Padre Pío y los sufrimientos de un místico

En el apogeo de su fama, padre Pío recibía diariamente unas seiscientas cartas de todas las partes del mundo y, aún hoy, a los veinte años de su muerte, sigue siendo objeto de un culto superado en número únicamente por quienes se concentran en los santuarios de la Virgen María; e igualmente importante, desde el punto de vista de la congregación, es que la causa se halla refrendada por cartas postulatorias de nada menos que ocho cardenales, treinta y un arzobispos y setenta y dos obispos. Me pareció que se trataba de una causa en la que los fenómenos místicos no pueden tratarse como meros incidentes secundarios con relación a las virtudes heroicas del candidato. Al fin y al cabo, ¿quién habría rezado a padre Pío -o concebido su vida como "corredentora" con Cristo, que es lo que hacen algunos de sus cofrades- si no hubiera impresionado a los creyentes con sus dones milagrosos?
Como es fácil imaginar, los capuchinos comenzaron de manera informal a reunir datos sobre su .célebre hermano el año siguiente de su muerte en 1968. Pero entonces sucedió algo misterioso: alguien de Roma decretó, seguramente con la autorización del papa Pablo VI, que el proceso local de padre Pío no se podía abrir. Los capuchinos no me quisieron decir quién dio la orden, aunque confirmaron que permaneció vigente hasta 1982, cuando los funcionarios de la congregación discutieron el asunto y, a sus instancias, Juan Pablo II permitió al arzobispo de Manfredonia iniciar el proceso local.
Tampoco quisieron decirme los frailes por qué Roma actuó como lo hizo; pero hay, por supuesto, especulaciones considerables. Algunos miembros de la congregación suponen que la suspensión del proceso estuvo relacionada con ciertos escándalos financieros que rodearon a los capuchinos en la década de los cincuenta y con un conflicto, vinculado a dichos escándalos, en torno a la Casa de Amparo de los Sufrientes, un hospital moderno que padre Pío hizo construir en gran parte con las donaciones que recibía de los devotos. A fin de ayudar a pagar las deudas que la orden contrajo por invertir dinero con un banquero sin escrúpulos, la Santa Sede trató de obtener el control financiero del hospital, medida contra la cual los seguidores de padre Pío llevaron su protesta hasta las Naciones Unidas. Dado que algunos obispos involucrados en esos asuntos siguen aún vivos -y, posiblemente, sean culpables de avaricia ellos mismos-, se pensó que Roma esperaba poder proteger su reputación al postergar la investigación de las actividades de padre Pío hasta después de la muerte de los obispos.
Otra conjetura es la de que los funcionarios del Vaticano quieren desalentar las expectativas de una canonización rápida e impedir, de paso, que los capuchinos u otras personas vinculadas a las empresas de padre Pío saquen beneficios económicos del éxito de la causa. Una razón que me parece más verosímil es que a Pablo VI y a otras personalidades de Roma les preocupaba el desmesurado culto de que se hacía objeto a padre Pío, y esperaban calmar el entusiasmo si ponían cierta distancia entre su muerte y el inicio del proceso.
Sean cuales sean las razones, hacía falta tiempo para distinguir entre padre Pío taumaturgo y Francesco Forgione, el heroicamente virtuoso siervo de Dios. Y si realmente es cierto que los estigmas y cosas por el estilo no pueden considerarse pruebas de santidad, había que esperar también a que su reputación de santidad madurase conforme a unas pautas más aceptables. Con ese fin, los capuchinos han publicado varios volúmenes de sus cartas, y en 1972, celebraron un congreso dedicado a "La espiritualidad de padre Pío".
En todo caso, está claro que el famoso fraile tuvo que sufrir algo más que las heridas en su cuerpo o los golpes que le asestó el diablo. Hubo, por ejemplo, un período de su vida en que los funcionarios del Vaticano sospechaban que los estigmas de padre Pío se los había infligido él mismo. En otros momentos, los rechazaban como productos de autosugestión psicológica, causados por la insistente concentración del fraile en la pasión de ' Cristo; a lo cual, padre Pío solía responder: "Salgan al campo y miren muy de cerca un toro. Concéntrense en él todo lo que puedan, y comprueben si le crecen cuernos."
La fama le acarreó la hostilidad y los celos de los clérigos de la parroquia local e, incluso, del arzobispo de Manfredonia, Pasquale Gagliardi, quien lo denunció ante el Santo Oficio. Se le prohibió repetidamente oficiar la misa, salvo en privado, y hablar con mujeres: a la edad de setenta y tres años, se llegó a sospechar que se aprovechaba sexualmente de las penitentes de sexo femenino. Un cofrade suyo, el padre Emilio, llegó al extremo de instalarle un micrófono en el confesionario, con la esperanza de rebatir tales acusaciones, pero violando así el sacrosanto secreto de la confesión.
En fecha tan tardía como 1960, tan sólo ocho años antes de su muerte, el Santo Oficio sometió a severas restricciones sus contactos con el público, a fin de poner coto a lo que el prefecto de la congregación, el cardenal Alfredo Ottaviani, consideraba "actos que tienen el carácter de un culto hacia la persona de"padre". Ottaviani, defensor conservador de la ortodoxia católica, no era el único de esa opinión. Ese mismo año, Albino Luciani, obispo de Vittorio Veneto y, posteriormente, papa Juan Pablo I, descalificó el ministerio de padre Pío como "una golosina indigerible" que respondía a un "anhelo de cosas sobrenaturales e insólitas". Luciani hablaba en nombre de muchos obispos y sacerdotes al argumentar que los creyentes necesitan la misa, los sacramentos y el catequismo, "sólido pan que los alimenta; no chocolates, pasteles y dulces que los abruman y engañan".
¿Cuál es la verdad sobre padre Pío?
-Hay muchas cosas acerca de padre Pío que todavía se mantienen en secreto -se me informó.
Quien dijo esto fue Paolo Rossi, un fraile italiano que desempeña desde 1980 el cargo de postulador general de los capuchinos. A pesar de las reticencias que muestra casi todo el mundo en Roma, en lo tocante a la causa de padre Pío, Rossi tuvo la amabilidad de recibirme en la sede de los capuchinos. Aunque la causa estaba técnicamente todavía en manos del arzobispo de Manfredonia, el barbado fraile se mostró dispuesto a contarme cuanto podía.
De las cerca de doscientas causas que llevaba, Rossi admitió que la de padre Pío era probablemente la más difícil; pero -se apresuró a agregar- no sólo por los fenómenos místicos. En cuanto a los estigmas, Rossi confiaba en que los asesores de la congregación confirmarían lo que numerosos médicos atestiguaron ya en vida del padre, a saber, que las heridas no se las había causado él mismo.
-Poca gente sabe -añadió- que, unos meses antes de su muerte, los estigmas desaparecieron. Para el entierro, los frailes le cubrieron las manos y los pies, porque, de otro modo, la gente habría preguntado por qué las heridas no eran ya visibles. Ni siquiera tenía cicatrices en el cuerpo.
-¿Qué significado ve usted en eso?
-Sólo éste: si él mismo se hubiese provocado los estigmas, las heridas habrían tardado mucho en curarse y hubieran dejado cicatrices. Pero le había llegado la hora, los estigmas ya no le hacían falta y desaparecieron. Es el principio de san Pablo: los dones del Espíritu Santo se otorgan en beneficio de los demás. Lo mismo vale decir de sus otros dones místicos. Mucha gente ha atestiguado que padre Pío era capaz de leer los pensamientos de otros, sobre todo en la confesión, cuando él les veía en la mente lo que venían a confesar. La bilocación era también un don para la gente, de modo que, por esas manifestaciones, otros pudieran reconocer la presencia de lo divino y cambiar sus vidas.
-Entonces, ¿usted cree que esos dones le fueron concedidos por Dios?
-Sí, pero recuerde que no es eso lo que está buscando la Iglesia. Primero, debemos comprobar sus virtudes heroicas y, luego, podremos verificar si sus dones provenían de una causa superior.
-¿Y ve usted algo en la biografía de padre Pío que pueda sugerir que no llevó una vida heroicamente virtuosa?
El padre Rossi calló unos instantes, considerando su respuesta. Yo sabía que, en la familia mundial de los capuchinos, había considerables diferencias de opinión acerca del sentido y la conveniencia de la causa de padre Pío. Los frailes de San Giovanni Rotonda, y en especial aquellos que lo conocieron personalmente, lo veneran ya como santo. También la gente de la región lo considera un santo propio, el último en una larga tradición italiana de "santos locales", que incluye a Francisco de Asís, a Margarita de Cortan a y a centenares de místicos locales y de patronos espirituales menos conocidos. Pero hay muchos otros capuchinos, especialmente en Estados Unidos, que consideran a padre Pío un personaje de la "vieja" cultura de la Iglesia, la que identifica la santidad con lo sobrenatural y no con las buenas obras y la protesta política. Muchos de esos capuchinos ven la causa de padre Pío con indiferencia y aun hostilidad, debido precisamente a sus dones místicos. Como postulador general de la orden, Rossi no podía tomar partido. Comprendí su posición.
-Bueno, padre Pío era un hombre de genio áspero -respondió finalmente-. Aunque no creo que fuese algo que creara él mismo, le venía de sus orígenes campesinos. En el pasado, supongo que un defecto como ése habría bastado para parar la causa; pero, hoy en día, cuando descubren a algún candidato un defecto de carácter, más bien lo estudian con mayor profundidad en vez de rechazarlo. Tratan de demostrar que el siervo de Dios logró superar sus defectos o, por lo menos, que trabajó con ellos sin superarlos necesariamente.
-¿Cómo piensa usted demostrar sus virtudes heroicas?
En lugar de contestarme directamente, me invitó a entrar en otra habitación en donde se alineaban las "positiones" de varias causas. Entre ellas había cinco volúmenes de cartas de padre Pío, más catorce volúmenes adicionales relativos a su vida. Estaban incluidos los documentos preparados en 1982 por dos teólogos capuchinos para obtener el levantamiento de la suspensión de la causa. Rossi pasó la mano sobre los lomos.
-No se podrá dar la imagen completa de su vida hasta que no esté escrita la "positio" -dijo-, y eso tardará años. Hay muchas cosas que la gente no entiende ni puede entender porque no ha visto la documentación que tenemos nosotros. Pero una cosa le puedo decir: la gente entendería mejor las virtudes del hombre si supiera con qué hostilidad era tratado por la Iglesia e, incluso, por su propia familia de frailes. Estoy intentando encontrar la fuente de esa hostilidad. Debemos descubrir cuál fue su actitud y su conducta en medio de todo eso.
-Supongo que se refiere a aquel período en que se le prohibió celebrar misa en público y escuchar confesiones.
-Sí, aquello fue un castigo muy severo. A la orden misma se le mandó comportarse con él de una determinada manera. Así que la hostilidad trascendió hasta al Santo Oficio (la ahora llamada Congregación para la Doctrina de la Fe) y a la Secretaría de Estado del Vaticano. Se dieron falsas informaciones a las autoridades de la Iglesia y éstas actuaron en consecuencia. Al final, la "positio" explicará qué se decía de él y cuál fue su respuesta. Eso demostrará su virtud.
Una vez más se me decía que la experiencia mística no tenía importancia alguna para comprobar la santidad. Aunque hubiese luchado con el diablo y hablado con los ángeles, padre Pío, el estigmatizado, sería juzgado por su respuesta ante pruebas más terrenales, infligidas, en ese caso, por sus propios hermanos de la Iglesia. Una vez más me impresionó la enorme discrepancia entre la imagen popular del místico y las exigencias del proceso de creación de santos.
Confesé mis dudas a Rossi. ¿Cómo era posible separar enteramente las virtudes de padre Pío de sus extraordinarias pruebas espirituales?
Rossi sonrió.
-Usted debe entender que la congregación es una entidad jurídica y burocrática que aún continúa beatificando y canonizando conforme a las pautas establecidas por Benedicto XIV. Yo soy de los que preferirían abandonar ese enfoque. Un procedimiento mejor sería tomar la vida de Cristo y presentar a padre Pío en comparación, para ver cómo vivió la vida de un santo y cómo hizo revivir a Cristo en su propia vida. Eso de las virtudes heroicas suena demasiado griego, demasiado pagano. Necesitamos guiamos por una teología orientada en el Evangelio.
Rossi intuyó que todavía no me conformaba con el planteamiento.
-Venga conmigo -dijo-. Quiero mostrarle algo.
Me condujo a otra habitación, abrió la puerta y entramos en una pequeña capilla. Las paredes, el altar, todas las superficies de la sala estaban cubiertas de pequeños relicarios redondos, del tamaño del platito de una taza de café, y diminutos crucifijos taraceados. Eran unos trescientos en total y cada uno contenía cabellos o cenizas de alguno de los capuchinos que habían sido beatificados o canonizados por la Iglesia. La capilla había sido construida en 1956, antes del II Concilio Vaticano, por el predecesor de Rossi, el anciano padre Bernardo de Siena, uno de los más experimentados postuladores de la Iglesia.
-Reliquias -observé-. ¿Ustedes deben guardar reliquias de los santos?
-Por ahora, ésta es la práctica. Personalmente estoy en contra; pero es una necesidad creada por las exigencias de la gente.
Se interrumpió y, en ese instante, imaginé otra habitación parecida, consagrada enteramente a las reliquias de padre Pío. Sabía que existía una colección de los guantes que usaba para cubrirse las manos, manchados de su sangre, y más que suficientes para decorar una capilla del doble de tamaño de ésta en donde estábamos.
-En el II Concilio Vaticano -continuó Rossi- se reconoció que la devoción hacia los santos había llegado a reemplazar la devoción a Jesucristo, el misterio central de nuestra fe. En Italia, hoy en día se puede observar que la gente, cuando entra en una iglesia, ya no se dirige al Santísimo Sacramento para hacer la genuflexión, sino que se arrodilla ante la estatua de un santo. Al ver eso, se da uno cuenta de que estamos perdiendo el concepto de quién es quién.
Aunque no lo dijo explícitamente, entendí que Rossi se refería también a la extrema devoción de que era objeto padre Pío: las estatuas del encapuchado fraile que se ven en una docena de países; los grupos de oración y las peregrinaciones; las conferencias internacionales sobre la espiritualidad del padre y, por supuesto, los millones de dólares que llegan cada año a la sede de padre Pío en San Giovanni Rotondo. Todo eso, porque fue, ante todo, un estigmatizado, un visionario y un taumaturgo. Del padre Rossi dependerá demostrar que, aparte de todo eso, fue también un santo.
El místico no ocupa, por tanto, ningún lugar de privilegio entre los hacedores de santos, a pesar de que representa la vocación más elevada y el alcance extremo de la oración. De todos modos, la palabra no parece ya connotar la perfección de vida interior que convierte a Teresa de Ávila o a Juan de la Cruz en fuente perpetua de iluminación espiritual. Los hacedores de santos tienen razón: el misticismo ha llegado a confundirse con lo milagroso. Pero esa confusión no tiene visos de acabar mientras la Iglesia siga exigiéndoles milagros a los santos. Y los exige. Lo que no vale nada en esta vida, todavía sigue siendo obligatorio para los santos en la otra. En efecto, sin milagros no habría creación de santos.
La fabricación de los Santos. Kenneth L. Woodward