"Jesús no intenta salvarse, pero tampoco provoca. No juega a resistir, ni a hacerse mártir. Simplemente está" "Los jefes convierten la opinión pública en un instrumento para lograr lo que ellos mismos no pueden hacer solos"

Jesús ante Pilatos
Jesús ante Pilatos

Es por la mañana. Podemos sentir el frío y percibir la luz incierta del amanecer. Pero ellos ya están allí, bien despiertos, deliberando: los jefes de los sacerdotes, los ancianos, los escribas y todo el sinedrio. La decisión está tomada: encadenan a Jesús, se lo llevan y lo entregan a Pilato.

Y vemos al Maestro allí, delante de él, en ese instante. El paso es claro. Se pasa de la justicia religiosa a la justicia romana. Pero no hay un verdadero vacío entre los dos poderes: hay continuidad. La entrega de Jesús es deliberada, organizada, planificada. Ya no se trata de un caso que discutir.

Jesús es llevado ante Pilato como un prisionero ya juzgado, pero que necesita una legitimación política para ser condenado a muerte. «¿Eres tú el rey de los judíos?», pregunta Pilato sin preámbulos innecesarios. Y la pregunta es totalmente política. A Pilato no le interesa la teología, sino el orden público. La suya es una pregunta fría y funcional: quiere saber si Jesús representa o no una amenaza.

Jesús y Barrabás

Pero la respuesta de Jesús es ambigua, como lo había sido ante el sumo sacerdote: «Tú lo dices». Jesús escapa al embudo del poder que lo acorrala y deja que las palabras de Pilato queden ahí, suspendidas, sin contradicción. Pilato se queda desconcertado, intenta provocar una reacción. Pero Jesús no se deja definir por las preguntas de los demás, ni por las acusaciones, ni por la fuerza. Su condena, por lo tanto, parece inevitable.

Marco introduce, sin embargo, un elemento nuevo: en cada fiesta, Pilato solía liberar a un prisionero, a petición de la multitud. Es un gesto político, una concesión ritual. Quizás espera poder utilizar esta costumbre para liberar a Jesús. Hay otro prisionero, Barrabás, acusado de sedición y asesinato. Pilato plantea la cuestión a la multitud: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?».

Mientras se compone la escena, Pilato es el verdadero enigma. Jesús no se ha comportado de forma obvia con él, y esto le ha intrigado, le ha desconcertado. Sabe que la acusación contra Jesús está motivada por la envidia de los líderes religiosos y busca una salida. Intuye que la multitud podría ser menos hostil. Se equivoca: la retórica del poder de los jefes de los sacerdotes había incitado y manipulado a la multitud, como todo poder que sabe imponerse con el engaño. Los jefes convierten la opinión pública en un instrumento para lograr lo que ellos mismos no pueden hacer solos.

Y la multitud grita: «¡Crucifícalo!». Es una escalada. De la petición de liberación se pasa a la petición de muerte. Pilato vacila y replica: «¿Qué mal ha hecho?». Pero la multitud repite: «¡Crucifícalo!». No hay lugar para la razón. Solo para la voz que presiona e impone.

Pilato quiere «satisfacer» a la multitud y libera a Barrabás. Al final, eso es lo que quiere el poder: satisfacer para no vacilar. El administrador romano se convierte así en ejecutor de una decisión tomada en otra parte: sabe que se ha convertido en instrumento de otro poder, el religioso. Al final triunfa el colateralismo, la mafia, el caciquismo.

Jesús es flagelado y entregado para ser crucificado. Es conducido de un poder a otro, pero siempre permanece en la misma posición: atado, silencioso, expuesto. Ya no tiene voz. Y, sin embargo, es precisamente este silencio lo que lo hace abismalmente diferente. Jesús no intenta salvarse, pero tampoco provoca. No juega a resistir, ni a hacerse mártir. Simplemente está.

Barrabás es liberado. La escena no ofrece explicaciones morales: solo muestra cómo se puede manipular a una multitud, cómo un poder puede ser débil, cómo un hombre puede permanecer fiel incluso en el silencio. Y cómo la verdad, en ciertos momentos, no tiene voz, sino solo una presencia desnuda y martirizada.

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