La idea de la singularidad absoluta de Jesús de Nazaret como problema ético
Hoy escribe Fernando Bermejo
La idea de la absoluta singularidad de Jesús de Nazaret, sostenida en la exégesis al uso, parece una idea inocente. Sin duda, esta idea es mantenida de manera inocente por muchos individuos en el ámbito de la creencia, en el que expresa la rendida admiración de tantos por una figura que ha sido secularmente presentada como el summum de la sensibilidad religiosa, el afán de justicia y la compasión. Sería probablemente injusto sugerir siquiera que hay algo moralmente reprobable en tal pretensión, habida cuenta de que para la conciencia sencilla y espontánea tal idea refleja el anhelo –noble donde los haya– por la existencia de una personalidad espiritual y moral liberada de las miserias, la mezquindad, la soberbia, la hipocresía y el cinismo que campan por sus respetos y hacen estragos entre los humanos. A la mente sencilla le basta este anhelo, y en su complacencia en él le es posible mantener su buena conciencia.
Otra cosa muy distinta ocurre en la exégesis al uso, es decir, en aquella actividad presuntamente efectuada por intelectuales. Con la pretensión de haberse liberado de la inmediatez de las buenas intenciones, esta exégesis enarbola la bandera de la reflexión y pretende incluso status de objetividad, o, al menos, el rigor del concepto y las virtudes del quehacer científico. Es con tales pretensiones como esta exégesis lleva década tras década entregada a las alharacas de la “unicidad absoluta” de Jesús de Nazaret, y es –única y exclusivamente– con la mira puesta en tales pretensiones como aquí abordamos sus tesis.
Esta idea de la absoluta singularidad de Jesús de Nazaret es, como otros más competentes han mostrado y nosotros hemos simplemente reiterado, históricamente implausible y empíricamente infundada. La idea es, desde el punto de vista veritativo, falsa. Pero hay algo aún más grave, de naturaleza exquisitamente ética, que hace de esa idea algo moralmente inquietante. ¿Qué queremos decir con ello? Exactamente esto: que, en la exégesis al uso (a la que sigue los pasos la teología cristiana), esa idea es mantenida a costa de la denigración del judaísmo.
En efecto, Jesús es dibujado, por ejemplo, como incoador del universalismo (para lo cual no hay, como hemos señalado, base textual fiable alguna) a costa de hacer de todos sus correligionarios tipos de mentalidad estrecha y superficial; como proclamador de la igualdad (para lo cual no hay base textual fiable alguna) a costa de hacer de sus coetáneos individuos cómodamente instalados en la opresión y la injusticia; como anunciador del amor y la gracia a costa de hacer de cuantos le rodeaban tipos mezquinos e ignorantes de las realidades del amor y la gracia; como descubridor de una imagen cercana y liberadora de Dios a costa de hacer de sus contemporáneos sujetos atenazados por una atmósfera religiosa sombría y alienante; y así sucesivamente. A costa de. Siempre a costa de, en detrimento de... La hipervaloración de Jesús se lleva a cabo, nada más y nada menos, que mediante la infravaloración de toda una religión (la misma, paradójicamente, a la que pertenecía el propio Jesús).
Dicho de otro modo: la exégesis sostiene la idea del carácter espiritual y moralmente incomparable de la enseñanza y la persona de Jesús de Nazaret sólo a costa de emitir un juicio negativo sobre la totalidad de sus correligionarios. Jesús incrementa su estatura moral y espiritual en la medida en que sus contemporáneos decrecen. Jesús es espiritualmente incomparable (in optimam partem) sólo porque los fariseos (todos) son concebidos (in pessimam partem) como legalistas estrechos de miras, los zelotas (todos) como nacionalistas fanáticos, los saduceos (todos) como una pandilla de cínicos sofisticados y colaboracionistas, los esenios (todos) como unos sectarios cuasimaniqueos, y así sucesivamente. Jesús es concebido como radicalmente distinto de (y superior a) el Bautista sólo acallando las apabullantes semejanzas entre ambos, y haciendo palidecer a éste frente a aquél.
Es posible afirmar que Jesús “transforma”, “revoluciona”, “supera”, “desfonda” el judaísmo si –y sólo si– se presupone que la religión judía estaba en realidad privada de genuina dignidad espiritual, y que tuvo que venir Jesús de Nazaret –que, mire Vd. por dónde, era judío, pero no del todo al parecer– para otorgársela. Jesús brilla sobre sus contemporáneos sólo después de que éstos han sido convenientemente oscurecidos.
Y así, por ejemplo, los más prestigiosos eruditos y exegetas (exhibiendo con orgullo doctorados en teología y ciencias bíblicas) han mantenido y mantienen –aunque hoy, habitualmente, con la boca pequeña, pues incluso ellos son capaces de avergonzarse algo de los disparates que siembran y reproducen– que el judaísmo del s. I –el así llamado por ellos “judaísmo tardío”– era una religión “legalista”, “formalista”, “fosilizada”, “estéril”, “mutilada”, “espiritualmente periclitada”, “deficiente”. El judaísmo es considerado, en el mejor de los casos, como una religión inadecuada y superficial, en el peor, una que destruye cualquier esperanza religiosa genuina.
Cualquiera que no tenga su sentido histórico seriamente dañado advierte de inmediato que una pretensión tal es un manifiesto absurdo, que en un mundo racional sería indigno siquiera de ser refutado. Pero dado que la distorsión acaba convirtiendo para muchos los disparates más alucinados en verdades incuestionables, es menester explicitar las elementales razones por las que esto es así. Estas razones son, al menos, dos: 1) a priori, una religión en la que creen millones de individuos, y que tiene una tradición multisecular –como era el caso del judaísmo en el s. I–, es una realidad compleja en la que hay de todo: hay legalismo y esterilidad, pero hay también ideas profundas y sublimes, y personalidades espiritual y moralmente respetables (esto es lo que muestra la observación empírica en otros casos semejantes, sin ir más lejos en el del cristianismo); 2) a posteriori, las fuentes (incluidas algunas contenidas en el Nuevo Testamento) confirman que ello es así: entre las ideas del judaísmo del s. I se encuentran, entre otras muchas cosas (no todas precisamente simpáticas para un occidental moderno), la de la piedad, la de la cercanía de la divinidad, la de la paternidad de Dios, la del amor al otro, o la de la necesidad del perdón. Todas estas ideas existían en el judaísmo antes de Jesús, quien ciertamente no las inventó (sino que, como buen y piadoso judío, las mantuvo y las meditó, al parecer con sus propias peculiaridades y especificidad).
La denigración, distorsión y caricaturización del judaísmo que –admítase o no– está implicada en la idea de la unicidad incomparable de Jesús de Nazaret adquiere aún tonalidades mucho más ominosas a la luz de lo que sabemos de la historia de Occidente, y también de la historia de la exégesis en el s. XX. En efecto, aunque el antijudaísmo cristiano no es desde luego equivalente al antisemitismo, es obvio para cualquier sujeto reflexivo que ese antijudaísmo teológico ha sido en la historia uno de los factores que ha contribuido a hacer de los judíos chivos expiatorios de las sociedades cristianas, y a alimentar la representación del judío como un ser moralmente perverso y mezquino.
Por ello clama al cielo el hecho de que, incluso después del horrendo exterminio de seis millones de judíos en Europa, haya habido –y siga habiendo, como hemos mostrado– una gran cantidad de exegetas y teólogos cristianos que sigan hablando del judaísmo en términos que, quiérase o no, denotan su supuesta inferioridad espiritual. Clama al cielo que muchos individuos –a menudo, los mismos que se autodenominan “administradores del Misterio” y ponen los ojos en blanco para pontificar sobre la “verdad”, la “justicia” y el “amor”– continúen hasta el día de hoy sembrando ruines y funestos prejuicios, vulnerando la verdad con tal desfachatez y alimentando subrepticiamente el odio... y todo ello, como quien no quiere la cosa, alegando las mejores intenciones, con las pretensiones en apariencia más inocentes, en tratados supuestamente respetables, y presumiendo de hacer “ciencia”.
Para el historiador de las religiones (no más interesado, por lo demás, en obtener una imagen cabal del judaísmo que de obtenerla de cualquier otra religión), este tipo de discurso –respaldado habitualmente con impresionantes bibliografías, así como con citas en griego, hebreo y arameo– es sólo cháchara insustancial. Para el crítico cultural que se ocupa del alcance de las ideas, tal discurso es pura y simple bazofia, pues entraña también una grave perversión moral: quien lo acepta como válido no sólo tiene su sentido histórico seriamente dañado, sino también su sentido moral seriamente atrofiado.
Da mucho qué pensar que individuos presuntamente cultos y bienintencionados, a menudo supuestamente comprometidos con los más altos valores, no parezcan reparar en las implicaciones moralmente perversas de su discurso, o que éstas les traigan enteramente sin cuidado. Por supuesto, aunque nada tengan que ver con la plausibilidad histórica o con la prudencia y lucidez éticas, los disparates mencionados son perfectamente comprensibles como debidos a la necesidad religiosa y teológica de autolegitimación del cristianismo, tarea prioritaria de los intelectuales cristianos.
Quien tiene oídos para oír, que oiga.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
La idea de la absoluta singularidad de Jesús de Nazaret, sostenida en la exégesis al uso, parece una idea inocente. Sin duda, esta idea es mantenida de manera inocente por muchos individuos en el ámbito de la creencia, en el que expresa la rendida admiración de tantos por una figura que ha sido secularmente presentada como el summum de la sensibilidad religiosa, el afán de justicia y la compasión. Sería probablemente injusto sugerir siquiera que hay algo moralmente reprobable en tal pretensión, habida cuenta de que para la conciencia sencilla y espontánea tal idea refleja el anhelo –noble donde los haya– por la existencia de una personalidad espiritual y moral liberada de las miserias, la mezquindad, la soberbia, la hipocresía y el cinismo que campan por sus respetos y hacen estragos entre los humanos. A la mente sencilla le basta este anhelo, y en su complacencia en él le es posible mantener su buena conciencia.
Otra cosa muy distinta ocurre en la exégesis al uso, es decir, en aquella actividad presuntamente efectuada por intelectuales. Con la pretensión de haberse liberado de la inmediatez de las buenas intenciones, esta exégesis enarbola la bandera de la reflexión y pretende incluso status de objetividad, o, al menos, el rigor del concepto y las virtudes del quehacer científico. Es con tales pretensiones como esta exégesis lleva década tras década entregada a las alharacas de la “unicidad absoluta” de Jesús de Nazaret, y es –única y exclusivamente– con la mira puesta en tales pretensiones como aquí abordamos sus tesis.
Esta idea de la absoluta singularidad de Jesús de Nazaret es, como otros más competentes han mostrado y nosotros hemos simplemente reiterado, históricamente implausible y empíricamente infundada. La idea es, desde el punto de vista veritativo, falsa. Pero hay algo aún más grave, de naturaleza exquisitamente ética, que hace de esa idea algo moralmente inquietante. ¿Qué queremos decir con ello? Exactamente esto: que, en la exégesis al uso (a la que sigue los pasos la teología cristiana), esa idea es mantenida a costa de la denigración del judaísmo.
En efecto, Jesús es dibujado, por ejemplo, como incoador del universalismo (para lo cual no hay, como hemos señalado, base textual fiable alguna) a costa de hacer de todos sus correligionarios tipos de mentalidad estrecha y superficial; como proclamador de la igualdad (para lo cual no hay base textual fiable alguna) a costa de hacer de sus coetáneos individuos cómodamente instalados en la opresión y la injusticia; como anunciador del amor y la gracia a costa de hacer de cuantos le rodeaban tipos mezquinos e ignorantes de las realidades del amor y la gracia; como descubridor de una imagen cercana y liberadora de Dios a costa de hacer de sus contemporáneos sujetos atenazados por una atmósfera religiosa sombría y alienante; y así sucesivamente. A costa de. Siempre a costa de, en detrimento de... La hipervaloración de Jesús se lleva a cabo, nada más y nada menos, que mediante la infravaloración de toda una religión (la misma, paradójicamente, a la que pertenecía el propio Jesús).
Dicho de otro modo: la exégesis sostiene la idea del carácter espiritual y moralmente incomparable de la enseñanza y la persona de Jesús de Nazaret sólo a costa de emitir un juicio negativo sobre la totalidad de sus correligionarios. Jesús incrementa su estatura moral y espiritual en la medida en que sus contemporáneos decrecen. Jesús es espiritualmente incomparable (in optimam partem) sólo porque los fariseos (todos) son concebidos (in pessimam partem) como legalistas estrechos de miras, los zelotas (todos) como nacionalistas fanáticos, los saduceos (todos) como una pandilla de cínicos sofisticados y colaboracionistas, los esenios (todos) como unos sectarios cuasimaniqueos, y así sucesivamente. Jesús es concebido como radicalmente distinto de (y superior a) el Bautista sólo acallando las apabullantes semejanzas entre ambos, y haciendo palidecer a éste frente a aquél.
Es posible afirmar que Jesús “transforma”, “revoluciona”, “supera”, “desfonda” el judaísmo si –y sólo si– se presupone que la religión judía estaba en realidad privada de genuina dignidad espiritual, y que tuvo que venir Jesús de Nazaret –que, mire Vd. por dónde, era judío, pero no del todo al parecer– para otorgársela. Jesús brilla sobre sus contemporáneos sólo después de que éstos han sido convenientemente oscurecidos.
Y así, por ejemplo, los más prestigiosos eruditos y exegetas (exhibiendo con orgullo doctorados en teología y ciencias bíblicas) han mantenido y mantienen –aunque hoy, habitualmente, con la boca pequeña, pues incluso ellos son capaces de avergonzarse algo de los disparates que siembran y reproducen– que el judaísmo del s. I –el así llamado por ellos “judaísmo tardío”– era una religión “legalista”, “formalista”, “fosilizada”, “estéril”, “mutilada”, “espiritualmente periclitada”, “deficiente”. El judaísmo es considerado, en el mejor de los casos, como una religión inadecuada y superficial, en el peor, una que destruye cualquier esperanza religiosa genuina.
Cualquiera que no tenga su sentido histórico seriamente dañado advierte de inmediato que una pretensión tal es un manifiesto absurdo, que en un mundo racional sería indigno siquiera de ser refutado. Pero dado que la distorsión acaba convirtiendo para muchos los disparates más alucinados en verdades incuestionables, es menester explicitar las elementales razones por las que esto es así. Estas razones son, al menos, dos: 1) a priori, una religión en la que creen millones de individuos, y que tiene una tradición multisecular –como era el caso del judaísmo en el s. I–, es una realidad compleja en la que hay de todo: hay legalismo y esterilidad, pero hay también ideas profundas y sublimes, y personalidades espiritual y moralmente respetables (esto es lo que muestra la observación empírica en otros casos semejantes, sin ir más lejos en el del cristianismo); 2) a posteriori, las fuentes (incluidas algunas contenidas en el Nuevo Testamento) confirman que ello es así: entre las ideas del judaísmo del s. I se encuentran, entre otras muchas cosas (no todas precisamente simpáticas para un occidental moderno), la de la piedad, la de la cercanía de la divinidad, la de la paternidad de Dios, la del amor al otro, o la de la necesidad del perdón. Todas estas ideas existían en el judaísmo antes de Jesús, quien ciertamente no las inventó (sino que, como buen y piadoso judío, las mantuvo y las meditó, al parecer con sus propias peculiaridades y especificidad).
La denigración, distorsión y caricaturización del judaísmo que –admítase o no– está implicada en la idea de la unicidad incomparable de Jesús de Nazaret adquiere aún tonalidades mucho más ominosas a la luz de lo que sabemos de la historia de Occidente, y también de la historia de la exégesis en el s. XX. En efecto, aunque el antijudaísmo cristiano no es desde luego equivalente al antisemitismo, es obvio para cualquier sujeto reflexivo que ese antijudaísmo teológico ha sido en la historia uno de los factores que ha contribuido a hacer de los judíos chivos expiatorios de las sociedades cristianas, y a alimentar la representación del judío como un ser moralmente perverso y mezquino.
Por ello clama al cielo el hecho de que, incluso después del horrendo exterminio de seis millones de judíos en Europa, haya habido –y siga habiendo, como hemos mostrado– una gran cantidad de exegetas y teólogos cristianos que sigan hablando del judaísmo en términos que, quiérase o no, denotan su supuesta inferioridad espiritual. Clama al cielo que muchos individuos –a menudo, los mismos que se autodenominan “administradores del Misterio” y ponen los ojos en blanco para pontificar sobre la “verdad”, la “justicia” y el “amor”– continúen hasta el día de hoy sembrando ruines y funestos prejuicios, vulnerando la verdad con tal desfachatez y alimentando subrepticiamente el odio... y todo ello, como quien no quiere la cosa, alegando las mejores intenciones, con las pretensiones en apariencia más inocentes, en tratados supuestamente respetables, y presumiendo de hacer “ciencia”.
Para el historiador de las religiones (no más interesado, por lo demás, en obtener una imagen cabal del judaísmo que de obtenerla de cualquier otra religión), este tipo de discurso –respaldado habitualmente con impresionantes bibliografías, así como con citas en griego, hebreo y arameo– es sólo cháchara insustancial. Para el crítico cultural que se ocupa del alcance de las ideas, tal discurso es pura y simple bazofia, pues entraña también una grave perversión moral: quien lo acepta como válido no sólo tiene su sentido histórico seriamente dañado, sino también su sentido moral seriamente atrofiado.
Da mucho qué pensar que individuos presuntamente cultos y bienintencionados, a menudo supuestamente comprometidos con los más altos valores, no parezcan reparar en las implicaciones moralmente perversas de su discurso, o que éstas les traigan enteramente sin cuidado. Por supuesto, aunque nada tengan que ver con la plausibilidad histórica o con la prudencia y lucidez éticas, los disparates mencionados son perfectamente comprensibles como debidos a la necesidad religiosa y teológica de autolegitimación del cristianismo, tarea prioritaria de los intelectuales cristianos.
Quien tiene oídos para oír, que oiga.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo