción de su personalidad comunitaria. Sin la virtud de la humildad la persona es paja para aventar. Si las demás virtudes no van precedidas, acompañadas y seguidas por la humildad, la soberbia se abrirá paso entre ellas y, más pronto o más tarde, acabará destruyéndola.
Una persona humilde, como vemos en Teresa de Lisieux, está en actitud de entrega y servicio a las demás personas. La persona humilde es como un camino que hacen los hombres a fuerza de pisarlo. Es como un agujero, cuanto más nada, más grande; pero por esa nada se nos hace presente Dios y se nos derrama Dios. La humildad nos conduce a la simplicidad, a la santidad, simbolizada en la actitud confiada de un niño en los brazos de uno de sus padres. La humildad es pura como el agua. Con la humildad comienza a vida espiritual, pues fe y humildad son inseparables. En la perfecta humildad desaparece todo egoísmo y la persona ya no vive para sí, pues la humildad lleva aparejada la pobreza y la sencillez luminosa.
Si somos incapaces de humildad, somos incapaces de alegría. Una persona que no es humilde no puede aceptar graciosamente las alabanzas. Quien es humilde no se altera por las alabanzas, pues sabe que tesoro escondido ha recibido y de donde todo procede. La persona humilde no tiene miedo al fracaso. En realidad no teme a nada ya que la perfecta humildad implica la perfecta confianza en el poder de Dios.
La virtud de la humildad nos libera del apego a nuestras obras y a nuestra reputación. Ser humilde es no estar pendiente de uno mismo. Cuando no prestamos atención a nosotros mismos es cuando somos libres para servir a Dios perfectamente, porque la humildad consiste precisamente en ser la persona que se es a los ojos de Dios, al reconocer la persona que no puede ser Dios y reconoce y acepta sus límites. La humildad es un camino descendente hacia las fuentes del ser. La persona orgullosa no hace más que elevarse, la persona humilde tiende a desaparecer, pues el ser humano ha sido querido y producido por Dios directamente con un amor personal. A partir de ese momento se convierte en imagen de Dios. Y la imagen de Dios perfecta es su Hijo despojado y crucificado: el Inocente, asumiendo el dolor de todas las personas inocentes crucificadas de una u otra manera, el Obediente, modelo de cómo llevar a término nuestra propia vocación y el Humilde, que sabe, porque confía, que su fracaso será un éxito dentro de los planes de Dios.
Los grados de la humildad corresponden exactamente a los grados del amor, así como los grados del orgullo y de la soberbia corresponden a los de la glacial estrechez y mezquindad del yo replegado en sí mimo. La vida es una larga lección de humildad y la persona encuentra su quietud y descanso cuando no codicia nada y está en el centro de su humildad, como Teresa de Lisieux, que a pesar de su noche de espíritu, no perdió ni la fe ni la esperanza, lanzándose en los brazos de Dios, pues para ella la humildad era la verdad, y sólo la verdad podía nutrirla.. Parece como si estuviese poseída por una especie de manía de desenmascarar y rectificar todas las cosas que se presentan ante ella disfrazadas. Su desconfianza se extiende incluso a las mismas visiones: “Sólo de la verdad puedo nutrirme. Esta es la razón por la que jamás he deseado visiones. En la tierra no puede verse el cielo y los ángeles tal como -son. Prefiero esperar a después de la muerte” . Teresa se siente desgraciada cuando su deficiente formación le impide penetrar la plena verdad, expresándose así: “Sólo en el cielo veremos la verdad absoluta de todas las cosas. En la tierra, aun en la sagrada Escritura, hay siempre un lado oscuro y envuelto en tinieblas. Me da pena ver la diferencia de las traducciones. Si yo hubiera sido sacerdote, habría estudiado el hebreo y el griego, a fin de poder leer la palabra de Dios, como Él se dignó expresaría en lenguaje humano
La verdad es la humildad, pero la verdad puede verse y la humildad no. Así llega a esta sorprendente afirmación: “Me parece que la humildad es la verdad. Yo no sé si soy humilde; lo que si sé es que veo en todo la verdad” . Mas cuando la verdad de Dios se realiza en el alma de manera que ésta vive de aquélla y no le opone ya verdad alguna propia, se hace también posible hablar de la propia humildad, pues esta humildad es entonces sólo una parte de la divina verdad: “Si, yo creo que soy humilde... Nuestro Señor me muestra la verdad; me doy tan perfectamente cuenta de que todo viene de Él” Y el día de su muerte afirma: “Si, yo creo que no he buscado nunca más que la verdad... Sí, he comprendido la humildad de corazón” . La humildad está como sobre el filo de un cuchillo, entre el abismo de la verdad y el de la mentira. La humildad que no es ninguna virtud, sino la evidencia de que no se tiene ninguna virtud, porque todo procede de Dios.(Cf. J. L. VÁZQUEZ BORAU, Teresa de Lisieux. Un camino evangélico oara el siglo XXI, BAC, Madrid 2003, 85-88)
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