Buda, el Ser de la Nada. Soy cuando no soy

La segunda conferencia del próximo sábado tratará de Buda... Será un ejercicio de introducción en su camino. Abrirá un espacio intelectual de comprensión y diálogo.

Buda y Jesús son quizá las dos figuras máximas de la historia de las religiones, dos focos de luz abiertos al futuro (sin negar la importancia de otros como Moisés, Mahoma, Krisna...). Será bueno detenerse en su visión de la realidad, en su fondo antropológico, en su silencio...


1. CUATRO ENCUENTROS

La vida y experiencia de Buda se condensa en la leyenda de sus cuatro encuentros, a los que sigue una poderosa iluminación. No era un brahmán de nacimiento, sino un ksatriya, un príncipe feliz, llamado Gautama y Sakyamuni, porque gobernaba sobre el reino de los Sakya, en las faldas del Himalaya, en las tierra actuales del Nepal. Vivía feliz y pudo disfrutar de todo lo que un hombre suele desear: tenía salud y riqueza; le rodeaba la armonía, que él gozaba con su esposa y con sus hijos, en el centro de una familia dichosa, en un reino donde ante sus ojos sólo se extendía la paz. Pero algo le faltaba; algunos dicen que eran la ausencia de la madre, que había muerto cuando él había nacido; otros afirman que era la fuerza de la Verdad que le estaba ya empujando. Lo cierto es que un día dejó su palacio de felicidad y fue a ver lo que había sobre el ancho mundo externo, para conocer la realidad. Y así empiezan los cuatro encuentros y la iluminación:

‒ Primer encuentro, un enfermo. Los profetas de las religiones monoteístas (Moisés, Jesús, Mahoma) salen mundo y se fijan sobre todo en la opresión de los cautivos, oprimidos y expulsados de la sociedad. Gautama, en cambio, ha empezado descubriendo la enfermedad, un fenómeno natural, vinculado al mismo despliegue débil de la existencia humana. También Jesús se encontró con enfermos, pero los vio sobre todo como oprimidos, al lado de otros hombres impuros y pobres, excluidos de la sociedad, a quienes quiso curar y ayudar. Gautama, en cambio, los vio simplemente como enfermos, oprimidos por el dolor; la tradición añade, además, que se fijó en un leproso, como aquellos que Jesús acogía y curaba. Pero Gautama no intento curarlo, pues ello era imposible y, además, descubrió que todos somos enfermos, pues la vida misma es una enfermedad, un tipo de dolencia sin remedio. Volvió al palacio y meditó sobre lo que había visto. No pudo olvidarlo, no consiguió ser ya feliz.
‒Segundo encuentro, un anciano. Volvió a salir de su palacio, dejó otra vez su entorno artificial de felicidad, y caminando se encontró con un anciano. No estaba enfermo de ninguna enfermedad, no fallaba nada de su cuerpo, ni tampoco de su alma. Pero era muy mayor, había recorrido el ciclo de la existencia humana y carecía de fuerzas. Sólo podía hacer una cosa: esperar que le llegara su destino. Gautama apenas pudo hablar con él, pero lo que habló fue suficiente: una vida que tiende inexorable a la vejez no merece la pena. En el fondo no importaba que el anciano fuera rico o pobre, que estuviera bien cuidado, en el seno de una familia cariñosa, o que se hallara abandonado sobre el duro campo. A fin de cuentas, la misma vejez era un abandono de la vida. Así descubrió Gautama que la existencia humana es un proceso inexorable de destrucción.
‒-Tercer encuentro, un muerto. Después de haber hallado al anciano, Gautama ya no pudo quedar mucho tiempo en casa. Había empezado a descender hacia el infierno de la vida y quiso tocar fondo. Llegó así el tercer encuentro, un descubrimiento de la muerte, pro no en general, sino de un muerto concreto al que llevaban a enterrar o a cremar a la vera del río. No había rabia ni venganza entre los familiares: el difunto había muerto de manera natural, sin violencia, sin ser asesinado. Otras religiones, como el cristianismo, inician su más hondo pensamiento desde el cadáver de un asesinado: sacrificios humanos, crucifixión de Jesús. Gautama no necesita encontrar asesinatos para descubrir que la vida se encuentra dominada por la muerte. Le basta cualquier muerto. Ante aquel cadáver se le apagaron ya todas las respuesta y se le abrieron preguntas que ya nadie pudo responderle, ni los compañeros del difunto, ni mucho menos el difunto. Supo así que la mentira insuperable de esta vida reside en ocultar la muerte.
‒ Cuarto encuentro, el monje. Gautama no volvió ya a su casa. Atrás quedaba, para siempre, el palacio y la familia, la fortuna y los placeres mentirosos de la tierra. Nada tenía sentido ante el brutal encuentro con el muerto. Sin saber a dónde iba se puso en camino y la fortuna quiso que encontrara un monje, un contemplativo, que había abandonado el mundo y meditaba la verdad, esto es, aquello que se encuentra al otro lado de esta vida de dolor, vejez y muerte. El monje le prometió que le enseñaría todos los secretos de esa verdad, si es que aprendía a meditar. Gautama quedó con el monje, aprendió sus métodos, cumplió sus órdenes, realizó sus ritos, pero no encontró la verdad que esperaba. Ciertamente, el monje era un brahmán, de los evocados en el capítulo anterior al ocuparnos del hinduismo clásico. Era bueno, el mejor de los posibles: enseñaba a meditar del modo más intenso y verdadero. Pero en el fondo de esa meditación, que podía ser valiosa para otros, Gautama sólo encontró una especie de adormecimiento. Al meditar, parecía que se alzaba sobre enfermedad, vejez y muerte, dejando de pensar en ellas, pero no lograba vencerlas, seguían ahí, insolubles. Lógicamente, un día dejó al monje.

‒ Iluminación junto al río. Caminó Gautama por un tiempo, recorriendo los caminos y encontró por todas partes los mismos problemas de enfermedad, vejez y muerte, descubriendo así que la vida de los hombres no tiene solución humana. Por eso se sentó ya, sin querer absolutamente nada, sin desear ninguna forma de respuesta, en gesto de absoluta indiferencia. Fue entonces cuando, bajo el árbol, junto al río Ganges, en la tierra sagrada de Benarés, tuvo una iluminación, que le convirtió en el Buda por excelencia, es decir, en el Iluminado. Esta fue su vocación, su experiencia de llamada. No le bautizó ninguna persona (como Juan a Jesús, junto a otro río), ni se detuvo a recibir la opinión de otros. Supo que la verdad se le había manifestado, se supo distinto, y así empezó a recorrer de otra manera los caminos, no para mendigar de los demás su sabiduría, sino para dar testimonio de la verdad que se le había manifestado.

Fue entonces cuando Gautama, convertido ya en Buda, el Iluminado, pudo hablar. Antes se había limitado a buscar y escuchar. Ahora le había llegado la Luz y brotaron de su boca las palabras. Podía haber callado, dejando que la luz permaneciera en él y que los otros, cada uno, la buscara o recibiera por sí mismo. Pero descubrió que la luz era expansiva y que debía compartirla con aquellos que quisieran escucharle y recibirla. Allí mismo junto al río, cerca de Benarés, proclamó su primer discurso que contiene las grandes verdades de su revelación.

2. EL DISCURSO DE LAS CUATRO VERDADES

Este fue el discurso de la Vía Media, que discurre entre dos extremos, que pueden destruir al hombre. Uno es el extremo de los placeres, que nos encierra en el mundo. Otro es el extremo de las mortificaciones y esfuerzos de aquellos que quieren alcanzar la liberación por sí mismos, como si ella fuera resultado de su propia acción humana. Frente a esos dos extremos proclamó Buda la experiencia del nuevo nacimiento en el famoso sermón de Benarés, que contiene las verdades esenciales de la vida, la iluminación fundante del budismo. Esas verdades principales no se refieren a la esencia de Dios, ni a su posible revelación. Tampoco se ocupan de estructuras sacrales o sociales. Tratan simplemente del sentido de la vida y el camino de los hombres.

‒ Primera verdad: todo es sufrimiento. Así condensa Buda el resultado de su encuentros con el enfermo, el moribundo y el muerto. Esta es la experiencia originaria: no el placer, sino el desplacer. La vida no sigue brotando y cambiando en el mundo por gozo, por la alegría de ser y expandirse, en un tipo de juego emocionante de ternura y armonía, sino que se expande, más bien, por dolor, como si llevara dentro de sí un cáncer que fuera destruyéndolo todo. Bajo la apariencia mentirosa de pequeños gozos, los hombres y mujeres de la tierra nos hallamos realmente poseídos, dominados, por un tipo de dolor omnipresente, del que no podemos liberarnos por nosotros mismos. Dolor es nacer y morir, enfermarse y envejecer, sin lograr nunca aquello que de verdad queremos. En este contexto se puede seguir afirmando que la misma dualidad sexual con lo que implica de separación y de deseo es sufrimiento. Para Buda no existen diferencias: hombres y mujeres, brahmanes o parias intocables, todos se encuentran sometidos a un mismo dolor originario. Esta percepción fundante de la vida como sufrimiento, sin un Dios superior en quien podamos confiar, sin una salida que podamos hallar por nosotros mismos, es el principio de la experiencia budista. Esta es la grandeza, para algunos heroica del budista: mirar de frente al dolor que somos y no tenerle miedo.
‒ Segunda verdad: el sufrimiento es deseo. La causa del dolor, que nos perturba y enajena, es el mismo deseo de vivir y de tener, que nos mantiene encadenados a la rueda del samsara, con su ciclo de reencarnaciones. De un modo consecuente, las grandes culturas, han puesto de relieve el valor del deseo, que ellas identifican en el fondo con el mismo ser humano. Suele decirse que los hombres somos deseantes, seres que esperan a alguno que puede responder a sus preguntas o sanarles, seres que disfrutan consiguiendo aquello que les falta, en un plano corporal o espiritual, material o social. Pues bien, Buda ha descubierto que la sed del deseo es implacable y que no puede saciarse jamás. Es ella, la sed de deseo, la que nos mantiene en tensión dolorosa, pues nos impulsa a buscar aquellos que no tenemos ni podemos alcanzar nunca. Eso significa que el deseo tiene un carácter sufriente y destructor, que podemos definir como ambición y envidia mentirosa: queremos ser distintos, conquistar por la fuerza algo que creemos que nos falta o vemos en los otros, pero nunca logramos conseguirlo. En otras palabras, nunca podremos ser lo que queremos; nunca nos podremos liberar a través de los deseos (cumplidos o no), pues en el fondo de ellos se esconde siempre el dolor y la muerte. Sólo allí donde el deseo cesa podrá la vida ser Vida, esto es Nirvana, plena Nada de aquello que tenemos y nos tiene sometidos.
‒ Tercera verdad: superación del deseo, anulación del sufrimiento. Eso significa que en la forma actual de nuestra vida somos un camino equivocado: pensamos que la felicidad está en lograr algo que tienen los demás, aunque sea necesario enfrentarse con ellos para conseguirlo. Sobre esa base iniciamos una larga batalla de deseos, que enfrenta a todos y destruye a cada uno. Pues bien, para vencer ese dolor insuperable solo hay sólo camino: superar los deseos. Sólo así podremos aceptar sin más lo que somos, en pura afirmación, sin enfrentamiento alguno, ni con los demás, ni con uno mismo. Algunos han dicho que este es un gesto de puro voluntarismo: un deseo contradictorio e inútil de superar los deseos. Pues bien, conforme a la más honda paradoja religiosa (que nos introduce en un nivel de gratuidad aquí no se puede hablar de un deseo de superar los deseos, pues ello nos seguiría atando a la misma trama de los deseos. El iluminado ya no desea nada, ni siquiera superar los deseos. Sólo de esa forma, más allá de todo lo que puedo desear o dejar de desear, viene a expresarse la Luz superior. Eso significa que la Vida iluminada empieza más allá de las leyes del deseo, que nos siguen atando al círculo de acción y reacción, de eterno retorno de los deseos de la vida antigua. En ese nivel es donde los cristianos descubren la gratuidad, como Vida superior, que no se encuentra dominado ni por la envidia, ni por la violencia, no por el sufrimiento. En ese nivel ponen los budistas la iluminación del nirvana.
‒ Cuarta verdad: liberación. Este es el camino del hombre iluminado, que no actúa ya según las leyes y principios del deseo, sino en pura libertad interior. Por eso, en principio, ese camino no puede ser estructurado. A pesar de ello, Buda lo ha organizado y codificado de algún modo a través de los consejos que ha ido ofreciendo a sus seguidores: lo que importa es respetar la vida (no violencia) y dominar los sentidos (superando las pasiones del mundo), suscitando así un estado de bondad, compasión, alegría, solidaridad etc. De estos consejos de Buda hablaré más adelante, al presentar la vida de los monjes. Ahora me basta con decir que ellos pretender servir de guía para unos hombres luminosos (liberados), capaces de vivir ya desde ahora conforme a los principios de plenitud y libertad del Nirvana.

Esta superación radical del deseo implica un desbordamiento del yo, la negación de la identidad individual e histórica del hombre, que consta para Buda de deseos e ilusiones, vinculadas al dolor de una existencia que en realidad no existe. Esto significa que no hay “alma”: superando los deseos, desbordamos aquel tipo individual de vida que suponen y suscitan, una vida fantástica, sin identidad ni consistencia. Esta es quizá la mayor oposición entre el budismo y la cultura y religiones de occidente. Los creyentes monoteístas quieren salvar su propio yo, al que toman como sujeto valioso e independiente, que se comunica con otros, en una historia positiva. Los budistas, en cambio, suponen que la historia de deseos de este mundo carece de entidad: es fantasía que debemos superar y con ella debemos superar la misma realidad del "yo", que es sólo de deseos. De esta forma (para superar el egoísmo), Buda nos ha conducido al centro de toda paradoja religiosa.

Por una parte, el ser humano debe superar su identidad aparente, como individuo falso y mentiroso, que no es más que un haz de deseos egoístas, dolorosos. Por otra parte, sólo al deshacerse el yo exterior, podrá surgir el verdadero ser del hombre, que, mirado desde este mundo, es simplemente nada o nirvana.

Esta es la grandeza y la tarea del budismo: quiere situarnos precisamente allí donde, perdiendo nuestro propio ser (el yo anterior, tejido de deseos de egoísmo), podemos recibir otra identidad que ya no es nuestra (la que hacíamos antes, con deseos y dolores), siendo lo más nuestro que somos y tenemos, sin tenerlo, el Nirvana. En este plano ha situado el cristianismo la gracia de Dios, el don positivo de la vida. El budismo ha colocado aquí el nirvana.

3. UN CAMINO, VÍA MEDIA

Como acabamos de indicar, el budismo no quiere ser resultado de un esfuerzo o raciocinio, sino efecto de una iluminación, una experiencia superior que el hombre no puede provocar, sino que le sobrecoge y transfigura. La tradición es unánime en esto: Buda había querido liberarse del dolor y del deseo por caminos conocidos de ascética y mística; así recorrió como buen monje hindú las etapas del esfuerzo y concentración mental de los virtuosos de la religión; sólo de esa forma, experimentando por sí mismo el fracaso de su esfuerzo, pudo afirmar con certeza y convicción que el hombre es incapaz de librarse por sí mismo de su nudo de dolor y angustia sobre el mundo. Por eso, ofreció una vía media entre ascetismo y con¬templación.
Buda valoraba el ascetismo como medio y sobre todo como consecuencia de una iluminación anterior. También valoraba e incluso cultivaba la contemplación, de tal manera que el budismo se ha sentido vinculado siempre al yoga. Sin embargo, supo que la verdad central del hombre, su experiencia de libertad, no se consigue por ninguno de esos medios. La verdad es iluminación: fuerza superior, don intenso de pacificación y libertad, que sobreviene al ser humano desde dentro o desde arriba, como gracia que le sobrecoge y le recrea.
La ética budista no se puede interpretar de un modo material, como cumplimiento de preceptos bien organizados que se miden y regulan en forma de sistema social. Tampoco es ética formal, en la que sólo cuenta la intención, sino de trascendencia: nos lleva más allá de toda ley y pensamiento al lugar donde descubrimos que nuestros deseos son dolor y nuestra creaciones una idolatría, como tela de mentiras donde acabamos prendidos. Pues bien, más allá de esa dimensión, donde todo es mentira, el budista descubre otro Ser y otra Vida que es Nada siendo libertad y verdad para los hombres, sobre todo obrar, toda acción, todo deseo del mundo.
En sentido estricto, el verdadero budista ha dejado de existir para el mundo de los deseos. Ha muerto a sus representaciones e ilusiones; nada quiere, no hace nada. Y, sin embargo, en otra dimensión, el auténtico budista actúa de forma separada, liberada, gozosa. No puede apelar a verdades hechas, ni a sistemas sacrales, ni a poderes sociales. No puede imponer su religión, pues ello iría en contra de su experiencia más honda, pero puede y debe expresarla con su vida y ejemplo. Ciertamente, hay divisiones (monjes y laicos, Theravada, Gran Vehículo, Zen), pero todos los budistas saben que el único testimonio de su religión son ellos mismos. El budista sólo puede apelar al testimonio de su vida separada, liberada, iluminada.

‒ Vida separada. El budista ha descubierto la vanidad del mundo en que dominan los deseos y sabe trascenderlo en lo interior e incluso abandonarlo en lo exterior. El monje, budista consecuente, deja casa y campos, abandona posesiones y familia, cede los negocios de la tierra, superando de esa forma los trabajos y lugares que le atan a la rueda del deseo donde gira y gira para siempre la existencia de este mundo. En este aspecto, el auténtico budista ha muerto a los valores (desvalores) de la humanidad antigua. Desde una perspectiva cristiana, pudiéramos decir que asume aquello que la iglesia primitiva llamaba situación escatológica. Pero hay una diferencia. Los cristianos dicen que se ha cumplido el tiempo y ha llegado el Reino, porque el mismo Dios ha querido revelarse por su Cristo. Los budistas no pueden apelar a Dios, ni creen en un Cristo; no pueden afirmar que ha llegado el fin del tiempo, sino que han descubierto, dentro de sí mismos, la finitud y caducidad de todo tiempo, abriéndose de esa forma a lo Nirvana, lo no nacido, nunca muerto.
‒ Vida liberada. La renuncia y superación anterior ha sido posible porque el hombre separado ha descubierto otro nivel de vida superior, que no ha nacido ni muere, que no sufre ni desea, más allá de las necesidades cósmicas. Todo lo que nace en este mundo proviene del deseo y se encuentra sujeto a la exigencia de nuevos deseos que alimentan su irrealidad, que producen dolor y desembocan en la muerte. El iluminado se separa y libera ya por dentro del ciclo de los nacimientos y las muertes y así puede vivir desde ahora en un nivel de verdad o luz que permanece. De esa forma existe, liberado de todo porque nada desea. Por eso puede abrir su compasión hacia todos los vivientes, sabiendo que se encuentran sometidos a la ley de la apariencia. Por eso puede y debe superar toda forma de agresión, de violencia y engaño, acentuando la confianza interior, el autocontrol, la vida sencilla, el dominio de la mente etc.
‒ Vida iluminada. El iluminado vive gozoso porque ha descubierto la vanidad de todas las cosas y no deja que ninguna le ate. Este es el gozo del que controla la mente, no por métodos activos de meditación o ascética, ni a través de unas técnicas de interiorización psicológica. El control budista surge paradójicamente del rechazo de los deseos y de la renuncia a todo control, como iluminación superior, que capacita al hombre para despertar ya desde ahora en la otra dimensión de la existencia. Estamos de nuevo ante la paradoja antes evocada: sólo se consigue de verdad aquello que en un momento dado no se quiere ni siquiera conseguir; entonces, cuando no se quiere nada, uno puede descubrirse dueño de todo, iluminado por la luz, gozoso. Al otro lado de aquello que somos y tenemos, cuando ya no somos ni tenemos nada, no venimos a caer en manos de un tipo de angustia o desesperación (como han dicho diversos pensadores de occidente, de Schopenhauer a Heidegger), sino que despertamos a la Tierra Pura del gozo. En el fondo de aquello que a veces se ha visto como terror sagrado emerge la paz y el regalo del hombre liberado.

Estrictamente hablando, el budismo ha comenzado siendo una experiencia de escogidos, una especie de aristocracia espiritual, propia de algunos que, viviendo aún en medio de un mundo dominado por los viejos principios del mundo (deseos, acciones, empresas), han descubierto el otro lado de la realidad y quieren comportarse de manera liberada. Por eso es imposible que el budismo consecuente se extienda sobre todos los hombres y mujeres y se imponga como religión de masas. Para seguir viviendo en este mundo, la humanidad en cuanto tal necesita procrear y educar a los hijos, trabajar, producir y alimentarse. Por eso, mientras quiera mantener la actual forma de vida, el conjunto de la población no será jamás budista, al menos de manera consecuente.
En ese sentido, el budismo radical es una religión de minorías, lo mismo que ha sido para minorías el monacato de occidente. Pero hay una diferencia, tanto Jesús como Mahoma han fundado movimientos religiosos abiertos a todos los hombres y mujeres de su entorno y sólo en un segundo momento han podido surgir dentro de comunidades grupos especiales de anacoretas, monjes o sufíes que han querido separarse del resto de la población para cultivar de una manera más intensa su experiencia. Buda, en cambio, ha empezado suscitando una especie de orden monástica: un grupo de personas especiales que quieran ser testigos y garantes de su iluminación sobre la tierra. No quiere una religión para todos (un tipo de Reino de Dios en la tierra), sino grupos de testigos especiales dentro de una humanidad que, en su conjunto, no puede asumir del todo su mensaje.

4. EL CAMINO DEL HOMBRE LIBERADO. CANTO DEL RINOCERONTE

Quiero desarrollar el tema del camino del iluminado, comentando un texto llamado Canto del Rinoceronte, animal que según el mito vive a solas en el bosque, liberado de todo deseo, desapegado de toda atadura, como signo viviente del Nirvana. Ese texto nos ayuda a situar la vida liberada, para entender mejor la doctrina de las cuatro nobles verdades, el ideal del óctuple sendero. Empiezo presentado las cuatro primeras estrofas, que comento de un modo general, para detenerme después en las cinco restantes:

1. El afecto nace en aquel que tiene relaciones con otros y del afecto seguirá el dolor.
Guardándote del afecto, vive solitario en el bosque como el rinoceronte.
2. Olvidando las señales de la casa, como un árbol cuyas hojas ya han caído, rompe los vínculos de la casa y vive solitario en el bosque, como un rinoceronte.
3. Liberado de deseos y doblez; no apegado, libre de hipocresía y pasión,
sin desear nada del mundo, vive solitario en el bosque como el rinoceronte.
4. Abandonando hijos y mujer, padre y madre, riquezas, posesiones y parientes, sin deseos de la tierra, vive solitario en el bosque como un rinoceronte.


Estas estrofas ofrecen un resumen de la actitud del budismo, que se centra y culmina en un tipo soledad. El hombre normal se halla inmerso en la lucha de deseos y pasiones que le llevan y traen, le niegan y arrastran desde fuera (relaciones familiares, afectos, posesiones), de forma que nunca está sólo, nunca es él mismo. El iluminado rompe las ataduras del mundo viejo y vive en el bosque de su soledad, como el rinoceronte de los viejos mitos, sin estar atado por ningún afecto (estrofa 1ª): empieza desligándose de todo cariño y no ama ya nada, de manera que se vuelve indiferente a los afanes y afectos del mundo. Por eso, abandona su casa (estrofa 2ª) y se vuelve compañero de todos los vivientes, sin atarse a ninguno. Supera así toda pasión y deseo (estrofa 3ª) y no busca nada: no tiene que ocultar ni ocultarse, engañándose a sí mismo o a los otros. De esa forma, supera las estructuras y esquemas de un mundo que está dividido en clanes y castas, en propiedades y familias (estrofa 4ª). Su soledad implica libertad respecto de todas esas divisiones.
El budista es, según eso, un solitario: un viviente que ha roto ya desde aquí (desde ahora) las anillas del inmenso engranaje del eterno retorno de la vida. Ya no es ruedecilla de una máquina, ni momento de un gran todo (social o familiar, económico o ideológica) que le clausura, encarcela y define desde fuera. Ha quebrado las relaciones que le atan y cautivan a la gran cadena de reencarnaciones y puede descubrirse a sí mismo como libre “libre de amor, de celo, de odios, de esperanzas, de recelos” (Luis de León, Qué descansada vida). Pero esa no es una soledad para el aislamiento, sino para un tipo de universalidad más alta: al no ser parte de un todo que gira, puede ser esencialmente todo, en línea de Nirvana.

5. Después de rasgar las ataduras y de romper la red, como pez en el agua,
como llama de fuego, que no vuelve a la hoguera, vive solitario...
6. Bajos los ojos, nunca curioso, guardando los sentidos y protegida la mente, libre del deseo y por eso no-ardiente (sin ardor), vive solitario..
7. Dejando atrás placer y dolor, con las antiguas alegrías y sufrimientos;
ecuánime, en paz, con pureza, vive solitario...
8. Con bondad y compasión, alegre con los demás, ecuánime, liberado,
sin encontrar obstáculos en el mundo, vive solitario...
9. Sin apoyo exterior, sin odio ni ceguera mental, quebrando todas las ataduras, ni perder la vida, vive solitario en el bosque como un rinoceronte.
(Texto en J. López Gay, La mística del Budismo, BAC, Madrid 1974, 48-49)
no temiendo


Quien vive así es en principio “un hombre que ha abandonado hijos y mujer, padre y madre, riquezas, posesiones y parientes” (estrofa 4º), un varón de cierta altura social que en un momento dado ha dejado atrás los esquemas y estructuras de un tipo de patriarcalismo definido por la familia y las posesiones. Por eso, dentro de una sociedad que ha impuesto sobre mujeres y esclavos unas duras funciones de tipo subordinado (de trabajos y tareas al servicio de la vida y de la casa), es muy difícil que esas mujeres y esclavos no puedan liberarse para asumir y cultivar esta libertad que el budismo ofrece y pide. Mujeres y esclavos se encuentran atados por fuera y no pueden dejar sus ocupaciones y trabajos, su casa y servidumbre, pues no tienen libertad para ello. Lógicamente, ellos deben contentarse en general con un “budismo interior”, como anhelando un camino de liberación que por sí mismos, en esta encarnación, no pueden recorrer. Sólo los ricos y nobles, o los parias sin obligaciones sociales o tareas externas, pueden asumir y realizar la peregrinación de la que hablan las estrofas siguientes. De todas formas, en otra sociedad (como la nuestra) o en otras condiciones (como en el momento del nacimiento del budismo) esta liberación pudo ofrecerse por igual a todos, sin distinción de sexo o clase social.

‒ Rotas las ataduras, como pez en el agua... (estrofa 5ª). Ataduras son los afectos y deseos, las relaciones familiares y riquezas, que traban y encierran al hombre normal en el mundo. El budista ha muerto a esos afectos y de esa forma se descubre liberado: como un pez libre en el ancho mar de la realidad, como fuego que arde en sí mismo, sin llama exterior. Es evidente que en una sociedad patriarcalista esta experiencia la pueden asumir y desarrollar de manera preferente los varones ricos, de castas nobles. Las demás personas, esclavos y mujeres, se encuentran más fijadas al nivel de lo inmediato (casa, familia, trabajo); la presión social no les ofrece tiempo ni medios para romper y superar las redes del sistema, y nadar sobre el mar de la libertad absoluta, sin más tarea que el ser y sentirse, en autonomía radical, en lo divino.
‒ Bajos los ojos... (estrofa 6ª). El budista consecuente es un peregrino que no va a ninguna parte (ni a Roma ni a la Meca, ni a Jerusalén ni a Compostela). Simplemente camina, ofreciendo el testimonio de su liberad, sin curiosidad, sin deseo, como testigo humano de la Liberación más alta. Su misma vida es santuario del Nirvana, expresión de lo que implica el más allá, donde no existen ya deseos. Pues bien, siendo testigo del Nirvana, el budista camina sobre el mundo como mendicante. Lleva consigo todas sus posesiones: una ropa de mendigo-peregrino (como los cristianos de Mt 1, 10 par) y un plato donde recibe, si le dan, la comida imprescindible, nada más que “el pan nuestro de cada día”.
‒ Dejando atrás placer y dolor... (estrofa 7ª). El liberado no tiene nada que decir: es ecuánime, vive en concordia interior y exterior, indiferente al placer y dolor que puedan sobrevenirle, porque lleva dentro la paz más alta, una forma de pureza radical, que desborda el nivel anterior de lo puro y lo impuro que había obsesionado a los hindúes (y judíos), que excluían de la buena sociedad a los intocables, por manchados o contaminantes. La sociedad normal se mueve a impulsos de placer-dolor, de acción y reacción, según las diferentes formas de talión de este mundo. El budista, en cambio, ha superado ese nivel judicial de razonamientos y leyes. Su indiferencia puede compararse con la gratuidad cristiana.
‒ Con bondad, compasión, alegría... (estrofa 8ª). Este es el centro de la experiencia budista, el momento en que emergen las vivencias religiosas propiamente dichas (de las que hemos hablado ya al ocuparnos de las notas de la experiencia religiosa). El budista es un hombre bondadoso (a nadie juzga, nunca condena), es compasivo (acompaña en el dolor a todos los vivientes), es alegre (con el gozo que brota de la experiencia superior de libertad que mana como fuente en su interior). Este es el centro de la experiencia budista, que se define como ecuanimidad, en la línea del “nada te turbe, nada te espante” de Santa Teresa de Jesús. Porque nada ha buscado ni querido (“ni esto, ni esotro”, decía San Juan de la Cruz), el budista puede ser ecuánime, sin emocionarse por nada. Por eso se dice que no encuentra obstáculo alguno, pues no se opone a nada, no critica nada. Simplemente vive, en gesto de bondad y compasión que están más allá de los deseos.
‒ Sin temor de perder ni la vida... (estrofa 9ª). No busca apoyos ni en la vida ni en la muerte, no se ata a nada (ni siquiera a la existencia). El miedo a la muerte había dominado desde antiguo a los humanos y de ese miedo habían nacido la mayor parte de las religiones. Pues bien, sólo cuando el hombre pierde el miedo a morir o a que le maten (como vemos en Buda o en Jesús de Nazaret) puede realizar su camino en plenitud. Recordemos que, conforme a la leyenda de los cuatro encuentros, Buda había iniciado su ruptura radical al ponerse ante un muerto. De tal manera le impacto aquel muerte, tan grande fue su impresión (y su angustia), que anduvo caminando muchos años, cultivando las mayores meditaciones de este mundo, sin hallar respuesta a su pregunta. Ahora sabe responder: “viviendo sin tener miedo de perder la vida” (cf. Hebreos 2, 14).

Los tres elementos centrales de la estrofa 8ª (bondad, compasión, alegría) pueden compararse y completarse con los tres gestos ya desarrollados en la primera parte de este libro, al situarnos ante el centro del fenómeno religioso. Allí comparábamos las tres primeras virtudes cristianas (amor, gozo, paz) con las correspondientes del budismo (bondad, donación, compasión). Ahora podemos reasumir el tema. 1. El iluminado está lleno maitri, bondad, y así puede acoger bondadosamente a todos, sin enfrentarse a nadie con violencia, superando la cadena de acción y reacción que enfrenta sin cesar a los humanos. 2. Dana o donación. El iluminado ya no guarda nada para sí, sino que lo ha entregado, para que puedan compartirlo libremente todos, en regalo y comunicación gozosa. 3. Finalmente, el iluminado es hombre de karuna o compasión piadosa. La luz que ha recibido no le separa de los otros, como si le hubiera hecho miembro de una casta superior, sino que le lleva a compartir el camino con todos los que sufren sobre el mundo.
Volver arriba