Ganar la calle

Los primeros 100 días del papado de Bergoglio están marcados por los gestos. Desde los superficiales a los de hondo calado: renunció a vivir en el Palacio Apostólico y eligió una residencia con comedor comunitario; renunció al papamóvil blindado y emplea casi más tiempo en saludar a los fieles que acuden a San Pedro que en las ceremonias litúrgicas; leyó la cartilla a los obispos acomodados y ordenó inflexibilidad ante cualquier indicio de abuso; reclamó una iglesia de los pobres y para los pobres; bendijo a los ateos; ha designado una comisión con casi tanto poder como él para investigar las inquietantes finanzas del Vaticano; ha creado un consejo personal con obispos de todo el mundo e independiente de la curia romana para reformar el gobierno de la Iglesia; y el viernes publicó su primera encíclica “a cuatro manos” junto a su predecesor Benedicto XVI, al tiempo que se anunciaba la canonización de Juan Pablo II y, gran sorpresa, la de Juan XXIII.
De los 115 cardenales presentes en el cónclave de marzo, Bergoglio estaba entre los que menos sabían cómo funcionan los resortes del Vaticano, pero de los que más conocen la calle. El Papa argentino ha apuntado en esa dirección: volver a ganarla. La canonización simultánea de sus dos antecesores es un mensaje a todos los sectores de la Iglesia, y una señal del catolicismo que propone: simple, activo y para todos. Pero la partida que debe jugar Bergoglio es larga y complicada. Su propuesta deberá hacer frente no solo a la oposición externa sino, sobre todo, a la hostilidad interna. Y a un grave riesgo: que la eficacia de unos gestos que conectan con buena parte de la sociedad le impida enfrentarse a los verdaderos desafíos de una Iglesia que pierde cada día más fieles. Sea como sea, por ahora Francisco lleva la iniciativa.