Una historia verídica.

Hace ya mucho tiempo, en una parroquia cuyo nombre no me han contado, se encontraba un sacerdote en su confesionario esperando alguna confesión. En esto entra un joven en la parroquia, de más 25 años pero que tal vez ni llegue a los 30. Se dirige al confesionario y:

- Padre, quiero confesarme. – dice el joven.

- Dime hijo mío. – Dice inquieto el confesor.

- Pues verá, quiero confesarme de estar mes y medio sin confesarme y de …

- Vamos a ver – interrumpe súbitamente el confesor – déjate de rodeos y al grano.

- Perdón, no comprendo. – Responde el joven.

- Que te dejes de rodeos y ve a lo importante, por ejemplo, ¿cuántas veces te masturbas al día?

- Disculpe, pero eso es muy personal y no se lo voy a contar.

- ¿Cómo que personal? Vamos comienza.

El joven sorprendido, pasa súbitamente al enfado y con ironía responde:

- Pues verá, me masturbo 6 veces al día de lunes a sábado y 12 los domingos.

- ¿Qué? ¿Tómese esto en serio que esto es un sacramento muy serio?

-¿Serio? pues mire usted, yo venía a confesarme, pero está visto que es imposible porque es usted un gilipollas, ahh y por cierto yo también soy cura.

Y el joven se levanta y se marcha ante la estupefacción del confesor. Esta historia me la ha comentado un amigo párroco, una experiencia de hace años, teniendo unos treinta y tantos pero por lo que sé por fotos suyas, aparentaba menos. Tiene por costumbre este amigo vestir de calle, y en ciertas fechas o cuando viene el obispo o reunión de curas vestir de cura. Una curiosa experiencia personal con un confesor del que tiempo después se enteró de su mala fama.

A mi desde luego en el confesionario lo más que me llegó a pasar es que el sacerdote gilipollas de mi antigua parroquia, me metió un miedo en el cuerpo asegurándome que el diablo iba a ir a por mi por haberme confesado, que iba a hacerme pecar como pudiese para humillarme y burlarse. Total, que más que liberado, salí con miedo.

Siempre he escuchado hablar de buenos y malos confesores. Recuerdo de un claretiano en Madrid de noventa y tantos años que tenía siempre el confesionario lleno, y no había forma de sacarlo de allí. Y bien recuerdo de otros que se quedaban a solas en el confesionario, rezando más por aburrimiento que por devoción.
Volver arriba