Ángeles y Diablo 2. Sinópticos. Jesús, los ángeles y el Diablo tentador
(a) irrupción de lo angélico en el nacimiento y pascua de Jesús, para indicar la irrupción de lo divino
(b) cristologización de los ángeles, que aparecen al servicio de Jesús, es decir, de su obra mesiánica
(b) presentación del Diablo como el tentador, exorcismos; la gran batalla entre Jesús y lo diabólico.
a. Lo primero es la irrupción de lo angélico en el nacimiento y la resurrección de Jesús.
Este dato ha nacido de la necesidad de hallar otro lenguaje, un género distinto, capaz de transmitir la experiencia más profunda de la manifestación y la presencia (encarnación) de Dios en Jesucristo, en sus momentos de venida al mundo y de culminación de su camino.
Significativamente, la anunciación según Mateo sólo evoca la presencia del Ángel del Señor (Mt 1,20.24; 2,13.19), el Malak Yahvéh de la tradición israelita (sin ángeles concretos). Ese Ángel del Señor no es un espíritu más del gran ejército celeste que proclama la grandeza de Dios. Es su enviado peculiar o mensajero. Es uno sólo, siempre idéntico, es Dios mismo que se vuelve hacia los hombres, haciéndose presente sobre el mundo.
También Lucas refleja esa tradición, aunque lo hace de un modo más velado. Como mediador de las anunciaciones (de Zacarías y María) aparece el ángel del Señor, al que, en palabra antigua (cf. Dn 8,16; 9,21), se le llama Gabriel (Lc 1,11.19.26). Pero, más adelante, en el relato del nacimiento, el texto distingue perfectamente los motivos: por un lado está el Ángel del Señor, rodeado de la gloria de Dios, que anuncia a los hombres el misterio; por otro lado, está el ejército celeste, es decir, el gran coro de los ángeles que cantan la gloria de Dios (Lc 2,9-13).
Tomado estrictamente y mirado a la luz del Antiguo Testamento, el ángel del Señor, aunque acabe llamándose Gabriel, no se distingue de la presencia de Dios que se vuelve palabra de diálogo y anuncio. Evidentemente, a su lado está «lo angélico», entendido como ámbito de alabanza de Dios.
Los relatos pascuales acentúan la presencia de lo angélico conforme avanza la tradición. El Marcos primitivo sólo alude, velada, sobriamente, a un joven sentado a la derecha del sepulcro abierto: está vestido de blanco, transmite una palabra de Dios. Evidentemente pertenece al mundo angélico. Pero eso no se dice. El texto le presenta simplemente como «joven» (Mc 16,5).
Lucas quiere mantener el mismo velo de misterio sobre aquel primer anuncio de la pascua; pero corrige la palabra sobre el «joven», y quizá para fortalecer el testimonio (la ley exigía dos testigos), dice que dentro del sepulcro había dos varones resplandecientes que infundieron un miedo religioso a las mujeres. Claramente pertenecen al mundo de lo angélico, pero tampoco aquí se dice (cf. Lc 24,4).
Sólo Mateo ha explicitado el sentido de esa tradición: el Ángel del Señor (Angelos Kyriou) bajó del cielo, movió la piedra, se apareció a las mujeres y les anunció la gran palabra (Mt 28,1-7).
El ángel representa por tanto lo divino: es el mismo Dios que viene, haciéndose presente, Dios que realiza y testimonia la pascua de su Cristo. De esta forma culmina aquello que podríamos llamar la teologización nueva de lo angélico dentro de una línea de tradición israelita. También podemos hablar de una cristologización de lo angélico. La hemos señalado ya en el apartado precedente al afirmar que los ángeles que vienen para el juicio, como acompañantes y servidores del juez, se convierten ahora en ángeles del Hijo del Hombre (Mt 16,27; 24,31).
b. Cristologización de lo ángélico.
De esta forma se reformula el sentido de los ángeles, que aparecen como expansión de Cristo y así representan el poder de su presencia, el signo de su gloria. Esto es lo que de un modo eminente acaba expresándose en Mt 25,31: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria y todos los ángeles con él...». Evidentemente, ellos son los ángeles de Cristo (del Hijo del Hombre), encargados de recoger a los elegidos de los cuatro vientos de la tierra (cf. Mt 24,31), los testigos y garantes del juicio (cf. Mt 16,27). Pues bien, ahora, en el lado opuesto al Hijo del Hombre y sus ángeles hallamos al Diablo con los suyos (Mt 25,41).
Así aparecen como dos reinos opuestos, frente a frente: Cristo y sus ángeles que acogen a los justos; el Diablo y sus ángeles que expresan y motivan la calda de los malos. Satán ejerce ya funciones de Anticristo (el término aparece en 1 Jn 2,18.22; 4,3; 2 Jn 7).
d. Tentaciones.
Esa función de Anticristo la explicitan los sinópticos presentando al Diablo como tentador del Cristo. No es un simple demonio el que se acerca a tantearle. Es el mismo Satán (Mc 1,13), príncipe de todos los demonios, al que en forma singular se le conoce como «ho diábolos», el Diablo (Lc 4,2.3.13; Mt 4,1.5.8.11). Mateo concretiza aún más su nombre llamándole «ho peiradson», el tentador por excelencia (Mt 4,3).
Satán es tentador y es Anticristo porque ofrece un ideal de realidad humana que es reverso y es contrario al ideal del Cristo. Concretamente, Satán se identifica con el culto de los bienes materiales (pan), del poder (reino) y de la imposición ideológica (milagros), como encarnándose así en los poderes del mundo. Éste es su ser, ésa es su obra: la destrucción del hombre y con el hombre la lucha contra el Cristo.
Sobre la realidad de ese Satán el evangelio no abriga duda alguna: el Diablo está ahí. Se ha enfrentado con Cristo. De igual forma puede enfrentarse con los hombres. No les habla puramente desde dentro ni tampoco desde fuera. La existencia de Satán rompe los moldes cartesianos, racionalistas, del sujeto y del objeto. Satán no es objetivo ni tampoco es subjetivo; es una posibilidad real y amenazadora de nuestro ser en el mundo; esa posibilidad ha sido derrotada, vencida originariamente por el Cristo; pero a nosotros nos sigue tentando todavía. Esa tentación constituye un elemento clave en nuestra historia, como seres libres que realizamos la existencia.
A la luz de lo indicado podemos afirmar que sólo a partir de la plena manifestación de Dios ha sido posible el descubrimiento de lo diabólico: allí donde Dios se despliega plenamente en Jesús aparece también a plena luz la amenaza y tentación del Diablo. De alguna forma podríamos decir que lo diabólico es una dimensión de nuestra propia libertad caída, siempre que esa libertad se entienda como algo más que un puro subjetivismo.