Pentecostés Cristo y el Espíritu Santo

Cristo viene del Espíritu de Dios... Cristo da a los hombres el Espíritu de Dios

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  La relación entre Cristo y el Espíritu Santo ha sido objeto de una larga discusión teológica y pastoral, entre los cristianos de oriente y occidente. Los de Oriente insisten en la inter-relación de Cristo y del Espíritu, sin que uno dependa del otro. Los de occidente han insistido en la prioridad del Hijo (introduciendo en el credo de Constantinopla la palabra filioque (el Espíritu Santo proviene también del Hijo).

El tema ofrece unas connotaciones teológicas y pastorales  y pastorales que aquí no voy a desarrollar... Pero quiero insistir en la mutua relación de estas dos "personas" de la Trinidad, de forma que, en un sentido, se puede afirmar que Jesús viene del Espíritu Santo... y en otro se puede contestar que es el Espíritu Santo el que viene de Jesús.

           En esa línea, insistiendo en un tipo de cristología pneumatológica”, tomando a Cristo presencia vivificante de Dios, de la obra del Espíritu en los hombres. Esa cristología, elaborada desde los sinópticos y el AT, podría haber marcado positivamente la visión del cristianismo, pero ha quedado al margen, pues en la Iglesia ha dominado una teología del logos preexistente, más propia de Pablo y de Juan[1]. He desarrollado el tema en Enquiridion Trinitatis y en Trinidad.

Jesús desde (en) el Espíritu de Dios

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            Ciertamente, el Espíritu actúa y se desvela en todo el cosmos (en la historia); pero sólo en Jesús lo hace de manera plena, de forma que sus seguidores le llaman por ello Cristo, Hijo de Dios y salvador, como ha puesto de relieve la cristología del Espíritu (Spirit-Christology). Esta cristología, fundada en la tradición veterotestamentaria de la presencia activa de la ruah en la historia de Israel, insiste en aquellos pasajes donde los sinópticos presentan a Jesús como hombre animado-impulsado por el Espíritu de Dios, de forma que, en esa línea, siendo habitado por el Espíritu de Dios, puede llamarse Logos, es decir, el mismo Dios como Palabra[2].

La cristología del Espíritu permite superar la visión de un logos preexistente, distinto (separado) del Jesús histórico, que se encarna y viene al mundo desde fuera, y nos permite plantear mejor el tema de la Trinidad, entendida básicamente como expresión del despliegue del Espíritu de Dios, que “engendra” (suscita) a Jesús como Hijo de Dios en la misma historia de los hombres.  El punto de partida de la fe cristiana no es por tanto una confesión trinitaria separada de la historia, sino la afirmación radical de la presencia  y acción del Espíritu de Dios, que se revela y actúa por Jesús de Nazaret, el Cristo[3].

Esto significa que Jesús no puede concebirse como Dios en el sentido de “persona separada”, sobrehumana (en la línea de los “héroes” simbólicos de la apocalíptica judía: Hijo de Hombre, Miguel o Daniel), sino que es “Dios” (divino) en su misma humanidad, como el hombre-mesiánico, engendrado por el Espíritu, en un camino que va de nacimiento a muerte, un hombre totalmente penetrado por la fuerza y la realidad de Dios que es el Espíritu. En la interacción entre Dios-Espíritu y el Hombre-Cristo, en la comunicación total de Dios en Cristo y en la comunión de vida de ambos (en unidad de operación y voluntades), se ha revelado totalmente Dios, de tal forma que podemos decir que Jesús es Dios “por el Espíritu” (en unidad de Espíritu con el Padre)[4].

 El Espíritu de Dios se expresa así como presencia viva (inspiración, inhabitación) que suscita y llena, que define Jesús como Hijo, en comunión con Dios y en apertura a los hombres. El Espíritu inspira sus acciones, constituye su profundidad, y de esa forma le “define” como Hijo de Dios y salvador de los hombres, de tal manera que, surgiendo absolutamente desde Dios y siendo y totalmente para y con los hombres, en don de vida, Jesús no es sólo adjetiva o adverbialmente divino (actúa "como Dios" y "desde Dios") sino que es Hijo de Dios en persona, es decir, como sujeto en amor. 

En esa línea, la experiencia cristiana formulada por los evangelios sinópticos (Jesús actúa con la fuerza del Espíritu) y ratificada por la confesión pascual de Pablo (y del mismo evangelio de Juan), nos lleva a confesar que ese mismo Jesús, llamado el Cristo (es decir, el ungido por el Espíritu Santo) no es sólo una expresión muy honda de Dios sino el mismo Dios hecho presente, el mismo Hijo de Dios a quien el Padre engendra y envía, acoge y ama, en un camino mesiánico de anuncio de Reino y de entrega pascual.

Esta experiencia del Cristo “pneumático” (presencia del Espíritu de Dios) supera el riesgo de clausura de un Dios concebido como amor expansivo (pero siempre separado, más allá de los hombres). El Dios Padre de Cristo, siendo “alejado/trascendente” (nadie le ha visto: Jn 1, 18), se hace totalmente presente en Jesús, por el Espíritu. Dios no es sólo amor o Espíritu expandido en sí mismo, sino que él se encarna en Jesús, a quien engendra en (por) María, en el Espíritu, como Hijo suyo, comunicándose y compartiendo con él su misterio. En esa línea podemos añadir que Dios no es sólo Espíritu (el que se da y actúa en otros), sino Padre, que habita-actúa en Jesús, su Hijo, compartiendo en él y por él su vida.

 – Eso significa que debemos superar un planteamiento de superioridad y posesión de Dios, que ha sido desarrollado temáticamente por los arrianos a partir del siglo IV d.C. Conforme a esa visión, Dios se hallaría siempre por arriba, como superior, de manera que Jesús (y con él todos los hombres) serían subordinados. Pues bien, en contra de eso, conforme a toda la experiencia mesiánica del NT, Dios Padre no se mantiene arriba, dominando sobre Jesús (como si le poseyera, en una línea que pudiera compararse a las posesones diabólicas que hallamos los evangelios), sino que él (el mismo Dios eterno y todopoderoso) comparte la vida de (y con) Jesús, por obra del Espíritu, que es principio de comunión y no de superioridad de uno sobre otro.

La cristología pneumatolóica es cristología de comunión, esto es, del Espíritu que une, en diálogo de amor (palabra), en igualdad de vida a Dios y a Jesús (y a los hombres entre sí). Según eso, Jesús no es sólo un hombre a quien el Padre concede su gracia, permaneciendo siempre arriba, sino que es Hijo a quien el Padre entrega (confiere) todo lo que tiene, estableciendo con él una relación de igualdad, de pleno encuentro. Este es el “milagro” pneumatológica, el centro misteriosamente singular del cristianismo: que Dios es comunión de amor extático, encuentro de amor, de tal manera que él no sólo da lo que tiene, sino que se da a sí mismo. Como tal centro de amor, y por ser en su entraña un encuentro, Dios se revela como amor en nuestra historia[5].

 Desde el momento en que definimos el misterio de Dios en términos de comunión, el Espíritu no puede ser concebido sólo como amor extático, sino como amor compartido, a modo de hondura, entrega mutua y comunión del Padre con el Hijo. De esa forma podemos y debemos insistir en la comunicación del Espíritu Santo, añadiendo que el amor extático (el don) del Padre hacia Jesús se identifica, en reciprocidad, en absoluta comunión, con el amor de extático (el don de sí) de Jesús al Padre, en su función mesiánica, como sanador y liberador de los hombres.

Sólo cuando ese movimiento de amor (que algnos teólogos posteriores llamaron perijóresis, es decir, sircumincessio), que es camino de entrega de ser del Padre al Hijo Jesús, y de Jesús al Padre, se completa en ambas direcciones, estableciéndose un encuentro de comunicación completa, puede hablarse del Espíritu que, que es la misma comunión de amor, no entre un “dios” y otro “dios” (cosa ajena a la Escritura) sino entre el Dios-Padre y el Hombre-Jesús,  dentro de la misma historia de los hombres. En esa línea, la confesión cristiana implica que Jesús es Hijo de Dios, por (en) el Espíritu, de forma que su misma humanidad/historia (su persona) ha sido y es por siempre la expresión total de lo divino, de manera que podemos afirmar que él participa de la "ousia" o ser del Padre (es el el don de sí, esto es, el Espíritu) [6].

El mismo Jesús hombre es “Cristo” (Hijo de Dios) por el Espíritu. Pero todo nos lleva a proclamar que, en abismo fascinante de amor, en entrega total, Dios mismo ha querido que su camino-encuentro de unión con Jesús, en el Espíritu, sea, dentro de la historia del mundo, el origen, realización y plenitud de la vida de los hombres. No es que Dios sea por sí mismo, en prioridad cronológica, amor ya realizado y después, sólo después, haya querido que los humanos participen como en gesto de abundancia desbordante de aquella comunión que estaba previamente clausurada. Dios no ofrece a los hombres el resultado de un amor que se ha resuelto ya sin ellos. En ese caso, el hombre no sería nunca creador, no podría decidir en radicalidad el sentido y tarea de su vida. Ni Dios podría encarnarse de verdad en la historia de los hombres. En contra de eso, Dios es Trinidad de amor en la historia de los hombres, y los hombres existen en plenitud en la Trinidad de Dios.

 Eso significa que Dios es Trinidad en sí siendo despliegue de amor (Trinidad) en la historia de los hombres. El mismo Dios, que podría haber sido Trinidad de encuentro sin los hombres, por misterio de amor extático (agapé), ha vinculado su despliegue eterno con el hacerse histórico del humano, de tal forma que el mismo y único surgimiento intradivino (inmanente) del Hijo se identifica con el surgimiento intrahistórico de Cristo[7].

El Espíritu Santo desde Jesús

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Como acabo de indicar, Jesús nace (brota) del Espíritu de Dios, con su poder actúa al servicio del Reino, en sus manos se entrega. Pues bien, dando un paso, podemos y debemos afirmar, de un modo correspondiente, que Jesús ha entregado el (su) Espíritu en manos del Padre (cf. Lc 23,46), poniéndolo, al mismo tiempo, en manos de los hombres, para surgimiento de la Iglesia.  Así descubrimos que el Espíritu no es sólo "del Padre" (para Jesús), ni "del Padre y Jesús" (como encuentro o comunión de vida), sino que es también “de Jesús para los humanos”, como seguiré indicando. 

 Ésta ha sido la “herencia” de Jesús, lo que él nos ha ofrecido y nos ha dado por su muerte y resurrección. Por su muerte, entregando su Espíritu al Padre (Lc 23, 46 ), Jesús lo entrega y confía a los hombres. De esta forma pasamos de la inhabitación (Espíritu de Dios que llena a Cristos), por la comunión ya señalada (Padre y Cristo comparten su Espíritu), a la donación o efusión pascual del Espíritu que se ha expresado en Pentecostés, como han indicado ya  Pablo y Juan, y como ha desarrollado de un modo temático el libro de los Hechos de los Apóstoles. En este contexto, al precisar las relaciones histórico-pascuales entre Jesús y el Espíritu pueden distinguirse tres momentos[8]:

 – Historia de Jesús. Creatividad. Ungido por el Espíritu, con la fuerza salvadora de Dios, Jesús realiza su misión de Reino: Convoca a los expulsados, perdona a los pecadores, llama, alienta, curaa todos. El Espíritu de Dios le unge y potencia como creador de nueva humanidad, dentro de un mundo conflictivo, dominado por poderes destructores, de violencia y opresión humana, como he puesto de relieve en el capítulo anterior sobre el mesianismo.

Kénosis pneumática. Muerte pascual. Superando el nivel del Espíritu cósmico (en la creación del mundo), conforme a la promesa profética de la efusión mesiánica del Espíritu, Jesús ha entregado su vida en total abajamiento, poniendo su Espíritu en manos de Dios Padre. Su gesto no es el de un héroe superior, que entrega su vida de un modo victorioso, sino el de aquel que ofrece su vida en amor, hasta la muerte. Éste es el Espíritu de la entrega total, Dios mismo hecho (siendo) don de vida hasta la muerte por los hombres[9].

– Pentecostés. Autodonación gloriosa del exaltado. Sólo en ese contexto se puede hablar de la pascua como triunfo del crucificado, que ofrece su Espíritu a Dios ofreciéndolo a los hombres, para compartirlo con ellos. De esa manera, a través de su muerte Jesús ha entregado su Espíritu en manos de Dios Padre,  poniéndolo en manos de los hombres (de todos los creyentes), para que ellos sean y renazcan en la vida de Dios, en amor ofrecido y compartido, por medio del Espíritu,  que es el don del resucitado, para que los hombes (los creyentes), puedan vivir-ser en plenitud, perdonando (superando) los pecados.

 De esta  forma, con el don de Jesús al Padre (y a los hombres) y el don del Padre que le acoge y ratifica como Cristo se completa el despliegue trinitario, en forma inmanente (culminación de Dios, como cumplimiento y despliegue pleno de amor) y en forma económica, de manera que mismo Dios en sí (Trinidad Inmanente), se despliega y realiza como amor trinitario en la historia de los hombres, por medio de Jesús que les ha dado su amor (su Espíritu Santo), a fin de que ellos puedan culminar su camino (ser en Dios), en acción liberadora y en contemplación

 Eso significa que los hombres (los creyentes) viven  (habitan, se despliegan, son) en el interior del amor divino (del Dios que es todo en todos), como seguiremos viendo en los dos capítulos finales de este curso, dedicados a la antropología y a la teología estrictamente dicha.

 [1]  Cf. H. Berkof, La doctrina del Espíritu Santo, Buenos Aires 1969, 20. Hay esbozos de cristología pneumatológica en el gnosticismo; cf. A. Orbe, La teología del Espíritu Santo, Estudios Valentinianos 4, Gregoriana, Roma 1966. Cf. J. N. Kelly, Early christian doctrines, Longmans, London 1973, 143-145.

 [2] Así lo ha destacado W. Lampe, en S. W. Sykes y J. R. Clayton (eds.), Christ, Faith and History, CUP, Cambridge 1972, 111-130, y especialmente en God as Spirit, The Bampton Lectures, 1976, Oxford 1977. En una línea convergente, cf.  Cf. H. Berkhof, o.c., 20 ss.; H. W. Robinson, The Christian Experience of the Holy Spirit, Nisbet, London 1962, 97-112, 196-209; P. Tillich, Systematic Theology, III, SCM, London 1978, 144-145.

 [3] Cf. Lampe, The Holy Spirit 121-123.

 [4] Ib., 124.

 [5] Cf. H. Hodgson, The Doctrine of the Trinity, Croall Lectures, 1942-1943, London 1964.

[6] Sobre Jesús como Logos preexistente y sobre la trinidad inmanente (encuentro de amor del Padre-Hijo en el Espíritu, en la eternidad) habrá que seguir hablando, con las escuelas teológicas. Pero la confesión de fe eclesial (Credo de Constantinopla, 381 d.C.) no tiene por sujeto al Logos, sino a Jesucristo, es decir, a Jesús ungido por el Espíritu..

[7] El despliegue trinitario de Dios acontece en la encarnación de su Logos‒Hijo por medio del Espíritu. Por eso, el nacimiento de Jesús se identifica con generación del Hijo de Dios y su entrega histórico-pascual con el amor del Hijo al Padre. De esta forma, la inmanencia de Dios (su radicalidad trinitaria, siendo eterna, original y originante) se ha vinculado al hacerse de la historia de los hombres, tal como se centra en el nacimiento y pascua de Jesús.  Este planteamiento ofrece algunas dificultades de comprensión dogmática y de interpretación ontológica. Dogmáticamente implica un profunda relectura de Nicea-Calcedonia y de una parte de la tradición cristiana. Ontológicamente supone el desmontaje de ese platonismo vulgar de las esencias inmutables y de la oposición de eternidad y tiempo que ha sido dominante en un tipo de teología escolástica. Pero pienso que ninguna de las dos dificultades resulta insuperable. La relectura dogmática no es sólo posible, sino necesaria, pues los datos conciliares, en la medida en que se escinden de su raíz evangélica y empiezan a entenderse por sí mismos corren el riesgo de petrificarse, perdiendo su sentido.    

 [8] Los dos primeros elementos del esquema dinámico inhabilitación-comunión-donación se encuentran desarrollados en la obra de L. Hodgson, ya citada. Cf. también J. D. G. Dunn, Jesús y en Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1975.

 [9] Cf. H. Mühlen, Experiencia social del Espíritu como respuesta a una doctrina unilateral sobre Dios, en C. Heitmann - H. Mühlen, Experiencia y teología del Espíritu Santo, SET, Salamanca 1978, 299-364;  J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975; E. Jüngel, Gott als Geheimnis der Welt. Zur Begrüngdung der Theologie des Gekreuzigten, Mohr, Tübingen 1977.

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