Un año sin Mari Luz

Hoy no es el día para reclamar justicia para Mari Luz. Primero, porque esta exigencia tiene que llegar todos los días, hasta que el peso de la ley caiga sobre todos los responsables de la muerte de la pequeña, y sirva de acicate para que casos como éste jamás vuelvan a darse. Segundo, porque en mitad de la vorágine de sentencias e hipotéticas huelgas judiciales, dobles varas de medir y la lógica -aunque no siempre con razón- indignación ciudadana, corremos el riesgo de perder (y, por lo tanto, dejar de agradecer) lo que en mi opinión debía ser la lección más importante que habríamos de llevarnos de toda esta cruel experiencia: el singular -por poco habitual- ejemplo cívico y evangélico del padre de la criatura, Juan José Cortés, que puso sobre sus hombros la cruz que el mismo Cristo al que ama con todas sus fuerzas había dejado para él en una tristísima noche de lluvia, y supo ofrecernos un testimonio de esperanza, vida y lucha por la justicia. Que haríamos muy mal en olvidar.
Juan José Cortés, ya lo dije en alguna ocasión, es ese gran héroe de las tragedias griegas, el hombre que tiene que sobreponerse a las dificultades que el destino, que la vida, coloca en el camino. Y cuya única -y bendita- arma fue la de la fe. Gracias a esa fe, los Cortés pueden, hoy, continuar hacia adelante. Luchando, y exigiendo, que se haga justicia.
En un mundo en el que, desgraciadamente, no abundan los ejemplos de los grandiosos efecto de la fe en las personas corrientes, el de Juan José Cortés -simbolizamos en él a toda su familia- es un acicate para decir que sí. Que la fe tiene un sitio en esta sociedad. Aunque una lluvia torrencial nunca deje de pasar por encima de El Torreón. Dicen que la fe mueve montañas: en el caso de Juan José Cortés, incluso legislaciones. Al tiempo.
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