Dom 18.11.13. No quedará piedra sobre piedra. El fin de una era

‒ En un sentido, la destrucción del templo constituye una inmensa tragedia: Implica el dolor de millones de personas (creyentes), la ruina de un admirable sistema sacral, que se había extendido al menos por mil años. Cientos de miles de judíos murieron queriendo defender el templo de Jerúsalén, en la guerra del 67-70 d.C.
‒ En otro sentido, esa destrucción fue providencial para el judaísmo, que pudo superar la crisis, desarrollando así una religión espléndida de fidelidad a Dios y de cohesión social, en medio de la diáspora de los pueblos. Los soldados romanos hicieron así un gran favor a la verdadera religión judía (¡y hoy sería una desgracia para el judaísmo que los musulmanes les “devolvieran” las ruinas del templo!).
‒ Muchos piensan (pensamos) que la destrucción de aquel templo es un signo (parábola) de la destrucción (deconstrucción) del sistema vaticano que ha comenzado ya. En esa línea, Jesús nos sigue diciendo: “No quedará piedra sobre piedra”. El mayor favor que se le puede hacer hoy a la Iglesia es destruir/deconstruir el Vaticano. Terminará de esa manera ha historia comenzada en la reforma gregoriana del siglo XI; podrá empezar la nueva reforma evangélica de la Iglesia.
((Es interesante comparar la centralización del judaísmo en el templo (del VII a.C. al I d.C.) con la centralización del cristianismo católico en el Vaticano (del XI d.C. al XX d.C.). Hay diferencias, pero el proceso es semejante… y todo parece indicar que estamos ante el fin del centralismo vaticano, un fin que puede y debe compararse con la caída del templo de Jerusalén))
Será un proceso duro, y muchísimos sufrirán (sufriremos), pero merecerá la pena, porque surgirá un cristianismo diferente. Lo mejor que le pudo pasar al judaísmo del tiempo de Jesús es que acabara el templo, pues sólo así descubrieron los judíos su verdadera identidad y su vocación, hasta el día de hoy. Lo mejor que le puede pasar a un tipo de sistema vaticano es que termine, pues sólo así podremos descubrir en desnudez la verdad del Evangelio.
Jesús vincula la llegada de los tiempos finales a la ruina y caída de ese templo (de este sistema). Sólo cuando caiga el sistema actual podrá abrirse el santuario de Dios a todos los hombres, podrá llegar la humanidad reconciliada, el templo de verdad, que son los hombres y mujeres como presencia y transparencia de Dios.
Desde ese fondo quiero "anticipar" la conclusión de ese post: Entiendo todo lo que sigue como exigencia y gracia del reforma de la iglesia y del papado, no como destrucción... No se trata de que todo cambie, para que todo siga igual, sino de que todo cambie, para que se exprese de verdad el amor del evangelio.
Texto. Lucas 21, 5-19
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: "Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido."
Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?". Él contesto: "Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy"… etc.
Jesús y el fin del Templo

Las palabras anteriores bastan, dejemos las que siguen para otra ocasión, centrémonos en el templo, que para muchos judíos es la clave y sentido de la estabilidad del mundo. El santuario de Dios garantizaba, con su edificio y liturgia expiatoria, el orden de la tierra. Si falla el templo el mundo pierde su sentido y los hombres quedan desfondados, sin unión con Dios, sin garantías de vida y pervivencia.
Pues bien, Jesús dice “no quedará piedra sobre piedra”. Y no dice por desesperación, sino con una inmensa alegría y esperanza, pues sólo la caída del templo podría abrir el camino para el Reino de Dios, que es la nueva humanidad.
La caída del templo no será un derrumbamiento para destrucción, sino el inicio de una nueva y más alta construcción humana. Allí donde acaba un tipo de orden fundado y centrado en el templo, puede llegar el Reino de Dios.
Para que llegue y se instaure el Reino de Dios tiene que acabar este templo, convertido en principio de idolatría, en signo de patología religiosa. Con el templo tienen que caer sus tres funciones: económica, política y religiosa (ideológica)
Tradición de fondo. Una palabra histórica de Jesús.
La tradición judía del tiempo de Jesús ha dado mucha importancia a las grandes piedras de la construcción del templo herodiano, como sabe un texto de Marcos:
«Al salir del templo, uno de sus discípulos le dijo: Maestro, mira qué piedras y qué construcciones. Jesús le replicó ¿Ves esas grandes edificaciones? No quedará aquí piedra sobre piedra, nada que no sea destruido. Y sentándose en el monte de los Olivos, enfrente del templo, le preguntaron en privado Pedro, Santiago, Juan y Andrés: ¿Dinos cuándo ocurrirá eso y cuál será la señal de que todo eso está a punto de cumplirse?» (Mc 13, 1-3).
El texto vincula dos tradiciones, que en principio parecían separadas:
-- Una sobre el fin del templo (¡no quedará piedra sobre piedra!),
--y otra sobre el “cómo y cuándo”, con la que empieza el gran sermón escatológico.
A los ojos de Jesús (y de gran parte del cristianismo primitivo), la caída del templo y el fin de la historia se vinculan de forma inseparable, y así lo dice Jesús desde el Monte de los Olivos, respondiendo a la palabra del discípulo que le ha mostrado la maravilla de santuario (hieron), diciéndole: ¡Qué piedras, qué edificaciones!
Una larga tradición, muchas veces criticada y recreada (a pesar de la ruina del 587 a.C.), seguía afirmando que el templo era inexpugnable y que no sería destruido. Jesús no niega la magnitud de las piedras y edificaciones, pero pide al discípulo que mire hacia el conjunto de obras-casas (oikodomas) del templo, que son kheiropoiêton, hechas por mano humana (Mc 13, 2; cf. 14, 58), es decir, un gran “ídolo” (cf. discurso de Esteban en Hch 7, 46-48).
En esa línea, retomando el motivo de fondo de Mc 11, 15-17, Jesús anuncia: No quedará piedra sobre piedra… (Mc 13, 2). En sentido material, esta “profecía” no se ha cumplido, pues (aunque el grueso del edificio se destruyó el año 70 d.C.) partes del cimiento y de los muros de contención se mantienen hasta hoy (¡piedra sobre piedra!), y son objeto de veneración para millones de judíos (Muro de las Lamentaciones).
Al evocar así la caída del templo, Jesús se sitúa en la línea de los grandes profetas que anunciaban la ruina de las ciudades “imperiales” (Nínive, Babilonia, Tiro, Roma). Pero no habla de ciudades enemigas, sino de Jerusalén y su templo, un edificio material, construido por los hombres (kheiropoiêton) y vinculado al dinero de los sacerdotes a quienes acusa de idolatría (el mayor pecado para el judaísmo). Todo nos permite suponer que esa palabra proviene de Jesús, porque la Iglesia primitiva ha sentido gran dificultad en transmitirla.
Profundización I: función Económica.
En principio, el templo de Jerusalén había sido un “santuario real”, de manera que los reyes debían mantener su culto. Pero tras el exilio vino a convertirse en “santuario de la nación”, de manera que, aunque los reyes como Herodes (e incluso los romanos) contribuyeran a sostenerlo y/o reconstruirlo, su mantenimiento fundamental se hallaba en manos del conjunto del pueblo judío, funcionando como el Banco Central de Israel.
Como bien indican las controversias y guerras del tiempo de los macabeos, el templo funcionaba como “banco” donde los fieles depositaban (y los sacerdotes administraban) grandes sumas de dinero. Por otra parte, la mayoría de la gente de Jerusalén vivía, de una manera o de otra, de las construcciones y trabajos del templo.
La economía de Judea era una “economía de templo”, como sabe Mc 14, 10 par, cuando señala que los sacerdotes emplearon su dinero para “sobornar” (o pagar) a Judas. El templo estaba indisolublemente ligado a una economía de apropiación del capital. Para que Dios instaure su reino es preciso que desaparezca el dinero del templo.
Así lo dijo Jesús, por eso le condenaron a muerte.
Profundización II: Función política.
Los judíos identificaban su política con el control del templo, como indicó Flavio Josefo, acuñando en esta línea un término clave: La teocracia o gobierno de sacerdotes:
«Nuestro legislador (Moisés) no atendió a ninguna de las otras formas de gobierno (monarquía, aristocracia, democracia…), sino que fundó un Estado teocrático… Dios tiene toda la autoridad, y él se la encomienda a los sacerdotes y en especial al Sumo Sacerdote, para que ellos dirijan al pueblo.. Los sacerdotes quedaron encargados de vigilar a todos, de dirimir las controversias y de castigar a los condenados... La legislación de Moisés prescribe un único templo para un único Dios...» (cf. Contra Apión II, 16).
En principio, el Sumo Sacerdote quería tener la autoridad suprema no sólo sobre Israel, sino indirectamente sobre el mundo entero. La religión se interpretaba según eso como una función política. En el fondo, todo tenía que depender de los sacerdotes del templo.
Pues bien, Jesús subió al templo y actuó como un auténtico “insumiso”. No aceptó la autoridad de los sacerdotes, por eso le condenaron a muerte.
Profundización III: Función "religiosa".
El templo simbolizaba y expresaba la presencia de Dios, que habitaba en medio del pueblo. En ese sentido aparecía como lugar privilegiado de oración y purificación, especialmente de perdón de los pecados. Pues bien, en la línea de varios profetas antiguo, Jesús “desacralizó” el templo, declarando que su función religiosa (¡de purificación y de perdón!) había terminado, como indica bien su gesto (Mc 11 par).
Jesús no quiso purificar el templo para reformarlo, sino que quiso destruirlo (que se destruyera, en su forma actual), para que pudiera surgir un santuario diferente, “no hecho por manos humanas” (cf. Mc 14,2 8). Las cosas que el hombre “fabrica” son “ídolos”, algo que puede ponerse y se pone al servicio del poder y del dominio de unos sobre otros. En contra de eso, el verdadero templo debe identificase con el cuerpo mesiánico (cf. Jn 2, 21; 1 Cor 3, 16), es decir, con la humanidad reconciliada, que es el Reino de Dios.
Jesús no ha necesitado ni necesita el templo exterior para preparar y proclamar la llegada del Reino de Dios y así sube a Jerusalén para indicar, de manera pública y abierta, que la función de ese templo ha terminado. En ese fondo se sitúan las palabras del evangelio de hoy:
‒ Para que llegue el Reino de Dios tiene que desaparecer este templo;
‒ No quedará piedra sobre piedra....
Así dijo Jesús, así actuó. Lógicamente le condenaron a muerte. Como Mesías de Dios y pretendiente davídico, él había venido a Jerusalén para cumplir la profecía y remover los últimos obstáculos para la llegada del Reino y, entre los que se hallaba, precisamente el templo.
El templo de Jerusalén, una patología…
Puede darnos pena lo que dijo e hizo Jesús. Nosotros, “turistas universales” del siglo XXI, hablaríamos del arte poderoso del templo, cuyas piedras de base (como se ven hoy en el Muro de las Lamentaciones) siguen admirando a judíos piadosos y a viajeros. En esa línea se sitúa la reflexión de un discípulo de Jesús: «Maestro, mira qué piedras y qué construcciones». Pero Jesús no era piadoso al estilo del templo, ni un esteta que se admira por el lujo externo de los sacrificios, sino un profeta de los pobres.Por eso responde: «¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Mc 13, 1-2).
Ciertamente, el templo era bello, imponente, sagrado, no sólo por su forma externa (¡grandes y fuertes piedras!), sino por su función social: mantiene a los israelitas sometidos a un orden de Dios regulado por sacerdotes, que dicen actuar al servicio de los pobres (pero no desde los pobres). Muchos judíos de aquel tiempo lo tomaban como signo máximo de Dios sobre la tierra. Pues bien, en contra de eso, para Jesús (y los profetas de Israel), la verdadera imagen de Dios es el hombre. Por eso, él tuvo que enfrentarse con el templo donde el judaísmo oficial había condensado (y encerrado) la sacralidad y belleza de Dios.
– Jesús vio el templo como signo de patología religiosa, engaño de un ritual grandioso al servicio de la opresión y de la muerte. Poemas y cantos, sacrificios animales y contratos de dinero se elevaban allí, al servicio del orden sagrado y sus poderes opresores, de manera que el mismo templo aparecía como “cueva de bandidos' (Mc 11, 27), arte al servicio de la esclavitud de los devotos. Por eso, asumiendo la inspiración profética de los grandes creyentes antiguos (Amós, Isaías, Jeremías), Jesús proclamó su palabra de juicio y condena contra el templo, en gesto que inspira toda la estética y la ética cristiana, que ha de entenderse como experiencia de belleza y amor, al servicio de los pobres (cf. Mc 11, 12-26). De esa forma rechazó el templo porque no era signo y presencia del amor de Dios para todos los hombres.
– Jesús condenó el culto del templo porque lo entendió como religión de bandidos-sacerdotes, que se valen de Dios y de su culto para oprimir a los pobres, no para amarlos. No lo condenó en nombre de un tipo de barbarie regresiva o de resentimiento contra la autoridad oficial, sino todo lo contrario: desde la belleza más alta del amor del Reino, que se expresa a través de los pobres. Lógicamente, por mantener el “arte opresor” de su templo y la estructura de su imperio, los sacerdotes de Jerusalén y los soldados de Roma condenaron a Jesús. Por defender su experiencia de libertad y abrir para los hombres un 'cara a cara' de diálogo con Dios, desde los pobres (cara a cara con los pobres), en simple amor, tuvo que morir Jesús.
Las palabras de Jesús sobre la destrucción del templo aparecen como culmen de todo su mensaje.
Un excurso, una aplicación actual: ¡Destruid este templo…! (Cf. Jn 2, 12-22).
Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un tipo de templo eclesiástico, pero no para elevar en su lugar otro semejante (que todo cambie, para que siga siempre igual), sino para asumir con Jesús el camino del Reino. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura: con un Vaticano más o menos liberal, con más o menos autonomía de las comunidades; con la supresión del celibato ministerio o la ordenación de las mujeres, como quieren algunos teólogos más «liberales»… sino con la destrucción del mismo templo.
Sin duda, esos cambios son importantes (¡necesarios!), pero tienen que darse en un segundo momento, conforme a la dinámica propia de las comunidades. Lo que importa es el radicalismo evangélico: compartir la vida, desde los más pobres, ofreciendo el testimonio de un amor que es infalible porque es presencia del Dios que da vida (es Vida) al entregarse por los otros.
Jesús anunció la ruina de un sistema sagrado
Anunció la destrucción del sistema sacerdotal del Templo de Jerusalén, e hizo todo lo posible para que cayera. De esa forma asumió el mensaje de Jer 7 (caída del templo) y de Ez 10 (el "carro de Dios" se aleja del lugar sagrado) y lógicamente suscitó la reacción no sólo de los sacerdotes de Jerusalén, sino de los jerarcas de Roma, pues tenían miedo de un Reino que fuera casa de oración y acogida para todos los pueblos, empezando por los pobres.
En ese fondo situamos la destrucción del Vaticano actual. Ciertamente, el Vaticano no parece cueva de bandidos (como Jesús dijo del templo), sino espacio de apertura, una plaza, una casa donde pueden reunirse muchos hombres, obispos en concilio, fieles en romería creyente, la mayor parte de ellos intachables y fieles...
Pero tampoco Caifás, el Sacerdote, era perverso, sino un hábil político, diestro en equilibrios al servicio de la paz. Tampoco el Sanedrín (el Vaticano de entonces) era un tribunal corrupto, sino un lugar honrado de discusiones sociales y religiosas, a partir de unas clases dominantes (sacerdotes, presbíteros, escribas).
Pero Jesús quiso que aquel templo cayera, a pesar del dolor que eso implicaba para muchos (cf. Lc 19, 41-44; 21, 20-24), y nosotros queremos que caiga el templo vaticano, por amor a los hombres. Lo que importa no es la caída, sino la resurrección. No dictamos así una propuesta de condena general de la historia, sino la afirmación de que el tiempo del poder varicano ha terminado (como terminó la del templo de Jerusalén).
La iglesia no es sistema de poder, sino fraternidad gratuita de pobres (de crucificados y expulsados), experiencia concreta de amor que va creando vida, esperanza de resurrección. Ella sólo puede decir y proclamar la Vida mesiánica de Dios con su propia existencia, en el nivel de las relaciones personales, sin discursos elevados que se vuelven pronto ideología. Para que viniera la nueva humanidad y los hombres y mujeres pudieran perdonarse directamente, sin controles sagrados, tuvieron que caer los poderes del templo de Jerusalén. Por amor de Dios y para bien de los pobres, enfermos y niños, representantes y portadores del poder de Dios (Mc 11, 12-26 par), debe caer un tipo de Vaticano.
No se trata de voltear los muros externos…
No se trata de derribar con violencia los muros, pues tampoco Jesús destruyó físicamente el viejo templo (lo saquearon y quemaron más tarde, de formas diversas, los celotas y legionarios, que luchaban entre sí por el control del sistema). Pero Jesús y la mayoría de los grupos cristianos lo habían abandonado ya (como supone el evangelio de Marcos, lo mismo que Mt 23, 37-39), antes de que ardiera en las llamas de la guerra, pues habían descubierto y edificado otra casa de fraternidad (la iglesia), en el campo extenso de la vida, sin necesidad de instituciones legales y sacrales.
También nosotros debemos abandonar un tipo de Vaticano actual y debemos hacerlo por amor, sin agresividad, sin lucha externa, con ternura y gratitud, con gran pena, por lo que ha sido. Debemos abandonarlo precisamente ahora, cuando parece que se eleva triunfante, con grande hojas, como la higuera de Israel (Mc 11, 13), para situar las tiendas de campaña de la iglesia de Jesús (cf. Jn 1, 14) en el ancho camino de la vida, buscando con otros hombres y mujeres el surgimiento de un servicio de unidad distinto, que represente a los pobres de Dios. Entonces podremos apelar de nuevo a las llaves de Pedro, como signo de potestad e infalibilidad evangélica.
No buscamos incendios ni guerras,
ni que el templo vaticano arda y acabe, con archivos y museos, con documentos de curia y curiales, con su banco y su pequeña guardia de suizos, sus cardenales, obispos y monseñores y/o funcionarios de segundo grado. Pero queremos que pierda su función (que se disuelva), mientras la iglesia verdadera emerge y crece en otro espacio, donde comienzan ya a juntarse los discípulos de Jesús.
Algunos, sienten mucha prisa: les gustaría que llegaran nuevos romanos (como el año 70 d. C.), quemando el Vaticano, de manera que sólo quedara una “zona cero” de ruinas con la memoria de Pedro. Otros, más escépticos, sostienen que debe acabar no sólo el Vaticano, sino también la iglesia, pues todo en ella es folklore y sistema de dominación... Nosotros queremos que el Vaticano se mantenga como testimonio de una historia pasada, pero que la iglesia realice de un modo diferentes su tarea de evangelio al servicio del conjunto de la humanidad.
En esa línea, las reflexiones de este domingo quieren sacar a la iglesia fuera del sistema de poderes del Vaticano, no porque ellos sean perversos, ni sus portadores inmorales (¡que no lo son!), sino porque expresan un poder sagrado y no responden ya a la autoridad del evangelio, en la línea del principio de la Iglesia, con Pedro. Es posible (quizá conveniente) que algunas de las estructuras del Vaticano actual continúen existiendo por un tiempo… Pero todas ellas, al fin, tendrán que caer.
En esa línea, queremos que la reconstrucción eclesial (del Vaticano) se realice sin invasiones y guerras o rupturas interiores, como solía suceder en el pasado (en la guerra judía del 67-70 d.C.), sino en diálogo de amor. Pero es evidente que habrá tensiones, como supo Jesús y como han sabido muchos cristianos.
Apéndice
Las grandes «novelas papales» de hace un siglo (V. SOLOVIEV, El relato del Anticristo, 1899, y R. H. BENSON, El amo del mundo, 1906) anunciaban para este tiempo (comienzo del tercer milenio) un choque violentísimo entre el Papa (Vicario de Cristo) y los representantes del Anticristo, con la caída del papado y un tipo de fin del mundo.
En contra de eso, a pesar de la dureza extrema del tiempo en que vivimos, estamos convencidos de que el mundo seguirá y de que el papado se reformará en línea de evangelio, sin catástrofes militares (como la del 67-70 d.C.) ni guerras finales de la historia... pero con una transformación radical de la Iglesia.
En esa línea entiendo todo lo anterior como exigencia y gracia del reforma de la iglesia y del papado, no como destrucción... No se trata de que todo cambie, para que todo siga igual, sino de que todo cambie, para que se exprese de verdad el amor del evangelio.