¡La Física es divertida!

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Una importante revista de Física publicaba hace poco un loa al aburrimiento, argumentando que la única garantía del rigor y seriedad de los resultados es el trabajo tedioso y soporífero. Para ser un buen físico, parecía decir el autor, habría que resignarse al hastío, convertirse en un pelmazo, disfrutar con lo plúmbeo.
Me parece una solemne sandez: si una ciencia no es divertida, emocionante y retadora no puede ser buena. El gran Archibald Wheeler, padre de los agujeros negros y de otras muchas cosas y físico aún jovial y chispeante a sus casi noventa años, suele proponer como primer principio moral de la Física el mandato ”No hagas ningún cálculo, sin saber antes el resultado”. De acuerdo, no nos cansemos calculando a lo loco. Pero es necesario declarar que hay otro más primordial aún, un principio cero, como en Termodinámica: "Aprende a divertirte con la ciencia".
Cuando queremos defenderla ante los “de letras” (quienes, según decimos siempre, no comprenden su importancia), solemos recurrir a su utilidad. El argumento es válido, pero insuficiente. Si queremos que se aprecie a la ciencia, hay que ir más allá. Al fin y al cabo, unos zapatos o un abrelatas son objetos útiles, pero no inspiran por ello sentimientos profundos. Afirmar que la ciencia es útil es bien poca cosa. Porque, como asegura José Antonio Marina en su reciente ”Teoría de la inteligencia creadora”, se pueden decir muchas otras cosas de la verdad científica: es divertida y también solemne, estrepitosa, deslumbrante, opaca, terrible, burlona, enigmática, discreta, apabullante y más aún.
Hay que defender, además, una concepción estética de la ciencia, que la aproxima al arte. El gran Richard Feynmann — tan divertido — sentía una emoción profunda ante las leyes de la naturaleza, que calificaba incluso de religiosa, pero añadía “pocos de los no científicos pueden comprenderlo”. Aunque algunos sí, como el poeta portugués Fernando Pessoa, para quien “el binomio de Newton es más hermoso que la Venus de Milo”. Cuando pienso en la Relatividad General, en la Teoría Cuántica o en la Dinámica Newtoniana, siento una emoción parecida a la que me inducen la música de Bach o de Beethoven o los cuadros de Velázquez o El Bosco. A veces, juego incluso a emparejar músicos y físicos: Feynman me recuerda a Mozart, con su gracia, su chispa y su gusto por el juego, Einstein era un constructor de estructuras que avanzaba con la seguridad y el aplomo de Bach, la serenidad y el equilibrio de Faraday me recuerdan siempre a Stravinsky.
Quizás este ejemplo nos aclare en qué pensaba el sandio autor del artículo de marras. Los largos años de estudio que tenemos que seguir los científicos, con cálculos difíciles, tantas sesiones de laboratorio y el aprendizaje de técnicas complejas, se corresponden con los que tienen que seguir los músicos o los pintores. Es verdad que las horas de escalas en el piano o de dibujar repetidamente manos y narices son fastidiosas y pesadas en sí mismas. Pero se hacen emocionantes y cobran sentido, al saber que, tras ellas, vendrá la maravilla de la obra acabada. Por eso hay que ver los cálculos y las observaciones como etapas para superar un reto y, como tal, sentir su diversión.
Porque, si en la ciencia se descubre la gracia de la belleza, tiene también la emoción del deporte. Es una actividad profundamente humana porque nos permite realizar una de las aspiraciones más definidoras de nuestra especie: aceptar retos y superarlos. Los deportistas dedican largos esfuerzos a superar marcas. Unas pocas son brillantes y llegan a los periódicos, la mayoría nos contentamos con enfrentarnos a nuestros pobres registros personales, por mantener la forma, recorrer una distancia, subir un monte. Pero que sean pequeñas no les quita su emoción, porque la propia marca es siempre la más importante.
El mismo impulso mueve a los científicos a esforzarse por entender una teoría, hacer un experimento, ser capaces de calcular algo; no importa que otros lo hayan hecho ya, cada cual tiene sus retos. Por eso, hay que aprender también a vivir la ciencia con el regocijo del deporte.
Además es una gran aventura, colectiva e individual. Sin ella, los seres humanos no habrían llegado a lo que son: tras la evolución biológica, vino una social, en la que la técnica y la ciencia han sido motores esenciales. Cada obra personal, por muy modesta que nos pueda parecer, es un capítulo de esa gran historia, de la hazaña increíble de haber llegado a elaborar una descripción tan maravillosa — en su sentido puro: llena de maravillas — de las leyes de la naturaleza, gracias al esfuerzo de miles y miles de personas. Sin su trabajo, el
homo sería hoy menos sapiens.
La Física debe producir un gran deleite. Hay que disfrutar con ella, jugar con ella, divertirse con ella. Eso ayuda a comprender y a descubrir. Si alguien la encuentra aburrida, mejor se dedica a otra cosa. Debemos ser conscientes de nuestro privilegio y, por eso, la tarea más importante que tenemos los profesores es transmitir esa emoción. O sea, la magia de la ciencia.