La “fuente común”, o el anti-Grial australiano

Una de las imágenes más impactantes en toda la poesía y mitología australianas —memorable por ser una descripción muy sucinta y evocativa de lo que Australia representa, o podría representar, en el mundo— es el trazo de Les Murray de la “fuente común” del país. A pesar de lo que parecería sugerir, éste no es una mera metáfora de igualdad o equidad: un receptáculo del cual la gente pueda servirse lo que necesite para su subsistencia, y alrededor del cual las distinciones sociales no cuenten. No: más bien, y en palabras del propio Les Murray, la “fuente común” es:

. . . aquel recipiente de los sufrimientos, alegrías, desengaños, tragedias y necesidades del cual la mayoría de la gente se alimenta en este mundo, y del cual otros eligen nutrirse para identificarse con ellos. La fuente es lo opuesto al Grial medieval, que era un receptáculo solo para la élite espiritual. . . .


Pero si la fuente común, para Murray, es una imagen de nuestra “ración común” de alimento tanto material como espiritual (“sufrimientos, alegrías, desengaños, tragedias”), ¿de dónde saca la sacramentalidad que redimiría a esa idea de convertirse en un mero eslogan político?

Una respuesta a por qué la fuente común no es una simple demanda para la redistribución socialista, por un lado, ni una apología de la perfección cristiana, por el otro, se puede encontrar en la obra maestra de Murray The Boys Who Stole the Funeral (“Los chicos que robaron el funeral”, 1980). Este largo poema de 140 estrofas cuenta la historia de dos chavales, Kevin Forbutt y Cameron Reeby, que deciden honrar el deseo del tío abuelo de Kevin, Clarrie Dunn —quien había muerto en la Primera Guerra Mundial— de ser enterrado en su pueblo natal y no en la gran ciudad. Kevin y Cameron roban el cadáver de Clarrie y logran darle el entierro que él quería, pero después del funeral —y por razones de espacio condenso el argumento considerablemente— Cameron recibe un disparo de un policía que está persiguiendo a los dos chicos y muere, mientras que Kevin escapa a los matorrales australianos.



Es el tiempo que Kevin pasa en el típico semi-desierto australiano —durante el cual es iniciado en los misterios del paisaje australiano por dos espíritus-guías, Njimbin (Nimbin) y Birrugan (o Berrigan/Birrigan), quienes representan a las historias irlandesa y aborigen del país (y cuyos nombres varían entre las ortografías inglesa y nativa)— que es de mayor relevancia a una discusión de lo que Murray quiere decir con la “fuente común”. En un punto previo en el poema, Kevin recuerda que Clarrie le había hablado una vez de esta idea tan extraña, como uno de sus motivos para ir a la guerra:

Era la literatura. El rey. Y era la fuente común.
¿Conoces la fuente? Te la ofrecerán.
El trabajo, la agonía, las risas están en ella; carne y algún pez extraño.
Tú traes tu propia cuchara. Y el sabor varía.

Algunos picotean, y se quejan de lo amargo que está. Otros se atiborran;
entre los comensales, las cosas se entienden.
Cucharillas, cucharas de oro, cucharas de latón—
Hambre y vergüenza si no se come. Aunque es una comida difícil.
Los comensales no se fían de quienes no comen;
(Yo he respetado a algunos que comían de su propio cuenco).
El Buda vio la fuente, y dijo que no había nada dentro,
pero Jesús la bendijo y lo devoró entero—
(Los chicos, 91)

Es solo después de que Kevin haya sido iniciado por las deidades nativas, no obstante —y haya recibido de ellas, en un eco de una ceremonia de inducción tradicional aborigen, un cristal que le permite obtener claridad y equilibrio— que él empiece a entender la trascendencia de la fuente común. Clarrie Dunn regresa de entre los muertos para darle a Kevin un “gran cacharro” —“Desconchado. Y con rayujos en el metal” (130)— y Nimbin le explica:

Esta es la fuente de todo lo que he intentado enseñarte.
Creo que ya has adivinado lo que esconde dentro.
Tienes los talentos, las conexiones para evitarlo:
es por eso que la estás viendo. Eres libre de escoger.

Lo que no eres libre de hacer es probar solo con tu intelecto;
tiene que ser en cuerpo y alma, al límite del conocimiento.
Rehúsalo, e incluso podrás saborear el éxito social,
tu barco aupado por un lecho de manos.

Podrás desdeñar a tu país, comer bien, consumir las cosas aceptadas,
hablarás la lengua aprobada: Derechos—Relaciones—Consenso—
Acéptalo, y conocerás el orgullo de la frustración vital,
de talar el bosque de tu niñez para alimentar a tus críos—


Rehúsalo, y la profundidad de tus alegrías se te ahorrará.
Pruébalo, y probarás la sangre en tus aventuras.
(Los chicos, 130)

Kevin escoge probar de la fuente, y el narrador del poema continúa:

[Kevin] toma la cuchara que siempre ha tenido,
la mete, y lo prueba. Y vuelve a probarlo, y lo saborea.

Es—aceptable. Es—sutil. Es—serio.

El sabor sugiere que la cosa más sagrada del universo
es una familia pobre con su cena. Es esa cena.
(Los chicos, 131)

La “fuente común”, entonces, es tanto el plato del cual come la familia pobre como la patena santificada por Jesús en la Última Cena (“Jesús la bendijo y lo devoró entero”). Es significativo, sin embargo, no porque sea una imposición política o religiosa —ni incluso un ideal literario o filosófico— sino porque es una expresión de una humanidad compartida. Como lo ha expresado el crítico literario contemporáneo John Barnie:

Es la fuente de una rendición por voluntad propia a una humanidad completa que supondrá mucho sufrimiento y amargura; y que exigirá mucha humildad; pero que es el único camino a la plenitud y a la sabiduría de esta plenitud.


De todas formas, el aspecto quizás más “australiano” de la imagen es la manera en la cual las experiencias humanas de la fuente común —de, en palabras de Clarrie, “el trabajo, la agonía y las risas”— dan origen a un código social inesperado. Nótense, por ejemplo, estas otras tres expresiones de Clarrie (reordenadas para mayor claridad):

- “Hambre y vergüenza si no se come”. Que el no comer de la fuente común traiga vergüenza —vergüenza por no reconocer los lazos de humanidad que uno comparte con los otros— es una idea que choca un poco, hasta que nos damos cuenta de que rechazar la fuente es rechazar a la familia de uno, a sus ancestros, como si Kevin hubiera rehusado del “gran cacharro” llevado por su tío Clarrie.

- “. . . entre los comensales, las cosas se entienden. . . .”. El anclaje de la fuente común en nuestra humanidad compartida, a través de la familia, crea una atmósfera de solidaridad. Lo que importa son las experiencias comunes a los “comensales” —los compañeros humanos de uno— y no el bagaje de este o aquel individuo (sea material o no: “Cucharillas, cucharas de oro, cucharas de latón. . .”).

- “Los comensales no se fían de quienes no comen. . . .”. La solidaridad de la fuente común está circunscrita por la falta de autenticidad, por un lado, y por una falsa superioridad, por el otro. Reconocer a la humanidad propia de uno es una experiencia que hace humilde —en palabras de Kevin, “Es—aceptable. Es—sutil. Es—serio”— pero “las profundidades de [nuestras] alegrías”, como lo expresa el espíritu-guía Nimbin, son más reales y merecen más la pena que incluso “el éxito social”.

“[L]a cosa más sagrada del universo / es una familia pobre con su cena”. La filosofía de Les Murray de la “fuente común” viene a ser una bella meditación sobre la sacramentalidad de la existencia humana: una que, aunque nunca ha sido traducida al español hasta hoy, merece ser conocida y apreciada más ampliamente.
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